El Ágora /

Para Rosa no todo fue color de rosa

El director del Museo de Arte de El Salvador hace un relato en el que recoge las principales ideas que se han expresado en ocasión de la celebración del primer centenario del nacimiento de la pintora Rosa Mena Valenzuela. Desde la privilegiada perspectiva de la amistad, el autor cuenta episodios íntimos que revelan el talante de la artista y su relación con su entorno y con otras figuras de la época, como Julia Díaz, con quien mantuvo una relación objeto de leyendas de rivalidad.

Lunes, 7 de octubre de 2013
Roberto Galicia *

Hace cien años, un 13 de septiembre, nació en San Salvador Rosa Mena Valenzuela (1913-2004). Esta singular pintora desarrolló a lo largo de su vida una importantísima obra que la distingue como una artista en constante proceso de transformación. Sus obras, que trascienden los cánones establecidos, son provocaciones que contribuyeron a cambiar el horizonte plástico salvadoreño.

A lo largo de su producción el tema recurrente fue el religioso, también estableció –a través de su pintura– diálogos con obras emblemáticas en la historia del arte y con figuras del ámbito artístico y de la literatura universal.

Estos párrafos forman parte del breve texto que recibe a los visitantes del Museo de Arte de El Salvador y acompañan la exposición de algunas de las obras que forman parte de las 50 que la artista entrego como legado al MARTE.

De esa manera honra su memoria y le agradece su generosidad la cual convierte al museo en el más grande depositario de su trabajo especialmente porque a esas pinturas y dibujos donados por ella se suman 16 que donó al museo Jaime Balseiro, coleccionista de arte, quien fue alumno y amigo de la artista y también su más grande benefactor.

Gracias a él y a la especial relación que mantuvo con la artista y su familia es que sabemos que el ambiente en el cual se desarrolló Rosa Mena Valenzuela le permitió, desde pequeña, entrar en contacto con las diferentes expresiones artísticas y conocer a importantes figuras del arte nacional. Esas oportunidades moldearon su sensibilidad y luego en sus obras se verán reflejadas esas valiosas experiencias.

Cuando ingresó en 1953 a la Academia del maestro Valero Lecha ella tenía 40 años. Pero es de destacar que ese mismo año, en noviembre, participa por primera vez en una exposición colectiva. Será hasta en 1960 que expone de manera individual. 

Siempre he pensado que Rosa, a quien conocí y trate durante los últimos veinte años de su vida, tenía la sensación de que el tiempo se le acababa y la intensidad de sus cuadros son un reflejo de sus urgencias. Eso se refleja en el trazo fuerte y vibrante, en la superposición de imágenes y de escenas y especialmente en la libertad con la que siempre trabajó y que le permitió crear en su momento obras tan emblemáticas como “Las Holandesas” o “La Cuna” en las cuales incorpora de manera magistral telas, encajes o bordados como nunca alguien se había atrevido hacer en nuestro medio, ni siquiera Carlos Cañas que siempre iba adelante.

“La Cuna”, de Rosa Mena Vaenzuela, obra en callage que incorpora telas, encajes o bordados. La técnica llevada a lugares estéticos que nadie había visitado en el arte salvadoreño. / Imagen cortesía del Marte.
“La Cuna”, de Rosa Mena Vaenzuela, obra en callage que incorpora telas, encajes o bordados. La técnica llevada a lugares estéticos que nadie había visitado en el arte salvadoreño. / Imagen cortesía del Marte.

Un tema recurrente en su importante producción, como ya se ha dicho, fue el religioso del cual destacó, entre sus ángeles y cristos, “La Última Cena” y el “Vía Crucis” que bien pudo estar en Catedral aunque corriera, uno nunca sabe, los mismos riesgos de la obra de Fernando Llort.

Al recordarla en ocasión del primer centenario de su nacimiento es preciso apuntar, tal como lo hizo recientemente Luis Lazo en un conversatorio en el MARTE, que, como maestra, fue siempre exigente, enseñaba con rigor. Con el mismo rigor que ella aprendió con el maestro Valero Lecha, cuyas enseñanzas asimiló para luego dejarlas.

Es ella, escribe Luis Croquer, en 2004, en el catálogo de la exposición de la artista en el Museo de Arte de el Salvador, “quien asesta el más duro golpe a los cánones de producción y de apreciación estética desencadenados por su maestro alrededor de los años 30 y que habían prevalecido hasta entonces en el país”.

En el mismo conversatorio Mario Castrillo fue enfático al expresar que la obra de Rosa no se puede encasillar y decir simplemente que es expresionista. En su obra confluyen una serie de experiencias pero, a la larga, prevalece en su propuesta su manera tan particular de ver las cosas, y de verse a sí misma.

En relación a este último aspecto es necesario mencionar los diferentes autorretratos que a lo largo de los años pintó y que nos dan pistas para entenderla. En ellos lo que prevalece es su forma de ver hacia dentro y hacia afuera, muy alejada de las convenciones formales aún vigentes en nuestro medio para este tipo de propuestas.

Maria Eugenia Valle que también participó en el mencionado conversatorio habló del asombro que le produjo a ella entrar en contacto con su obra. Esa actitud es la que prevalece en el público cuando ve su obra por primera vez. A mí me sigue sucediendo lo mismo. Por eso afirmó que cuando más se ve su obra y se le estudia más grande se vuelve porque uno nunca termina de descifrar su propuesta o de encontrar nuevas pistas que nos permitan comprender mejor a esa mujer, a esa gran artista, cuya fragilidad física nunca fue un impedimento para tomar las decisiones más audaces, producir obras de gran fuerza expresiva por su factura y por su temática. Y todo esto por lo general en grandes formatos.

Para Rosa no todo fue color de rosa. Su obra no fue valorada y apreciada en su momento. Para ejemplo, el texto que aparece en el libro del Museo Forma en el cual se habla de “descuidos materiales” y “falta de depuración técnica”. Compartimos con Croquer su valoración de lo anterior cuando el expresa “El texto, sin duda la lectura mas errónea de su obra, nos permite entrever la incomprensión que rodeó su obra a lo largo de su vida”.

Siempre han existido dudas acerca de la relación de Rosa Mena Valenzuela y Julia Diaz, fundadora del Museo Forma. Tuve la buena fortuna de conocerlas a ambas y gozar de su amistad. Reconozco que estuve más cerca de Julia. Pero esa amistad no condicionó mi admiración por la pintura de Rosa la cual continúa y se acrecienta con el tiempo. Es lógico pensar que hubo diferencias. Ambas veían y vivían la vida de manera diferente y eso se refleja en su pintura y en su manera de ser. Como personas fueron amigas, distantes, pero amigas.

En la etapa previa a la apertura del Museo Forma en 1983 y ante la carencia de una obra de Rosa Mena Valenzuela en la Colección personal de Julia Diaz, que forma el patrimonio inicial del museo, hubo necesidad de entrar en contacto con ella para solicitarle una de sus pinturas. Rosa accedió a donar una obra y a que Julia la escogiera. La decisión tomada por Julia Diaz fue la mejor. Escogió el retrato del maestro Valero Lecha. Era lo que ambas tenían en común. La obra, aparte del registro físico del maestro y de los afectos, tiene toda la fuerza de la artista y está construido con los mismos trazos y colores con los que construyó su mundo. Ese mundo tan personal que la convierte en una artista difícil de descifrar, de olvidar y que falleció el Día de los Reyes Magos de 2004.


 

* Roberto Galicia, arquitecto y pintor, director del Museo de Arte de El Salvador.

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