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Los secuestros que no importan

A plena luz del día, en el sur mexicano, hombres armados llenan sus vehículos con migrantes centroamericanos, a los que encierran en casas de seguridad para luego cobrar rescate a sus familiares en Estados Unidos. 
Texto: Óscar Martínez/Fotos: Edu Ponces 

Llovía en Tenosique cuando El Puma y sus cuatro pistoleros hondureños recorrían las vías del tren, cobrando a los migrantes que quisieran viajar como polizones. Era el viernes 27 de septiembre. Las inundaciones en la zona habían retrasado el paso de ferrocarriles y unos 300 indocumentados se amontonaban en las lodosas márgenes de los rieles. 

 

El Puma es un hondureño, de unos 35 años, con una 9 milímetros en el cinto y una AK-47 colgando de su hombro. Sus acompañantes lo acuerpan con un machete y un “cuerno de chivo” cada uno. Tenosique, a unos 30 kilómetros de la frontera que divide a Guatemala de México, entre selva y selva, entre el Petén y Lacandona, es propiedad de El Puma. “Trabaja para Los Zetas”, aseguran los que se han topado con él. Para subir al tren hay que pagarle. Quien no paga, no viaja. Quien se resiste, se las ve con él, sus pistoleros y sus pistolas. 

 

Los Zetas son una organización de tráfico de drogas en México, que controlan gran parte de la costa atlántica, y que desde 2007 se les reconoce como un cártel independiente. “El grupo de sicarios más peligroso y organizado de México”, se les llama en un informe de la inteligencia estadounidense divulgado en enero de este año por la Secretaría de Seguridad mexicana. “Más peligrosos que cualquier cártel”, enfatizó la División Antinarcóticos de Estados Unidos. Un grupo aún en expansión. 

 

La mayoría pagó. El Puma avisó por radio al maquinista que parara y se acercó a darle su parte mientras los migrantes se acomodaban en el techo o en los balcones que hay entre vagón y vagón. En el carro de en medio se ubicaron los cuatro polleros, guías de pago para los indocumentados, con sus clientes: unas 20 personas. En el resto del gusano de metal, la mayoría eran hondureños, el resto guatemaltecos y salvadoreños, y algunos nicaragüenses que se podían contar con los dedos de una mano. Todos ellos viajaban a su suerte, sin pollero. Aún llovía.

 

La máquina avanzó, dejó atrás Tenosique y se internó en un camino de selva y rancherías de ganado. Lejos de los pueblos y las carreteras. 

 

En Pénjamo, una de esas rancherías, el viaje empezó a empeorar. José, un salvadoreño de 29 años, fue el primero en ver cómo ocho hombres aprovecharon la lenta marcha del ferrocarril en ese tramo para subir. “Tranquilos – dijeron al grupo de José-, nosotros también vamos para el norte”. Pero cuando Pedro vio que tras descansar unos minutos cuatro de ellos sacaron pistolas 9 milímetros, los otros cuatro desenfundaron sus machetes y todos se encajaron sus pasamontañas, supo que le habían mentido. 

 

“Adiós”, dijeron, dejando en paz a los salvadoreños y saltando al siguiente vagón para asaltar a los polizones. Cuando los asaltantes llegaron al cajón de Arturo, el cocinero nicaragüense de 42 años, ya llevaban con ellos a dos muchachas jóvenes que pretendían secuestrar. “Una era bonita, blanquita, a la otra no la vi bien”, dice Arturo.

 

Tapachula, Tenosique, Ciudad Hidalgo. Todas ciudades fronterizas del sur mexicano. Todas puntos rojos de prostitución forzada. Sus burdeles, donde un balde con seis cervezas cuesta 60 pesos (6 dólares) e incluye un baile sobre la mesa, están repletos de hondureñas y salvadoreñas que callan cuando se les pregunta por qué están ahí. 

 

Un hondureño que viajaba en el vagón de Arturo fue el primer muerto. Con una pistola apuntando a su cabeza desde el techo del carro, entregó cien pesos a los hombres con pasamontañas, pero uno de ellos desconfió, bajó al balcón y revisó al hondureño. La malicia le costó la vida. Le encontraron dinero en un calcetín de los que llevaba puestos. “Listo el hijueputa”, sentenció el que apuntaba antes de atravesar de un tiro la nuca del migrante que, ante lo inminente, se había volteado para cubrirse.

