El Ágora / Cultura

Orfandad y herencias literarias

'¿Cómo pude persistir en un empeño que a todas luces resultaba necedad en el medio en el que me formé, en la familia de la que procedo, en el país en el que crecí y donde comencé a recorrer esa ruta?', se pregunta el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya. En este texto, leído en Casa de América de Madrid, en junio 2019, el autor explica la sensación de orfandad pese a la tradición literaria nacional que le antecedió, y cómo encontró en Roque Dalton la única excepción a la 'sed de contemporaneidad y universalidad propia del joven escritor'.


Jueves, 13 de febrero de 2020
Horacio Castellanos Moya

Horacio Castellanos Moya ha sido traducido a más de una docena de idiomas extranjeros. Foto: Daniel Mordzinzki.
Horacio Castellanos Moya ha sido traducido a más de una docena de idiomas extranjeros. Foto: Daniel Mordzinzki.

Rara es la ruta por la que un escritor descubre su vocación, su destino. No sólo rara, sino también única. Cuando trato de visualizarla, cuando trato de entender cómo he llegado a escribir los libros que he escrito, los libros que me tienen aquí ante ustedes, ante su generosidad como lectores y como estudiosos de la literatura, siento una especie de azoro. ¿Cómo pude persistir en un empeño que a todas luces resultaba necedad en el medio en el que me formé, en la familia de la que procedo, en el país en el que crecí y donde comencé a recorrer esa ruta?

No fui lector ni escritor precoz. Procedo de una familia en la que la literatura era tema vedado, una familia que esperaba que yo siguiera la ruta típica para un joven de mi medio, es decir, que me convirtiera en un profesional serio, respetable. Y ser escritor no era considerado algo serio, respetable, sino todo lo contrario: un pretexto para el vicio, la vagancia y la pobreza. Por eso, cuando al final de mi adolescencia comencé a leer y a ser poseído por el diablo de la escritura, mi familia fue víctima de cierto espanto y me ofreció estímulos para que evitara esa ruta. No les hubiese importado que fuese abogado y escritor, médico y escritor, ingeniero y escritor, una fórmula que garantizara nuestra respetabilidad. Pero era muy tarde: yo ya estaba encaminado y empecinado en lo mío, y había una guerra civil en el horizonte que haría volar por los aires la realidad que habitábamos.

Pasaron algunos años antes de que yo pudiera atar cabos sobre el porqué del espanto de mi familia ante la posibilidad de que yo quisiera ser escritor, sobre el porqué la literatura y la escritura fueron siempre temas vedados. Un tío, primo hermano de mi madre, de nombre David Moya Posas, y a quien no conocí, había sido poeta y había muerto víctima de una sobredosis de alcohol y barbitúricos. No se hablaba de él en casa. Y las anécdotas sobre su trágica vida, y su más trágica muerte, las escuché de boca del gran poeta hondureño Roberto Sosa, su compañero de generación, quien me las contó mientras conversábamos en cervecerías de Tegucigalpa en 1981.

Otro cabo que até es que mi abuela materna, Emma, había sido poeta. Nunca publicó un libro, pero sus versos fueron incluidos en una antología, gracias a la cual me enteré de sus andanzas literarias cuando yo comenzaba a publicar. El diablo de la escritura, empero, la abandonó muy pronto y se dedicó, como persona cauta y previsora, a cuidar e incrementar sus propiedades, que es tal como yo la recuerdo. En sus últimos años de vida se refería, sin embargo, con desprecio, y cierto odio, a Clementina Suárez, su amiga de adolescencia, juventud y pininos poéticos (ambas procedían del departamento hondureño de Olancho), y quien se convertiría en la más importante poeta de Honduras. Ahora me pregunto si la maledicencia de mi abuela hacia Clementina no sería hija de la envidia.

Por la rama paterna, otro tío, de nombre Jacinto, hermano mayor de mi padre, también publicó versos en sus años mozos, pero su verdadera pasión era la política. Y para ella vivió el resto de su vida, a salto de mata entre la cárcel y el exilio, como muchos casos perdidos para la literatura en tierras centroamericanas.

No es extraño, pues, el espanto que causó en mi familia la decisión de dedicarme a la literatura. Ser escritor, para ellos, era un sin sentido que sólo podía conducir al fracaso, sinónimo de falta de estatus y de pobreza. Mi tío David había sido víctima mortal de ese fracaso; mi abuela y mi otro tío lo habían evitado gracias a que expulsaron a la literatura de sus vidas. ¿Pero qué podía significar el fracaso para un joven que sentía una profunda repulsión hacia el mundo de valores de su familia, de la clase social en la que había crecido, del país que habitaba? ¿Qué podía significar el fracaso en medio de una sociedad tan descompuesta que muy pronto haría implosión por la guerra civil?

