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El Salvador / Política
Viernes, 19 de noviembre de 2021
30/nov/2021
La reelección en El Salvador es sinónimo de dictadura
El último presidente salvadoreño que se reeligió fue el dictador Maximiliano Hernández Martínez. La prohibición constitucional para que un presidente se reelija data desde el siglo XIX y es una tradición basada en episodios concretos y lecciones dolorosas de historia que se ha ido reflejando en las constituciones salvadoreñas prácticamente desde que el país se independizó. La nueva interpretación, que permitiría a Nayib Bukele reelegirse, devuelve a El Salvador a un tiempo donde la democracia existía solo en papel.
Nelson Rauda
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El mayor Roberto d’Aubuisson, en traje y corbata, contaba a mano los votos de los diputados, ayudándose de un lapicero y haciendo cuentas audiblemente. Corría el 28 de septiembre de 1983 y la Asamblea Constituyente estaba reunida en el Salón Azul, el mismo que ahora conocemos, pero con más muebles de madera y menos escaños: la Asamblea estaba conformada por 60 diputados, 24 menos de los que tiene ahora. Los diputados estaban aprobando el Título III de la Constitución: “El Estado, su forma de gobierno y sistema político”.

Discutían por casi todo, de forma y fondo. Ni siquiera los artículos que parecerían obvios en contenido fueron aprobados a la carrera. Para la aprobación del artículo 83, por ejemplo, que dice que El Salvador es un Estado soberano, llevaban discutiendo día y medio el texto preciso cuando decidieron ponerlo en pausa para avanzar en el articulado. También pospusieron el artículo 84, que establece los límites territoriales del país. El artículo 85 conllevó una larga discusión sobre el significado del término “pluralista” para el sistema político. El 86 empezó con una discusión semántica sobre el uso de la palabra “poderes” u “órganos” para referirse a las tres ramas del Estado y se extendió a una discusión de autores constitucionalistas europeos.

El artículo 87, el mismo que menciona el derecho a la insurrección y que fue invocado por el Gobierno de Bukele cuando no controlaba la Asamblea Legislativa, tuvo todo un debate teórico de fondo. En su origen, los diputados hablaron de la relación de ese artículo con el derecho a la resistencia de la Revolución Francesa y agregaron una frase que blindaba la Constitución que estaban creando: en caso de insurrección, esta solo serviría para separar a los funcionarios que rompieran el orden constitucional, pero no implicaría una reforma constitucional automática.

Esa era la tónica. Cada artículo fue discutido minuciosamente por las seis diferentes fracciones que componían el congreso salvadoreño y luego cada fracción tenía el derecho a responder. Por eso lo que pasó con el artículo 88 fue raro. A la hora de discutirlo, nadie pidió la palabra. Nadie objetó. Todos votaron unánimemente. Ese artículo dice: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de Gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”.

El oficialismo se refiere al texto del 83 como la “Constitución de d’Aubuisson”, un peyorativo en alusión al fundador de Arena y conspirador del asesinato de monseñor Romero que presidió la Asamblea Constituyente. Esa perspectiva simplifica e ignora cinco meses de trabajo y discusión en una Asamblea Constituyente formada por 60 diputados en los que solo 19 eran de Arena. También ignora que se trata de un documento desarrollado sobre décadas de constitucionalismo salvadoreño en el que la democracia es, al menos en el papel, una forma de gobierno innegociable.
Roberto d´Aubuisson preside una sesión plenaria de la Asamblea Constituyente de 1983, donde se discutía la aprobación de la Constitución Política de El Salvador, en el Salón Azul de la Asamblea Legislativa. Foto de El Faro: Archivo.
La prohibición de la reelección presidencial en El Salvador es una tradición constitucional informada en episodios concretos y lecciones dolorosas de los 200 años de Independencia del país. La última vez que se escribió una Constitución, los diputados incluyeron seis artículos clave en los que blindaron al país contra esa posibilidad. Treinta y ocho años más tarde, la interpretación de la Sala Constitucional impuesta por Bukele utiliza la semántica para argumentar que un presidente puede estar 10 años en el cargo: como Nayib Bukele es presidente 2019-2024, no fue presidente en el periodo anterior 2014-2019. La prohibición, por tanto, no aplica para él; puede inscribirse a la elección y, si gana, gobernar entre 2024 y 2029. Será hasta entonces, si busca un tercer período, que le aplicarían todas las prohibiciones de la Constitución.