 

El siguiente vagón era el de los polleros. Hubo silencio durante unos minutos. Luego, balacera. Unos 15 minutos de detonaciones. Polleros contra asaltantes. Los polleros habían entregado dinero, pero se negaron a dejarle a los asaltantes la mujer que les pedían. Un cuerpo con pasamontañas cayó del tren. Los demás bajaron a asistirlo, pero el tiro de los polleros fue letal. Habían ganado una batalla. Nadie sabe qué pasó con “la muchacha blanquita” ni con la otra. 

 

En Palenque fue la revancha. A unos 50 kilómetros de Pénjamo, cinco asaltantes volvieron por la migrante. De nuevo en el vagón de Arturo, mataron a otro hondureño. Sin razón alguna. Lo partieron de un machetazo en el estómago y lo lanzaron del tren, mientras repelían el fuego de los polleros. Dejó de llover cuando la segunda batalla fue también para los guías.  

 

Los asaltantes se movían rápido. Lograban adelantar en vehículos a un tren que va a unos 70 kilómetros por hora en los tramos deshabitados. La marcha del ferrocarril no ayudó. Los motores se pararon en una zona conocida como La Aceitera, media hora después del segundo tiroteo. El intercambio de balas se reanudó y los polleros cedieron su vagón, dejando a la muchacha en manos de los encapuchados, que con ella se internaron en el monte. Al obtener su botín se confiaron y dieron la espalda al tren. Los polleros también saben arremeter. Por la espalda mataron al segundo asaltante, recuperaron a la mujer, lograron abordar el ferrocarril antes de que acelerara y minutos después se bajaron con sus guiados completos. Abandonaron el viaje para buscar otra forma de seguir. Era obvio que los asaltantes volverían.  

 

Y volvieron. En Chontalpan, a unos 30 kilómetros del último muerto, regresaron reforzados. Tres camionetas blancas acapararon la vía: una delante del tren, atravesada en los rieles; otra en el medio, recorriendo la máquina de punta a punta por un costado; y la tercera obstruyendo atrás. Volvieron a un tren sin polleros y se desquitaron con los que quedaban. “Eran Los Zetas” afirma Arturo. “Eran Los Zetas” afirma Pedro. “Eran Los Zetas” afirman otros tres migrantes que estuvieron ahí. 

 

El tren se vació. Cientos de personas corrieron a los potreros a esconderse, mientras unos 15 hombres armados intentaban cazarlos. Al menos uno cayó atravesado por un disparo en aquella estampida. Varios fueron heridos. Tres mujeres estaban ya encañonadas adentro de una de las camionetas. La venganza terminó. Los vehículos se fueron. El tren se puso en marcha y los migrantes lo volvieron a abordar para dirigirse hacia Coatzacoalcos y luego hacia Tierra Blanca, ambas ciudades en Veracruz, la zona más caliente de la ruta. Territorio de Zetas, zona de secuestros masivos. 

 

Héctor tiene 18 años y es guatemalteco. En su primer intento de llegar a los Estados Unidos fue plagiado en Orizaba, Veracruz, uno de los puntos más calientes de secuestros de migrantes en territorio mexicano. Después de eso decidió volver a su país para buscar trabajo en una camaronera.

 

El otro negocio de Los Zetas 

 

La trágica historia del tren que partió de Tenosique es un libro de instrucciones para quien sepa leer entre líneas. En él se describen las claves que de un tiempo para acá han particularizado a este tramo como zona caliente, en medio de un recorrido total que nada tiene de laxo. 

 

Los defensores de los migrantes que viven en estos puntos de paso ruegan alarmados que alguien haga algo. Gesticulan, piden que se apaguen las grabadoras, que se guarden las cámaras, y describen lo que ahí todos saben: decenas de indocumentados centroamericanos son secuestrados a diario por Los Zetas y sus aliados, a la luz del día, en casas que muchos conocen, incluidas las autoridades locales.  

 

La lógica comercial es sencilla: más vale secuestrar durante unos días a 40 personas que paguen 300 dólares de rescate cada uno que a un gran empresario, que entregue en un solo monto la suma, pero donde se corra el riesgo de llamar la atención de prensa y policía. Incluso autoridades nacionales, como la Quinta Visitaduría de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), encargada de la migración, reconocen con contundencia el problema.

 

Estos son los secuestros que no se cuentan. Estas son las víctimas que no denuncian. Estos son los secuestradores a los que nadie persigue. A los migrantes nadie los espera a ninguna hora. A veces, pasan más de una semana sin conseguir dinero para dar un telefonazo a sus familiares. Transitan por donde menos autoridades hay, porque son ilegales. No denuncian, porque serían deportados. Son como un conejo cojo a la vista de un halcón: presa fácil.