Uno de mis títulos favoritos es el que utilizó Julio Ramón Ribeyro para sus diarios, La tentación del fracaso. Cuando me pregunto cómo fue que pude romper ese primer círculo de defensa que se había tendido a mi alrededor, el círculo férreo de la familia, para evitar que asumiera mi vocación y destino, pienso que mucho tuvo que ver la tentación del fracaso, entendida como voluntad de ruptura, de riesgo, de encontrar la propia ruta; persistir en la tentación del fracaso como gesto de inconformidad, de rebeldía.

Fue a mediados de los años 70 cuando comencé a escribir poesía de forma compulsiva, como poseído, con unas pocas lecturas, sin haber tratado nunca a ningún escritor y sin idea de lo que era la vida literaria salvadoreña. Estudié con los hermanos maristas, la mayoría de ellos españoles; en una de mis novelas los traté muy mal y también he repetido que por culpa del hermano León –el profesor de Literatura durante el bachillerato– padecí durante varios años un rechazo visceral hacia la literatura clásica española. Pero debo reconocer que fue en la biblioteca del colegio privado marista donde encontré los primeros libros que me permitieron entender que la palabra escrita era lo mío: las letras de las canciones de Bob Dylan en la colección de Visor, una selección de poemas de Walt Whitman (cuántas veces habré leído extasiado el Canto a mí mismo a esa edad de los descubrimientos), las Cartas a un joven poeta de Rilke y una Antología General de la Poesía en El Salvador, compilada por José Roberto Cea, que me abrió el camino a dos poetas nacionales que me deslumbraron: Roque Dalton y Alfonso Quijada Urías. En tal biblioteca encontré, pues, esas primeras lecturas en las que un joven abreva como si fuesen la palabra de un misionero que nos convierte a una nueva religión

Recuerdo el candor que me embargaba cuando terminé mi primera colección de poemas y me dispuse a buscar una editorial que la publicara. No tenía ni la remota idea del páramo en que me encontraba. No había editoriales privadas independientes en El Salvador. Estaban la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación del régimen militar y la editorial de la Universidad Nacional, que por entonces permanecía ocupada por el ejército. No alcanzaba a ver la ruta a seguir. Había roto el primer círculo tendido por mi familia, pero entonces me tocó enfrentar el segundo círculo, aquel que podríamos denominar la vida literaria salvadoreña o, para entrar en la materia que anuncia el título de este texto, la herencia literaria nacional de la que tenía que hacer uso o la tradición en la que tenía que injertarme.

Lo primero era establecer un contacto, conocer a alguien que se dedicara a lo mismo que yo me dedicaba. Nadie de mis ex condiscípulos de colegio ni de los amigos del barrio donde había crecido tenía interés alguno en la literatura, mucho menos en la escritura. Y para entrar a la universidad a estudiar Letras faltaba casi un año, precisamente a causa de su ocupación por parte de los militares. Iluso de mí, encuaderné mi poemario y lo envié a la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, con la certeza y el entusiasmo de quien considera que su talento es un hecho que nadie puede dejar de reconocer y que el libro sería pronto publicado, sin la menor conciencia de que, al enviar aquel libro de poemas, lo que estaba haciendo era tirando una botella al mar como náufrago en isla desierta.

La providencia miró con simpatía mi gesto. Unas semanas más tarde, recibí una carta del editor de la Dirección de Publicaciones, en la que me agradecía el envío del libro, me adelantaba que por el momento no sería publicado, pero me invitaba a que lo visitara a su oficina. Su nombre me sonaba de una de esas soporíferas páginas literarias dominicales que publicaban los periódicos fascistoides de aquella época –que son los mismos de la actual. Imaginé que se trataba de uno de esos viejos literatos, con caspa en las solapas del saco y cierto olor a encierro y naftalina, pero, bueno —me dije—, tal vez lo convenzo de que publique mi libro.

Para mi sorpresa, Miguel Huezo Mixco era, a principios de 1977, un joven de 22 años, apenas tres años mayor que yo, pero con muchas más lecturas; cursaba segundo año de letras en la universidad jesuita y ya estaba casado, mientras que yo aún vivía en casa de mi madre. Hubo una reacción química inmediata entre nosotros. La amistad juvenil, que le llaman. Pronto fundamos una revista literaria artesanal. Consumíamos tardes y noches discutiendo sobre libros, sobre literatura salvadoreña y lo que significaba ser escritor en aquellos aciagos tiempos en El Salvador. Pero no los aburriré con el relato de una amistad. Lo que quiero mencionar es que yo entré a la tradición literaria salvadoreña no bajo la guía preceptora de un anquilosado sabihondo de los que tanto pululan en los países pequeños, sino junto a unos amigos con quienes compartimos la pasión del descubrimiento, el debate, la controversia; me sumergí en esa literatura con la emoción de la aventura.