Esa interpelación de la Sala ilegalmente elegida es un intento de cambiar la historia constitucional y va contra las lecciones que llevaron a cerrar con llave la posibilidad.

El Faro revisó cientos de páginas de las sesiones de discusión y aprobación del proyecto de la Constitución de 1983, horas de grabación de las sesiones, periódicos de la época y consultó a expertos constitucionalistas. Para aprobar el artículo 88 y otros cinco artículos clave que prohíben la reelección de un presidente, la Asamblea logró un consenso sin contradicciones.

El artículo 75 de la Constitución habla de la pérdida de derechos de ciudadanos para quien promueva la reelección del presidente. Se aprobó el 20 de septiembre de 1983, con 59 votos.

El artículo que prohíbe a la persona que haya ejercido la presidencia continuar en sus funciones “un día más” (antes 150, ahora artículo 154) se aprobó sin ninguna observación, ese mismo día, con 54 votos.

El artículo que describe las funciones de la Asamblea (131 de la Constitución desde 1992, 127 de la de 1983) tiene 38 numerales. El 16 dice que la Asamblea debe “desconocer obligatoriamente al presidente de la República o al que haga sus veces cuando, terminado su período constitucional, continúe en el ejercicio del cargo”. Se aprobó con 57 votos, sin observaciones, en la tarde del 8 de noviembre de 1983.

El que ahora es el artículo 152 (era el 148 en la versión de 1983) prohíbe a quien haya desempeñado la Presidencia de la República por más de seis meses consecutivos o no durante el período inmediato anterior su postulación al cargo. Se aprobó, con 55 votos, el 11 de noviembre de 1983.

Por último, el artículo 248 es una especie de candado que se pone a una puerta previamente cerrada. Habla de la manera de reformar la Constitución y dice: “no podrán reformarse en ningún caso los artículos de esta Constitución que se refieren a la forma y sistema de Gobierno, al territorio de la República y a la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República”. Ese inciso, al igual que el artículo 88, tampoco se discutió y se aprobó el 24 de noviembre de 1983, con 35 votos.

Ese nivel de acuerdo no es poco para un país que se desangraba en plena guerra mientras los diputados discutían y celebraban una nueva Constitución. Esos artículos se mantuvieron intocables en las reformas a la Constitución que se hicieron cuando finalizó la guerra. Para una clase política y un país tan divididos durante 12 años de conflicto, una idea estaba clara: no es buena idea que un presidente se reelija.


Bajo las balas

La Asamblea Constituyente fue electa en marzo de 1982. Una forma de explicar la tensión política de aquellos años es la del politólogo Álvaro Artiga, que ubica a los partidos en términos de su posición hacia el régimen y el sistema de gobierno. Así, el FMLN era antirrégimen y antisistema, y no participaba en el sistema político partidario. Los más conservadores, prorrégimen y prosistema, eran el recién formado Arena (septiembre de 1981) y el PCN, el partido de las dictaduras militares. El Partido Demócrata Cristiano (PDC) jugaba el papel de oposición (antirrégimen pero prosistema).

De los 60 diputados, el PDC obtuvo 24, demostrando la fuerza que llevaría a Napoleón Duarte a ganar la presidencia dos años más tarde (aunque Duarte ya había sido presidente del país, en la tercera Junta Revolucionaria de Gobierno). Entre 1982 y 1984, todos los partidos tenían ministros como parte de un gobierno de “unidad nacional”. En las elecciones del 82, la Arena del mayor Roberto d’Aubuisson obtuvo 19 votos y se aseguró el control de la mayoría en una alianza con el PCN, que consiguió 14 escaños. El PCN se dividió muy pronto en la Constituyente: nueve de sus diputados formaron el Partido Auténtico Institucional Salvadoreño (PAISA), pero mantuvieron su alineamiento con Arena en la mayoría de temas. Los otros tres lugares los ocuparon partidos minoritarios: uno del Partido Popular Salvadoreño (PPS), y dos de Acción Democrática (AD).