 

El gobierno mexicano, en lo que va del año, tiene registro de que 650 personas han sido plagiadas. Al menos ese es el número de casos en los que alguien ha pedido ayuda. Pero casi nadie pide ayuda. Un recorrido por la ruta descrita por los migrantes como “caliente” convierte el dato lanzado por el gobierno en un mal relativo. Afirmar que solo en uno de los puntos de plagio de migrantes, cualquiera, la cifra oficial de secuestros de todo un país es rebasada en un mes, no es exagerar.

 

Del tren donde hubo cientos de asaltados, tres muertos, varios heridos y tres secuestrados, no se escribió ni una página en ningún periódico. Nunca llegó ni un policía, ni un militar. Nadie ha puesto ninguna denuncia. 

 

Tenosique, como punto de partida; Coatzacoalcos, Tierra Blanca, Orizaba y Lechería como sitios neurálgicos, y Reynosa, casi frontera con McAllen, Estados Unidos, como último peaje, componen la ruta de los secuestros. Todas, menos Lechería, donde el tren se desvía hacia el centro, ciudades cercanas a la costa atlántica mexicana, todas dentro del dominio de Los Zetas, según el mapa del crimen organizado trazado por el organismo de inteligencia de este país.  

 

En cadena descendente, desde los despachos en la capital mexicana hasta los albergues del sur, lo que pasa está dicho, para quien lo quiera escuchar. “La situación del migrante viene complicándose. Es alarmante. Se multiplican los testimonios de los secuestrados. Ocurre a plena luz del día, a grupos grandes. Llegan con armas, secuestran a algunos. El estado mexicano es responsable de la integridad y la vida de quienes se encuentran en su territorio. Hemos hecho llamados enérgicos. Es increíble que esto siga pasando”, se queja Mauricio Farah, encargado de esa visitaduría.

 

Las autoridades prefieren señalar al otro, negar o callar. Pero la red que permite esto es una telaraña compleja de conexiones, donde hasta los polleros se han visto afectados. 

 

 

Un impuesto para los polleros 

 

Aunque este es el fenómeno migratorio más grande del mundo (entre mexicanos y centroamericanos), aunque cientos de miles circulan cada año por México (el Instituto Nacional de Migración atrapa a cerca de 250, 000 centroamericanos al año), los animales del camino se conocen: Zetas con polleros, polleros con asaltantes, asaltantes con encargados de albergues y encargados de albergues con policías. 

 

El señor A es originario de esta zona y trabaja, desde hace dos años, en un albergue. Antes tuvo un empleo que le obligó a conocer cómo opera el crimen organizado. Busca una mesa aislada de los migrantes en la casa de acogida y la señala: “Hablemos ahí, es que los informantes de los grupos que secuestran van infiltrados como migrantes, y muchas veces son centroamericanos. Andan escuchando y preguntando a los migrantes si tienen familia del otro lado, si tienen quien les pague el pollero en la frontera”. 

 

-¿Qué te puedo contar?-, me pregunta.

 

-“Tengo ocho testimonios de migrantes secuestrados en diferentes puntos, y todos dicen que sus secuestradores se han identificado como Zetas. ¿Lo serán de verdad?”

 

-No necesariamente. La cosa es así: nadie puede andar diciendo que es Zeta sin permiso de ellos, pero no necesariamente lo son. Muchos son delincuentes de la zona que trabajan para ellos, controlando que los polleros que pasen hayan pagado la cuota.

 

-¿Qué cuota?

 

-Es que esto viene desde arriba, desde la frontera norte, por el lado de Tamaulipas (donde se encuentra Reynosa). Entiendo que ahí está alguien conocido como El Abuelo, que es quien controla a todos los polleros que quieran pasar por ahí, y él ha hecho negocio con Los Zetas. Entonces, él paga una cuota para que sus polleros puedan circular en esta zona, y llegar a Reynosa. Y necesitan gente que esté viendo que quien no pague no pase.

 

-¿Y los secuestros?

 

Un indocumentado se acerca a recoger su mochila, que está en la mesa. El señor A se calla, y lo mira de reojo. Espera hasta que el migrante se va, y entonces responde.

 

-Empezó como algo contra los polleros que no pagaban. Les quitaban a sus pollos, y ya que los tenían, pedían rescate por ellos a sus familiares en Estados Unidos, por medio de un depósito rápido, en Western Union u otra empresa de esas. Y luego se hizo costumbre y empezaron a agarrar a migrantes que vienen solos.