Porque existe una tradición literaria en El Salvador, aunque sea prácticamente desconocida fuera de las fronteras nacionales, mencionaré algunos autores de los que algo aprendí y cuyos libros recuerdo con cariño: Arturo Ambrogi, un estupendo cronista, a quien Darío llamó enfant terrible, cuyos textos tienen tal ironía, fineza y hasta sorna que pueden herir como una hoja de afeitar; Antonio Rivas Bonilla con sus narraciones picarescas, en especial la novela Andanzas y malandanzas, que tiene como protagonista a Nerón, un hambriento e ingenioso perro de finca –motivo tan cervantino; Salvador Salazar Arrué (conocido como Salarrué), el más emblemático cuentista del país, que se sumergió como nadie en el alma y el habla de los campesinos y los niños salvadoreños de la primera mitad del siglo XX, y de quien Juan Rulfo hablaba con admiración; Miguel Ángel Espino, sobre cuya novela Hombres contra la muerte, publicada en 1948, escribí mi primer ensayo, hace la módica suma de cuarenta y un años. Y, por supuesto, los poetas, porque en esa época yo me consideraba poeta: Claudia Lars, Alberto Guerra Trigueros, Roque Dalton…

¿De dónde, entonces, la sensación de orfandad que tiempo después me acometió si había una tradición literaria nacional a mis espaldas? La verdad es que esa tradición, esa herencia geográfica, pronto me resultó pequeña, asfixiante. Eran autores que recogían ciertamente elementos de la identidad nacional y los convertían en literatura, pero en casi ninguno –y este casi es importante– encontré la contemporaneidad y la universalidad que demandaban el espíritu ambicioso del embrión de escritor que yo era en ese entonces. Había cruzado el primer círculo de defensa tendido por la familia, pero ahora me tocaba romper el segundo círculo, el de la tradición nacional.

Me parece que para un escritor que procede de un país pobre y pequeño, que existe más por sus tragedias que por sus virtudes, la tradición literaria nacional es apenas un punto de arranque, una mínima y limitada brújula que puede servir de ayuda para dar los primeros pasos, pero que deja de ser útil una vez que se comienza a andar con cierta firmeza, una vez que el escritor sale del ámbito de sus fronteras geográficas y políticas, de sus fronteras mentales, y comprende que pertenece a una lengua, la lengua castellana en mi caso, una lengua riquísima por la variedad de afluentes que en ella confluyen.

También creo que a lo largo de la vida cada escritor elige su herencia, busca a los mayores con los que se identifica, de los que cree tomar o quisiera tomar la estafeta. Y en ese sentido, no tiene por qué estar sujeto por vínculos de geografía, historia, lengua, a una tradición que se le imponga con la autoridad del padre hacia el infante. Concibo la literatura como búsqueda y rebelión, una especie de rebelión de aquel huérfano que sabe que tiene una familia, pero no reconoce su potestad sobre él; de aquel que sabe dónde está su familia, pero no quiere permanecer todo el tiempo con ella, a veces la visita, se aburre, lo adormila, le quita la vocación de libertad propia del espíritu creador.

Esa fuerza que se propone romper los límites de la propia lengua ha estado presente en los escritores latinoamericanos desde el siglo XIX. Sólo así puedo entender que en aquel año de 1882, cuando el joven Rubén Darío tuvo que abandonar por primera vez Nicaragua –por haberse involucrado con la mujer equivocada–, y llegó a El Salvador con cartas de recomendación para los poderosos de este país, en vez de conformarse con persistir en la escritura de versos en la tradición de la lengua castellana –la que, supongo, ya sentía estrecha, como un par de zapatos con el que no se puede seguir andado– se abocara al estudio del alejandrino francés, al estudio de la métrica de los poemas del gran Hugo, como él lo llamaba, en compañía del poeta salvadoreño Francisco Gavidia. En ese 1882, Gavidia tenía 19 años y Darío 16. Su amistad fue inmediata. Éste lo cuenta en su autobiografía, publicada originalmente en Barcelona en 1913, bajo el título volteriano de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo: “Uno de mis amigos era Francisco Gavidia, quizá sea de los más sólidos humanistas y seguramente de los primeros poetas con que cuenta la América española. Fue con Gavidia, la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña, con quien penetrara en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo, y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde”.