En términos de género, la división era mucho más desigual. Solo hubo siete diputadas constituyentes y cinco más en calidad de suplentes. Esto fue más evidente cuando se formó la comisión redactora de la Constitución: 13 hombres en un primer momento, aunque después se incorporaron otros ocho diputados, entre ellas quizá las dos mujeres de mayor peso en esa Asamblea: María Julia Castillo, del PCN, la primera presidenta de la Asamblea Legislativa; y Gloria Salguero Gross, fundadora de Arena, y años más tarde vicepresidenta de la Asamblea.

La Comisión Redactora empezó su trabajo con tres acuerdos: basarse en la Constitución de 1962, convocar a diferentes organizaciones sociales y gremiales para opinar y pedir opinión a diferentes instituciones. “Además se consultaron las Constituciones de todos los países de América Latina, de España y otros países europeos , así como también compendios y tratados sobre Derecho Constitucional y otras disciplinas jurídicas y filosóficas”, según el informe que la comisión redactora de la Constitución presentó al pleno.

Lograr acuerdos en el contexto de la guerra civil fue un desafío desde la propia elección, que los medios catalogaron “bajo las balas”. El FMLN, entonces guerrilla, amenazó con boicotear el proceso: la votación no se pudo llevar a cabo en 21 municipios y hubo ataques a las cabeceras de Morazán, Chalatenango y Usulután, según describió la revista Proceso, un semanario de la Universidad Centroamericana (UCA) que resumía los hechos políticos.
Diputados votan durante una sesión plenaria para aprobar un artículo de la Constitución, en la Asamblea Constituyente de 1983. Foto de El Faro: Archivo.
El país atravesaba los que, según la Comisión de la Verdad, fueron los años más cruentos de la guerra. Mientras tanto los diputados constituyentes se reunían en el Salón Azul, al cual la Asamblea se había trasladado en 1975. Discutieron largo: técnicamente, la Constitución se aprobó en una sesión solemne que se suspendió al finalizar cada plenaria, entre el 22 de julio y el 20 de diciembre de 1983. Las sesiones duraban unas cinco o seis horas, de lunes a viernes. Pero ni ellos podían escapar a la violenta realidad del país. En el pleno se denunció la desaparición del diputado suplente del PDC Oseas Perla y el atentado contra el diputado arenero Prudencio Palma Duque, quien sobrevivió después de que dispararan tres veces a una llanta de su vehículo, ocasionando un choque que lo incapacitó por cinco semanas.

La discusión y consecución de acuerdos entre opositores, en una Asamblea asediada por las balas, contrasta inevitablemente con el papel de la Asamblea del Bicentenario. En el primer mes y medio de trabajo, esta Asamblea ha aprobado 65 decretos, 55 de ellos enviados por la Presidencia, según un análisis de La Prensa Gráfica. Al no necesitar acuerdos con la oposición, las discusiones son irrelevantes y la Asamblea reduce su papel al de simple ejecutora de los designios presidenciales. Asuntos trascendentales como la destitución de magistrados de la Sala de lo Constitucional, fiscal general, la purga de un tercio de jueces del país basados en su edad o la adopción de una nueva moneda, se han tomado en cuestión de horas, incluso con el método exprés de aprobación conocido como dispensa de trámite.

Discutir la Constitución del 83 fue mucho más complejo. Después de la lectura de cada una de las secciones y los artículos, Ricardo González Camacho, relator de la Comisión Redactora, se encargaba de leer la parte del informe sobre cada sección y acentuar los puntos que le parecían importantes. El abogado González Camacho hablaba pausado y lucía como una caricatura de Groucho Marx, detrás de su prominente nariz, grueso bigote y grandes anteojos, además de una creciente frente que combatía con el resto de su cabello engominado y peinado hacia la derecha. González Camacho fue electo por San Salvador como uno de los dos diputados constituyentes de un desaparecido partido de logotipo naranja, Acción Democrática, y es considerado por varios constitucionalistas como uno de los padres de la Constitución vigente. En sus explicaciones era común citar de memoria a autores como Raymond Carré de Malberg, Maurice Duberger o Karl Loewenstein (clásicos en los currículos universitarios sobre derecho constitucional), o traducía en vivo cuando encontraba en sus libros expresiones en francés.