 

-¿Cuándo empezó?

 

-Desde mediados de 2007 nos empezaron a llegar testimonios. 

 

El señor A dice que algunos polleros conocidos suelen pasar cerca del albergue. “Ellos te pueden contar con detalle”.

 

Esa tarde apareció uno de esos polleros. El señor A no podía presentármelo. Crear confianza entre encargados de albergues y polleros es algo que suele verse muy sospechoso. Sin embargo, allanó el camino para que alguien más me lo presentara. 

 

-Entonces, ¿eres periodista?- pregunta el pollero.

 

-Sí, y sé que hace seis meses estuviste secuestrado por Los Zetas en Tierra Blanca. Solo quiero que me lo contés, no me digás tu nombre.

 

Señala con la vista y con un movimiento de cabeza un tronco que está bajo un árbol de mango, como indicando que vayamos hacia allá. El tronco está a unos 20 metros de las vías, dentro de un predio baldío, y hay que saltar una pequeña cerca de alambre para llegar hasta él. Nadie pasa por ahí. Nos sentamos, y entonces habla:

 

-Ya sólo subo gente por la ruta de Tapachula (más cercana al Pacífico), porque del otro lado están Los Zetas y ya me agarraron.

 

-De eso quiero hablar.

 

-Es que uno tiene que tener un patrón en el norte, para trabajar, pero esa vez yo traía el celular descargado, entonces me detectaron, me agarraron y me subieron a la camioneta. Llevaba a seis personas. Me dijeron que para quién trabajaba. Lo dije, pero no me creyeron, y empezaron a torturarme, a apagarme cigarros en la espalda.  

 

Aún conserva seis cicatrices redondas en la espalda baja. 

 

-¿Qué pasó luego de que te torturaron?

 

-Me pidieron dinero y tuve que darlo, porque si no, me quitaban a la gente, y era gente conocida, gente de confianza, dos guatemaltecos y cuatro salvadoreños de Santa Ana. Si no pagaba, los secuestraban y los torturan. Al que dice que no tiene nadie que pague por él lo calientan, sé de gente a la que le cortaron dedos y orejas, y a muchos los matan.

 

-¿Y cómo sabés que eran Zetas?

 

-Se dice que no lo son, que son bandas de delincuentes que trabajan para ellos. Los verdaderos Zetas controlan desde el norte.  

 

Asegura que se enteró de esto hasta en enero de este año. Siendo así, este pollero y los agentes especiales de Estados Unidos se dieron cuenta de lo mismo al mismo tiempo. En el informe de la inteligencia estadounidense publicado ese mes, se reconoce que esta organización criminal cobra derecho de piso a los coyotes en sus zonas. 

 

-Y tu patrón, ¿qué hubiera hecho si hubieras hablado con él?

 

-Paga para que te suelten.

 

-Entiendo que estos patrones tienen contacto con Los Zetas, como el famoso Abuelo.

 

-He oído hablar de él. Controla la zona de Laredo y Reynosa. Es que el patrón paga impuesto. Está también El Borrado, Don Toño y Fidel. Te arriesgas mucho como pollero. Porque si el patrón no reporta que ahí vas, te tablean todo, te madrean, te secuestran, si es que no te matan, ha habido muchos muertos. A uno lo mataron en Coatzacoalcos, y a Rigo en un lugar llamado Las Anonas, los dos polleros. Los que controlan van en el tren, muchos son centroamericanos. El que a mí me delató era hondureño. Se subió al tren en Medias Aguas (entre Coatzacoalcos y Tierra Blanca).

 

-¿Cómo funciona? ¿Cuánto paga el patrón?

 

-Paga 10,000 dólares al mes, y tiene que avisar cuando tú vas que trabajas para él y cuántos pollos llevas. Entonces, no te hacen nada. Esto empezó el año pasado, empezaron en Coatzacoalcos, y entraron a Tierra Blanca a principios de enero, porque saben que ahí se juntan las dos rutas (la que viene por la costa atlántica y la que viene por la zona céntrica, más cercana al Pacífico).

 

-¿Y la policía de esos lugares?

 

-Están conectados. Esa vez que me levantaron a mí y a otra gente, la policía estaba viendo, y no hicieron nada. Después de eso, ya no trabajo para nadie. Por eso ya no estoy pasando gente, porque si me ven, me van a matar. 