En otro texto, incluido en Historia de mis libros, cuando se refiere a la inspiración e influencias que hicieron posible su libro Azul, publicado originalmente en Chile (1888), Darío vuelve al tema: “Mi penetración en el mundo del arte verbal francés no había comenzado en tierra chilena. Años atrás, en Centro América, en la Ciudad de San Salvador y en compañía del buen poeta Francisco Gavidia, mi espíritu adolescente había explorado la inmensa selva de Víctor Hugo y había contemplado su océano divino donde todo se contiene”.

Gavidia es considerado el padre fundador de la literatura salvadoreña, el gran modernista nacional. Autor de una voluminosa obra en verso y prosa, es prácticamente desconocido fuera de El Salvador. Habrán notado ustedes que no lo mencioné cuando me referí a los autores salvadoreños que leí con entusiasmo en mi juventud. Si Gavidia es el padre fundador de la literatura salvadoreña, se explica en cierta medida mi sensación de orfandad: nunca pude con sus libros. Me parece que la obra de Gavidia envejeció más rápido que su autor. Darío lo dejó en el camino, entendía la poesía como una aventura del genio y tomaba de la herencia –que es la literatura mundial­–, aquello que le servía para la construcción de su obra, sin ataduras, haciendo del mundo su hábitat; Gavidia optó por la cómoda fama provinciana. Claro que Darío venía de El Quijote, como tan espléndidamente nos ilustró Sergio Ramírez en su reciente discurso de Alcalá de Henares, con motivo del recibimiento del Premio Cervantes. Pero no se quedó ahí.

¿Y qué decir de Miguel Ángel Asturias, el más universal de los narradores centroamericanos, quien fue amamantado por los surrealistas en París antes de sumergirse en el mundo indígena guatemalteco? ¿Y qué se puede añadir sobre Borges, quien incorporó lo mejor de la prosa y la púdica ironía inglesa en nuestra lengua, entre muchas otras cosas?

El escritor debe conocer y enfrentar su propia lengua y su mundo con la mayor de las audacias, con la mayor de las pericias, a fin de ser capaz de extraer lo mejor de otras lenguas y otros mundos. Darío, Asturias y Borges tuvieron la genialidad de conseguirlo y enriquecer la lengua castellana con otras flexiones, ritmos, sonoridades, gestos. Esto es algo radicalmente distinto a la mentalidad cipaya que ahora campea, cuando mucho escritor de la lengua castellana quiere parecer más estadounidense que los propios estadounidenses.

No osaría compararme con aquellos genios que mezclaron el barro de otras tierras con nuestro barro y con ello crearon piezas perfectas: los grandes renovadores de la lengua. Nada más he aprendido de ellos, he asumido como parte de mi herencia, la curiosidad y el gusto por lo otro, por literaturas en otras lenguas y culturas que abordan al ser humano en circunstancias y desde ópticas radicalmente distintas a las mías, y los he incorporado a mi propio trabajo, sin método, por ósmosis. Ya algunos de quienes me precedieron en la palabra mencionaron como he abrevado en la literatura procedente del desmoronamiento del imperio austro húngaro y escrita en lengua alemana, o de la llamada literatura menor (cartas, diarios, memorias), fruto madurado en los salones franceses de los siglos XVII, XVIII y hasta XIX –una frase pegada en la pared de mi estudio la tomé de una de las cartas que Madame Du Deffand, una anciana ciega y enamorada, enviaba a Horace Walpole: “Todo lo que me rodea me parece enemigo”.

A lo que sí he osado es a darme la libertad para pensar, para imaginar, con cuál de los escritores contemporáneos de la lengua castellana me siento más satisfecho a la hora de asumir su herencia. Lo hice mientras escribía estás páginas, tirado de bruces en la cama de la Residencia de Estudiantes, tratando de llegar a una emoción que me diera luces. Esta emoción llegó: entonces me dije que la herencia que me hubiese gustado gastar es la de Juan Carlos Onetti; es el escritor del que me siento más cerca. Me hubiera gustado escribir como él, tener su actitud hacia la vida, su delicadeza y su silencio. Paradójicamente nada tengo en común con él, ni en el temperamento ni en la prosa, ni en el mundo literario ni en su actitud hacia la vida. Así somos de complejos y contradictorios los seres humanos, los escritores. Ya sabemos que en una entrevista Onetti dijo que no debían leer sus libros, sino los de William Faulkner, que él se había dedicado nada más a copiar al gran escritor sureño; y que en otra ocasión dijo que no quería dar entrevistas porque le había prestado su dentadura postiza a Mario Vargas Llosa. Quizá estas dos anécdotas podrían explicar mi admiración hacia Onetti. La mejor herencia es la que nos llega sin imponer condiciones, la que nos produce gozo.