"Respecto de la incompatibilidad del que ha desempeñado la Presidencia de la República”, dijo González Camacho, “se califica en el proyecto de manera que este desempeño dure más de seis meses, consecutivos o no, durante el período inmediato anterior o dentro de los últimos seis meses anteriores a la fecha del inicio del período presidencial”. Esto era para permitirle a un vicepresidente o designado participar en la elección, siempre que haya ejercido la presidencia en “períodos muy cortos o en época que no pueda afectar los resultados del proceso electoral”.

En esas incompatibilidades, también incluyó las figuras del presidente de la Asamblea Legislativa o de la Corte Suprema de Justicia “durante el año anterior al día del inicio del período presidencial”. ¿La razón? El presidente de la Asamblea “ejerce gran influencia en el orden político” y puede “aprovechar esta situación para inclinar a su favor el proceso electoral”. El Salvador de los 70 vio grandes fraudes electorales, especialmente en 1972 y 1977, que favorecieron al PCN. La restricción sobre el presidente de la Corte parecía más obvia: “su cargo es absolutamente incompatible con toda actividad de orden político partidista”. Adicionalmente, también se prohibió la inscripción como candidatos a los militares “que estuvieren de alta o lo hayan estado en los tres últimos años al inicio del período presidencial”. Eso era menos obvio y un poco iluso. Diferentes historiadores sitúan el poder real en el Ministerio de Defensa durante la década de los 80 y la presidencia la ejercía en ese momento el banquero Álvaro Magaña, gestor de un acuerdo entre la Fuerza Armada, los partidos y el gobierno de Estados Unidos, que lo prefería antes que a un extremista como d’Aubuisson.

Para empezar a aprobar esa sección hubo varios debates. Por ejemplo, Genaro Pastore, el único diputado del Partido Popular Salvadoreño, objetó el mínimo de edad de 30 años que debería tener un presidente. “Un puesto de tanta responsabilidad, como es el de ser un Jefe de Estado, debe de gozar de una experiencia, debe de tener un bagaje de conocimientos de estadista, sea porque los ha adquirido o sea por intuición”, dijo.
La bancada de Nuevas Ideas celebra el nombramiento de Ernesto Castro, amigo y socio del presidente Nayib Bukele, como nuevo presidente de la junta directiva de la Asamblea Legislativa en la sesión del 1 de mayo del 2021. Foto de El Faro: Carlos Barrera
En realidad, El Salvador ya había tenido un joven presidente: el general y caudillo Tomás Regalado tenía 37 años cuando asumió la presidencia en 1898, inaugurando el siglo XX político. Regalado participó en un golpe de Estado y reorganizó los bloques de poder. Se legitimó un año después del golpe, en elecciones sin competencia en 1899, pero no se reeligió pese a su popularidad: la reelección ya estaba prohibida en 1886 y Regalado la respetó.

El diputado Pastore omitió esa parte de la historia. “Ningún partido político ha escogido para candidato presidencial, a una persona, a un hombre que tenga treinta años”, dijo Pastore. “Hemos analizado muchas administraciones en Latinoamérica, en Europa y hasta en Estados Unidos, hemos buscado candidatos presidenciales que tengan 30 años; nos acercamos más a Kennedy, que tenía cuando tiró su candidatura 40, o 45 años”, dijo Pastore. Kennedy tenía 43 cuando asumió y Pastore quería que el mínimo fuera 35 años. Pastore había hecho el mismo punto en una discusión de un artículo anterior, respecto al requisito de edad para ser diputado: 25 años. González Camacho le había replicado que era absurdo: que Napoleón fue emperador de Francia a los 30 años y que a la edad de Pastore, 54 años, ya estaba muerto, lo cual hizo a Pastore objeto de burlas tras una sonora carcajada del pleno.