 

Josué (nombre ficticio) es pollero desde hace 12 años. No accede a mostrar su cara en una fotografía pero sí a dejar que veamos las cicatrices de las quemaduras de cigarro que los Zetas le provocaron mientras lo tuvieron secuestrado.

 

Coatzacoalcos 

 

Unos 25 indocumentados están dentro del albergue de la iglesia. La mayoría descansa en los camastros, unos pocos lavan ropa y otros dejan pasar el tiempo sentados viendo a la nada. Casi todos se han rendido. A las diez de la mañana ya había 15 de ellos anotados en una lista para que migración llegara a traerlos y los repatriara. Casi todos llegaron en el tren que tuvo tres fatídicas escalas, aquel donde hubo muertos.  

 

Esta es una ciudad industrial, una de esas ciudades de interior que en México parecen medio fábricas y medio pueblos pero jamás ciudades. Una autopista central, flanqueada por grandes naves industriales, se combina con calles de tierra. Casi 300,000 habitantes hacen su vida en este lugar cuyo meridiano es una callejuela donde las viviendas son de lámina y madera, donde apenas hay paso para vehículos, pero en la que las vías del tren dibujan esa columna vertebral a la perfección. Coatzacoalcos, en náhuatl, significa “el escondite de la serpiente”. 

 

Al llegar ahí, tras una noche entera de tren, los indocumentados del albergue hicieron lo que hacen en cada escala: preguntar y escuchar. Y de lo que se enteraron llevó a que la mayoría se anotara en aquella lista. “Hoy en la mañana metieron a punta de pistola a 15, de los que esperaban en las vías, a una casa de ahí enfrente”, relata para unos 14 oídos un hondureño enlistado. No es raro. “Al menos 10 diarios se rinden y se entregan a la migra aquí”, asegura Eduardo Ortiz, encargado de la CNDH en la zona. 

 

Tras una noche de tiroteos, secuestros, muertos, camionetas blancas y correteadas, supieron que habían llegado a la peor parte. Se enteraron de lo que pasa en Coatzacoalcos, de que su próxima estación sería Tierra Blanca, Orizaba y Lechería. 

 

El grupo de migrantes de las literas sostiene una especie de reunión, donde el tema central son los secuestros y lo difícil que está esta ruta. Unos cuentan, otros solo observan, con los ojos abiertos del que escucha lo que le puede ocurrir. “A aquel compadre lo levantaron aquí y ahí va de vuelta, pero yo me quedo”, señala el mismo hondureño a un hombre que descansa solo en la cama baja de un camarote. Se ve triste. Se llama Pedro, tiene 27 años y es hondureño. 

 

Cuenta que fue hace tres meses. Cuenta que fue en una casa frente a las vías de Coatzacoalcos donde todo empezó. Dice que fue un engaño bien orquestado. “Fue una señora a la que le dicen la madre, que ofrece coyote que lo lleva a uno por 2,500 dólares. Así lo llevan engañado a uno hasta la frontera, Reynosa. Hasta ahí te tratan bien, pero ahí te secuestran. Ahí te amenazan con pistola, te agarran a golpes. Creo que son de Los Zetas. Me sacaron 800 dólares y 2,500 a mi esposa. Y de ahí te sueltan. Un mes y 18 días me tuvieron ahí. Y los policías están con ellos”. Asegura que va de nuevo porque no le queda de otra. Sugiere que el que tenga parientes en Estados Unidos no lo diga en el camino. A nadie. Nunca.  

 

Hay sitios donde se respira miedo. Coatzacoalcos es uno de esos sitios para los migrantes. Un testimonio desencadena otro: “A mí me secuestraron en mi anterior intento”; “yo me escapé ayer de un secuestro”; “yo vi hace tres meses cómo levantaron a dos muchachas”. En una mañana, de un grupo de diez migrantes reunidos en las literas surgieron siete historias de secuestros vividos en carne propia o como testigos. 

 

Ortiz, el encargado de la CNDH, visitó esa mañana el albergue. Le conté que en el cuarto contiguo había muchas víctimas de plagio, que incluso había gente secuestrada a unas cuantas cuadras, en alguna casa de la marginal por la que serpean las vías. No se sorprendió. Es normal. Es su pan de cada día.   

 

“El dominio de bandas organizadas se ha incrementado, por decir, un 200%. Tenemos muchas denuncias, el modus operandi es igual aquí que en Tierra Blanca. Hay secuestradores que van y cobran hasta 15 rescates, lo que me hace pensar que las compañías de remesas saben a quién le pagan, no es posible que alguien vaya por 30 envíos de manera sistemática. Hemos tenido casos fidedignos donde los policías municipales han detenido a un migrante y lo entregan a los delincuentes”, explica. 