Quiero terminar estas palabras desordenadas, escritas a trompicones, retomando el tema de la orfandad literaria, de la orfandad que sentí cuando descubrí que, por un lado, no había forma de que yo soportara la lectura del fundador de la literatura salvadoreña, Francisco Gavidia, y que, por el otro, casi ninguno de los autores nacionales a los que había disfrutado me conectaban con el mundo que me estaba tocando vivir; saciaba esa sed de contemporaneidad y universalidad propia del joven escritor, con excepción, Roque Dalton.

Roque Dalton en el Hotel Nacional de Cuba. Foto de Chino Lope. Cortesía del archivo fotográfico Familia Dalton/Fundación Roque Dalton.
Roque Dalton en el Hotel Nacional de Cuba. Foto de Chino Lope. Cortesía del archivo fotográfico Familia Dalton/Fundación Roque Dalton.

Dalton tenía todos los componentes de temperamento que podían encantarme: sentido de la provocación, humor, desenfado, sarcasmo, irreverencia, valentía. De uno sólo de sus rasgos de carácter sospeché desde el principio: la fe, y lo que es peor, la fe jesuítica, aunque también él se riera de ella.

Dalton tenía, además, una forma novedosa de escribir poesía, despojada de arabescos; un respeto por las consecuencias, por la responsabilidad de la palabra escrita. Y era un innovador en la búsqueda de nuevas formas, en utilizar variadas técnicas literarias de acuerdo con el tema que abordaba.

Por si lo anterior fuera poco, escribía desde otra parte del mundo, desde los lugares por donde la historia pasaba contoneando sus caderas: La Habana, Praga, México, París. Participaba de los debates más candentes sobre el escritor en Latinoamérica. Era un poeta e intelectual reconocido mucho, pero mucho más allá de los cenáculos literarios centroamericanos. Se codeaba con los que en época contaban.

Comencé a leer los poemas de Dalton en aquella Antología General de la Poesía en El Salvador que mencioné al principio de este texto, y que encontré en la biblioteca del colegio marista, en 1975, el mismo año en que asesinaron al poeta. Yo nada sabía y no me enteraría del crimen sino mucho después. Es muy extraño: no recuerdo el momento ni el lugar en que supe que Dalton había sido asesinado por sus propios camaradas. No recuerdo la forma cómo me enteré ni la reacción que en mí provocó la noticia. Tuve que haber sentido algo muy fuerte, una conmoción, pero mi memoria la esconde. Quizá por eso, una década más tarde, cuando escribí mi primera novela, La diáspora, incluí un personaje que padece con toda la contundencia la sensación de orfandad que el asesinato de Dalton representó para la literatura salvadoreña, en general, y para mí, en lo personal. Era un escritor a quien por edad pude haber conocido, pero a quien no conocí. Su muerte significó orfandad y herencia. Orfandad, en sentido estricto, por lo terrible que fue para su familia y también para aquellos que pudimos haber crecido a su sombra, bajo sus puyas y provocaciones, pero sólo lo conocimos por sus libros; orfandad, en sentido literario, porque él era quien nos pudo haber conectado, a los jóvenes de aquel tiempo, con la contemporaneidad intelectual y literaria, porque su muerte nos dejó desamparados en aquel pozo sangriento en el que no se miraba más luz que la producida por el fuego que nos llovía. Pero su muerte también nos dejó una herencia: si no hay quién guíe, debemos buscar el camino por nosotros mismos; si no hay quien nos abra las puertas, debemos abrirlas por nosotros mismos.

En lo personal, yo saqué también otra enseñanza: jamás creer ni arriesgar nada por las ideologías que nos venden un mundo más bello a cambio de la sangre de otros. Decía Dalton en una estrofa de Taberna: “Tener fe es la mejor audacia y la audacia es bellísima”. Desde el otro lado, el comisario Medina, en las primeras páginas de Dejemos hablar al viento, la magnifica novela de Onetti, sentenciaba: “Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre”.

En algún espacio entre estas dos citas, entre estos dos extremos, he seguido mi ruta.


Este texto fue leído en la Casa de América de Madrid, el 7 de junio de 2019, en el marco del evento “Semana de autor: Horacio Castellanos Moya”.

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