El ejemplo puede parecer risible, pero ilustra lo minucioso de los debates al texto. Hubo temas más álgidos, como el límite a la propiedad privada rural. La postura enfrentaba a la derecha y a la oposición más liberal. Tres años antes de la formación de la Asamblea Constituyente, el Estado había implementado una política para tratar de aliviar la profunda desigualdad que estaba a la base del conflicto armado: la posesión de la tierra. Había en el país 238 propiedades de más de 500 hectáreas. El Estado expropió 25 % de los latifundios agrícolas y la vendió a cooperativas de campesinos, a precios cómodos. Esa política, la Reforma Agraria, suponía tener más fases. Según el mayor d’Aubuisson, continuar su implementación iba “a acabar con la producción, con la economía del país y entonces sí perderemos la guerra y caeremos en ·manos del comunismo”. Mientras que para el PDC, el propósito era "sacar al campesino de la marginación económica y cultural en que se le ha mantenido”. El debate sobre los artículos 104 y 105 estancó las discusiones entre septiembre y noviembre, y tuvo que posponerse para avanzar en otros aspectos. Finalmente, se acordó un texto y un límite: ninguna persona o empresa puede tener una tierra rústica mayor de 245 hectáreas.

Pero los límites al periodo presidencial de cinco años y la prohibición de la reelección nunca estuvieron en duda. Es más, para los diputados constituyentes ni siquiera ameritó discusión la pérdida de los derechos ciudadanos a cualquiera que proponga la reelección presidencial.


“Es bien evidente que la Constitución se defiende a sí misma”

Hay tradiciones en el constitucionalismo tan obvias que los Estados dan por hecho y llegan al punto de no incluirlas en sus textos legales. La Constitución de Estados Unidos, por ejemplo, no reconoce el derecho a la vida. “Es tan obvio que el Estado lo tiene que respetar que ni siquiera lo pone”, explica Rodolfo González, exmagistrado constitucionalista y presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, sección El Salvador (IIDC). González argumenta que prohibir la reelección presidencial es una de esas tradiciones en el constitucionalismo salvadoreño. “Eso tiene un gran peso a la hora de interpretar. No se puede cambiar en una sentencia, sino en una Asamblea Constituyente”, dice sobre la resolución de la Sala impuesta por el Bukelismo que abrió la puerta a la reelección.

El IIDC hizo un estudio sobre el asunto basándose en la Constitución de 1841, segunda en la historia salvadoreña, pero primera como Estado independiente. Esa Constitución limitaba el periodo presidencial a dos años y especificaba que el mandatario “no podrá ser reelecto hasta que pase igual periodo”. El mismo artículo se repitió en la Constitución de 1871, casi idéntico. Un año después se modificó el periodo presidencial de dos a cuatro años, pero siempre sin posibilidad de reengancharse.

En 1886 se incorporaron tres prohibiciones adicionales. El presidente saliente no podía tampoco ser electo vicepresidente, se añadió el candado constitucional a las reformas relativas a la reelección y se añadió un castigo a quien promoviera la idea: la pérdida de derechos de ciudadano.

La idea de la reelección presidencial devuelve a El Salvador al siglo 19. Recién independizado el país, cuatro mandatarios sucumbieron a la tentación de perpetrarse en el poder. Doroteo Vasconcelos se reeligió en 1859, utilizando una enmienda constitucional. Luego, Francisco Dueñas, Santiago González y Rafael Zaldívar también se reeligieron en un convulso periodo entre 1864 y 1883. González y Zaldívar escribieron dos constituciones cada uno, en el afán de reelegirse. Curiosamente, Bukele, que ya evidenció la misma intención, también comisionó a su vicepresidente Félix Ulloa la escritura de una nueva constitución.
Presidente de la Asamblea Legislativa, Ernesto Castro, juramenta a Óscar López Jerez (derecha) como presidente de la CSJ el 1 de mayo de 2021. López Jerez preside la Sala de lo Constitucional que avaló la reelección presidencial. Foto: Cortesía/Asamblea Legislativa
El siglo 20 político trajo más regularidad en la alternancia con una excepción: el general Maximiliano Hernández Martínez, genocida de la población indígena. Hernández Martínez es, de hecho, el último presidente en la historia salvadoreña en reelegirse. O sea, el último presidente salvadoreño que se reeligió fue un dictador. Pero incluso para el dictador la reelección fue un problema social. Su intención de postularse nuevamente a una reelección fue uno de los factores que contribuyó a su caída, tras un alzamiento social, en 1944. En la Constitución de Hernández Martínez, de 1939, también se prohibió la reelección, salvo la excepción que el dictador se concedió a sí mismo. Esa Constitución incorporó una nueva prohibición: los parientes del presidente (incluidos hermanos, primos, hijos o parientes de su cónyuge) tampoco podían aspirar al cargo.