 

-Tenemos tres testimonios donde alguien que fue secuestrado cuenta que de su grupo alguno se escapó y que al volver, muy golpeado, les dijo que venía de denunciar a la policía local que en la casa quedaban migrantes, y que la policía los llevó a entregarlos a los secuestradores-, le cuento. 

 

-Sí, si ya no es cuestión de omisión. Nosotros sabemos que los entregan, no hemos escuchado de esa mecánica de que los devuelven, pero eso es lo de menos, hay coparticipación. Con los cónsules de El Salvador y Honduras en Veracruz y el delegado del INM hemos estado reunidos con el presidente municipal de Tierra Blanca, y es común que nos desconozca el hecho, y hay malestar cuando hablamos de casos de secuestrados. De hecho, al mes siguiente de que me dijeran que eso no pasaba, hace un mes, el ejército incursionó en una casa de seguridad y rescató a 28 migrantes. Desde hace unos meses actúan a la luz del día, haya o no presencia de la autoridad, eso no los inhibe. Hay migrantes que nos han dicho: “¡Iba pasando la patrulla, voltearon, vieron cómo nos tenían apuntados con pistolas, en el piso, y siguieron de frente!”. ¡Es un hecho real, hay testigos que han visto hasta a 100 personas en la misma casa! Todos los vecinos le pueden decir cómo es el modus operandi, todos lo han visto, y nadie dice nada. ¡No pasa nada! Va a seguir pasando a los que vengan. Nadie nos quiere oír.  

 

Erving Ortiz, el cónsul salvadoreño en Veracruz, denunció en agosto de este año que “unos 40 indocumentados son secuestrados cada semana” en todo el estado. Lo hizo luego de que el ejército incursionara en la casa de seguridad de Coatzacoalcos. Los dos periódicos más influyentes del país lo publicaron. 

 

El alcalde de Tierra Blanca, Alfredo Osorio, nunca contestó. Su secretario particular, Rafael Pérez, prometió unos minutos al teléfono con Osorio, pero nunca volvió a responder su celular. La última explicación fue que el funcionario estaría fuera una semana. La dio una secretaria. El Instituto Nacional de Migración hizo lo mismo que Osorio. Prefirió no hablar del tema. Sin embargo, es seguro que a una pregunta hubieran tenido que responder con un rotundo sí: ¿Saben que sistemáticamente se está secuestrando a migrantes?

 

El 4 de abril de este año, La jefa del INM, Cecilia Romero recibió el mismo documento que el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Era un documento de 40 páginas, y su segundo capítulo se titulaba “secuestros y crimen organizado”. Contenía una explicación general de lo que ocurre y tres testimonios de víctimas. Lo envió Leticia Gutiérrez, directora de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana, organismo de la iglesia católica que coordina 35 albergues del país, entre ellos los de Tierra Blanca, Coatzacoalcos y Reynosa. Los destinatarios nunca respondieron.

 

La pregunta oculta en las palabras de Ortiz es evidente: ¿Cómo es posible que siga pasando algo que conocen los alcaldes, los países de origen de migrantes, los medios de comunicación, el Estado mexicano y hasta el gobierno de Estados Unidos? 

 

La CNDH sólo puede recabar pruebas y, más o menos al cabo de un año, emitir una recomendación, una queja contra una institución del estado por una acción directa: esos agentes, de esa corporación, en esa fecha, y ante esos testigos, cometieron esa violación de derechos humanos. Es difícil para ellos quejarse de una omisión. Es complicado demostrar que por ahí pasaba la patrulla cuando los delincuentes estaban secuestrando, y los migrantes que quieren quedarse a denunciar caen con cuentagotas. De lo que Ortiz describe, una lógica retumba: Todos lo saben, nadie hace nada, seguirá pasando. 

 

Tierra Blanca 

 

Las inundaciones en Veracruz han aletargado la marcha de los trenes. Hay pocos migrantes en las vías de Tierra Blanca. Hoy no hay nubes. Hace mucho calor.

 

A unos 100 metros se ven dos jóvenes. Sin duda son migrantes. Uno, de unos 20 años, está acostado en una hamaca, afuera de una tienda. Otro, de unos 15, sentado en un tronco a la par de su compañero. El fotógrafo y yo caminamos por las vías. Me desvío hacia ellos a unos 50 metros. El más joven, moreno, casi negro, de 1.50 metros, pone su brazo en el tronco y alarga una pierna. Levanto la vista hacia ellos a unos 30 metros. Abre los ojos. Enfilo directamente para hablarles. Da un salto de gato e intenta echarse a correr. “¡Ey, compa, soy periodista!”, le digo. Se detiene. “¿Qué pasó? ¿Te asusté?”. “Es que aquí está bien caliente”, responde. Luego habla de Los Zetas. 

 

A los cinco minutos, un joven de unos 18 años se acerca, harapiento y oliendo pegamento de carpintero. “Ey, tú eres pollero”, me dice. “No, no lo soy”. “Sí, ya te he visto aquí”. “No”. “Sí, eres pollero, voy a llamar al comandante de Los Zetas para que venga a traerte”. Nos vamos.

 

Nos acercamos a tomar un jugo a la orilla de las vías. Es obvio que no somos de aquí. El vendedor quiere saber qué hacemos. Le explicamos. Es amable. Nació en la ciudad y fue migrante en Estados Unidos. Sin especificar nada, preguntamos, como si habláramos del clima, si hay Zetas en Tierra Blanca. “Ya sabes, hay cosas de las que uno no puede hablar porque ustedes se van, pero uno aquí vive, y luego no vaya a ser que pregunten: ‘¿quién dijo eso de nosotros?’ Y controlen por dónde camine uno y le den para abajo”. Sin querer decir, dijo más. 

 

Solo una persona en Tierra Blanca respalda con su nombre su testimonio de los secuestros. Es el diácono Miguel Ángel, encargado de la parroquia y de la pequeña casa que funciona como albergue. Lo que dice es una repetición de lo que se dice en Coatzacoalcos, solo que con menos claridad, con más temor. Pasa, siempre pasa. A la luz del día. Decenas de migrantes. Tan común que no hay mucho más que decir. Las preguntas son respuestas en sí mismas. El diácono nació y vive en Tierra Blanca. Tiene hijos. Tiene esposa. “Aquí todos nos conocemos”, dice. 

 

Tras hablar con él, localizamos a una persona con la que nos habían recomendado conversar. La regla del señor B es clara: sin grabadora. Así se habla en zona de Zetas.  

 

A estas alturas, es difícil obtener información nueva, incluso bajo estas normas de secretismo. “Te puedo decir que aquí todos conocen al mero mero de Los Zetas, Chito le dicen, vive ahí en el cerro, es el que secuestra migrantes, pero nadie lo va a denunciar”, dice el señor B.  

 

En Coatzacoalcos alguien muy conectado con lo que pasa en Tierra Blanca nos había lanzado una advertencia: “Si llegan ahí preguntando por los secuestros, Los Zetas tardarán unos ocho minutos en saberlo”. Era hora de irnos. 

 

“Ya no pasaremos por aquí” 

 

En 2006, era común escuchar en el sur mexicano historias de migrantes que, con terror, se quejaban de los operativos en el tren. Aquellos donde, casi siempre de noche, los agentes de migración, policías federales o militares encendían sus luces repentinamente, la máquina paraba y todos se echaban a correr. Era un sálvese quien pueda. Muchas veces, esos operativos ocurrían en sitios que flanqueaban los vagones con dos empinadas pendientes. Había hasta dos operativos semanales en cada ruta. 

 

Durante ese año y 2007, hubo un incremento en las denuncias que dejaban del lado de los bandidos a las autoridades: militares, policías de todas las corporaciones, agentes de migración. Entre mayo de 2006 y abril de 2007, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales encuestó a 1,700 indocumentados centroamericanos que transitaban por México. Reportaron haber sido objeto de 2,506 violaciones a sus derechos humanos. La CNDH documentó tres casos donde se utilizaron cárceles comunes para detener a indocumentados. En una hubo una violación, en otra un muerto; y en otras dos recomendaciones se habló de tortura: una en una estación migratoria, contra un menor hondureño; y otra por militares, contra un guatemalteco. 

 

Visto está que los policías no han pasado a ser protectores de los migrantes, pero las denuncias de asaltos de este tipo han disminuido, coincidiendo con el aumento de los testimonios que involucran al crimen organizado. Las voces de la CNDH y de los encargados de albergues fueron escuchadas y los operativos donde muchos perdían piernas y brazos disminuyeron, pero los mismos promotores de esto ven sorprendidos cómo una batalla ganada coincidió con el inicio de otra que ni el gobierno mexicano ha conseguido descifrar: la lucha contra el crimen organizado y su capacidad para corromper al aparato estatal.  