Rodolfo González explica que “las experiencias positivas y negativas que vive cada sociedad van reflejándolas en sus nuevas constituciones”. Cuando El Salvador prohibió en su constitución que los parientes del presidente participaran en elecciones, venía saliendo de dos décadas (1913-1931) en las que el poder rotó entre las familias Meléndez- Quiñones- Romero. Algo similar ocurre con la reelección presidencial. “Son dos siglos que en Latinoamérica, Centroamérica y El Salvador hemos vivido embates de un caudillismo, de un personalismo en el ejercicio del poder y se refleja en estas disposiciones”, recuerda González.

En la Constitución de 1950, la prohibición se mantuvo suprimiendo o incorporando algunas de estas variantes. 1962 confirmó el peso de la historia antirreelecionista. El líder del golpe de Estado de enero de 1961 favoreció la convocatoria a una Constituyente para superar la prohibición a la presidencia que le planteaba la constitución de 1950, pues él había ocupado el Ejecutivo a raíz del golpe. Aunque en el país no hubiera elecciones libres y se viviera una sangrienta represión, al menos en el papel se manifestaba la vocación por la alternabilidad.

La Constitución del 83, la actual, es un producto de todos esos elementos. “Los artículos que se refieren al periodo presidencial no pueden ser reformados, si el fulano que está en el cargo quiere reelegirse, la Asamblea lo puede desconocer, el pueblo puede lanzarse a las calles ejerciendo el derecho de insurrección si quiere haber perpetuación, los ciudadanos que promuevan la continuidad del presidente pierden sus derechos políticos”, resume González. “Es bien evidente que la Constitución se defiende a sí misma”, concluye.


“Sin democracia seguiremos en un Estado con tiranuelos”

Tener una Asamblea bien pagada y que usa una gran cantidad de recursos públicos para su funcionamiento bien podría ser una tradición salvadoreña. Las críticas en ese sentido llevan iguales unos 40 años.

“La Constitución que nos darán nuestros patriotas padres de la patria será de oro", criticaba un artículo de La Prensa Gráfica, en crítica directa a los sueldos de los diputados constituyentes. El mayor Roberto d’Aubuisson, según ese artículo, ganaba 10 000 colones mensuales, los otros ocho diputados que conformaban la directiva ganaban 8000 colones mensuales cada uno, y el resto de los 51 diputados recibían 5000 colones al mes. En 1983, el salario mínimo rondaba entre 200 y 300 colones al mes.

La crítica de LPG, reseñada en la edición 126 de la revista Proceso del 9 de octubre de 1983, además, señalaba que los “millones en salarios no reflejan en su totalidad el costo de la Asamblea, ya que no se toma en cuenta todo el resto de personal que labora para atender a los diputados, el consumo de gasolina de los directivos, depreciación de vehículos, mobiliario, papelería, etc., además del consumo de café y ‘otras 'bebidas' para los recesos prolongados".

Pero hasta para esa Asamblea Constituyente, al menos discursivamente, la democracia era innegociable.

“La Comisión concibe a El Salvador como una República democrática y se ha esforzado en preparar un proyecto de ley fundamental en que, en virtud del equilibrio en el ejercicio del poder, el sistema democrático sea vivencia genuina y no una simple declaración semántica”, dice el informe de la Comisión Redactora de la Constitución.

En ese entonces, la reelección se asociaba como enemiga de la democracia y cercana al comunismo, el enemigo político de los 80 encarnado en la guerrilla, pero también azuzado desde afuera, con el cercano espejo de Nicaragua, la perpetuación del partido en el poder en Cuba y en plena Guerra Fría entre Washington D.C. y Moscú. Décadas más tarde, a mediados de 2000, la derecha usó electoralmente la idea de que el FMLN llegaría al poder para mantenerse y no aceptaría la alternabilidad. Irónicamente, un gobierno que se presume como “pos ideología” pero que ejerce como neoliberal es el que ha preparado el escenario para romper la alternabilidad.

Los diputados constituyentes incluyeron la consideración extrema del derecho y el deber de la insurrección. “No se trata de cualquier alteración, sino que está circunscrita a la transgresión a la forma de Gobierno, esto es, a la forma republicana, al sistema político pluralista democrático y representativo y a las graves violaciones a los derechos consagrados en la Constitución, vale decir, las garantías y derechos fundamentales, sin cuyo respeto, la vida de los ciudadanos se vuelve insoportable”, leyó el diputado González Camacho del informe.

Luis Nelson Segovia, uno de los dos diputados de Acción Democrática, recordó, en la sesión del 28 de septiembre del 83, que ese extremo de “legalizar la insurrección” surgió como respuesta a las dictaduras. “El derecho a la insurrección hace mención del famoso derecho de la resistencia a la opresión, que se manifiesta como uno de los principios fundamentales de la Revolución Francesa”, dijo Segovia.

Pero aún en esos casos extremos, los constituyentes privilegiaban una idea de separación de poderes. La idea de que “El Estado no será jamás el patrimonio de ninguna familia ni persona”, apertura de la primera Constitución salvadoreña (1824), persiste. El informe de la Comisión Redactora lo dejó de esta manera: “Aún en estas circunstancias excepcionales, se debe mantener la independencia de los distintos Órganos, en cuanto a sus atribuciones y competencias, en la formulación de la voluntad política. Ni una sola persona, ni una Junta, ni un Consejo, podrán tener simultáneamente, las facultades que en la Constitución se confiere al Órgano Legislativo, Ejecutivo o Judicial”.
Junta directiva de Sesión de la Asamblea Constituyente, que aprobó la Constitución en sesiones entre el 22 de julio y el 20 de diciembre de 1983. Foto de El Faro: Archivo.
La idea de imponer límites al poder estaba diseminada en toda la discusión. Carlos Crespín, vocero del partido Paisa dijo, en la sesión del 22 de septiembre de 1983, que era necesario limitar al presidente no solo legalmente, sino también moral y éticamente. “Si un gobernante que hiciera gala del nepotismo, que nos da un pariente en Migración, otro en ANTEL, otro en la Alcaldía, otro en la Gobernación, eso no es inconstitucional, pero es inmoral”, ejemplificó Crespín. En el año del Bicentenario, el presidente Bukele tiene a sus tres hermanos como principales asesores, a otro hermano en el INDES, y a otro pariente como secretario de Comercio. En su gobierno, el nepotismo es tan común que el hijo de la ministra de Educación es el ministro de Gobernación. El premonitorio diputado Crespín añadió: “Los pueblos no siempre saben distinguir, para que los gobiernen, a sus líderes positivos de sus líderes negativos. Creo también que es lógico lo que yo digo, que debemos de limitar (la soberanía) a lo honesto, justo y conveniente que en lo absoluto no nos conduzca a ningún estatismo o a cualquier otra clase de dictadura”.

La lucha por la democracia reflejaba el espíritu de los tiempos. No solamente en las participaciones de los diputados o en la concurrencia electoral, sino de algunos representantes de grupos de sociedad civil que fueron invitados a dar su opinión. El 27 de julio de 1983, Felipe Rovira Mixco, acudió a la Asamblea como representante de la Cooperativa Industrial Electrónica Nacional. “Los cambios que se aconsejan son nacidos de la esperanza de que no estemos nuevamente creando un caciquismo presidencialista”, dijo Rovira. “La alternabilidad (...) sin poder ser reelecto el Presidente y Vice-Presidente, busca una democracia representativa y participativa (...) el costo de la democracia es la garantía de la libertad, de lo contrario seguiremos con un estado con tiranuelos que son marionetas de grupos o castas privilegiadas que nos han subyugado desde la Independencia de España”, agregó Rovirá y remató: “logremos hoy nuestra verdadera Independencia”. 200 años después, esa pujanza entre democracia y autoritarismo no ha desaparecido en El Salvador.
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Valeria Guzmán, Nelson Rauda y María Luz Nóchez
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200 años de lucha por la emancipación en El Salvador (Antonio Bonilla)

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