 

La misma Procuraduría General de la República reconoció hace dos meses en un documento que en estos años de gobierno se ha pasado de un problema “esporádico” a uno “sistemático” en los secuestros. Además admite que casi nunca nadie denuncia, no solo por temor a los secuestradores, sino que “a las propias autoridades locales, a quienes se les vincula con protección a los grupos que deberían perseguir”. 

 

En 2008 los asaltos siguen cometiéndose con la misma frecuencia, pero eso se queda como una queja leve, como una cuota obligatoria y normal para el que quiere llegar a Estados Unidos. Este año los secuestros han irrumpido violentamente en el camino de los migrantes y, a un paso acelerado, sus víctimas aparecen por todas partes. 

 

Es 30 de septiembre en Ciudad Ixtepec, fuera de la ruta más caliente de los secuestros. Ahí están Gustavo y Arturo, de 16 y 18 años, ambos de la aldea El Cimarrón, en Puerto Barrios, Guatemala. De ahí salieron, y para allá van de regreso. 

 

Los secuestraron. Fueron Los Zetas, dicen. Hace dos días que recuperaron su libertad. Fue en las vías de Orizaba, entre Tierra Blanca y Lechería. Pasó a las 4 de la mañana. Siete hombres armados los levantaron: “¡Vaya, hijos de puta, al que se corra lo baleamos!”. Fueron tres días de plagio. Fueron 500 dólares de rescate. Fueron varias horas de golpes y amenazas, encerrados en un cuarto. “Nos pateaban, dijeron que a los que no dieran un número de teléfono les iban a sacar un riñón”, cuenta Arturo. Dice que lo querían marcar con un fierro de caballo en forma de Z, calentado con un soplete. Que un gordo al que conocieron en Arriaga, debajo de Ixtepec, y del que se hizo amigo, era uno de ellos. Que a él le habían contado que tenían familiares en Estados Unidos. Les dijeron que una noche antes de su llegada habían liberado a unos 30 migrantes.

 

“Los escuchábamos hablar y parece que eran un grupo nuevo, que estaba uniéndose a Los Zetas”, asegura el guatemalteco. El negocio va viento en popa, no es raro que se necesite a nuevos agentes. 

 

Una de las noches que estuvieron secuestrados, los delincuentes volvieron sangrando. “¡Eran como 100 migrantes con piedras, machetes, y palos, y nos dieron una madriza!”, escucharon los muchachos el relato de sus victimarios. “Pero esto no nos volverá a pasar – rabiaban – ya, ya nos va a llegar el cargamento de armas de allá arriba, y entonces sí les vamos a partir su madre”.  

 

Los amenazaban con sacarles más dinero, pero Gustavo rogó: “Ya pagamos, déjennos ir, les prometemos que no volveremos a pasar por aquí, nos vamos a regresar”. No se molestaron en sacarlos de noche. Ni en carro. Los llevaron caminando a punta de pistola, a las cuatro de la tarde, hasta la estación del ferrocarril. Gustavo y Arturo recuerdan que mientras pasaban, las ventanas y puertas de las casas se iban cerrando. 

CUADERNO DE VIAJE
Todo se va al carajo

Escribo esto mientras un tren desgarra su potente pito a unos metros de aquí. Ese horrible gusano lleva a unos 50 indocumentados centroamericanos prendidos como garrapatas de su lomo. Viajarán ocho horas y lo más probable es que cuando lleguen a la siguiente estación los secuestren. 


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Sobreviviendo al sur

El sur de México funciona como un embudo para los miles de migrantes centroamericanos. Ahí, muchos de ellos declinan aterrorizados de su viaje a Estados Unidos. Secuestros masivos, violaciones tumultuarias, mutilaciones en las vías del tren que abordan como polizones, bandas del crimen organizado que convierten a los indocumentados en mercancía. Este es el inicio de un viaje. Esta es apenas la puerta de entrada a un país que tienen que recorrer completo.


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El muro de agua

Nadie sabe ni de cerca cuántos cadáveres de migrantes se ha llevado el río Bravo. Este caudal que cubre casi la mitad de la frontera entre México y Estados Unidos suele arrojar cada mes algunos cuerpos hinchados. Enclavado entre uno de los puntos fronterizos de más constante contrabando de drogas y armas, el río, cumple su función de ser un obstáculo natural. Uno letal.


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