Columnas / Política

Sí a la salida democrática, no a un país ingobernable

Para que el diálogo en Nicaragua pueda avanzar hacia los temas de fondo –reformas electorales y justicia sin impunidad–, hay que terminar con la asimetría que pretende imponer el poder de la represión.

Lunes, 25 de marzo de 2019
Carlos Fernando Chamorro

Después de haber negado la existencia de más de 700 presos políticos, calificándolos como “delincuentes y terroristas”, el miércoles pasado, la dictadura se comprometió con la OEA, el Vaticano y la Alianza Cívica a liberar a todos los manifestantes detenidos por haber participado en la protesta cívica en un plazo máximo de 90 días. Ortega no se atrevió a admitir ante sus partidarios fanatizados que la narrativa del “fallido golpe de Estado” y la crimizalización de la protesta cívica eran solamente una estrategia de negociación, pero, a través de un documento oficial su Cancillería, reveló que todos los presos serán liberados.

Sin embargo, aún existen discrepancias sobre la cantidad de presos que están en las cárcelas de la dictadura. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA hay 647 reos de conciencia en las cárceles, sin incluir a más de un centenar que se encuentra en arresto domiciliario, mientras que el régimen únicamente reconoce a menos de 300.

Más allá de esta abismal discrepancia de cifras, la liberación de los presos depende, en esencia, de la voluntad política de la presidencia y la Corte Suprema de Justicia, sin necesidad de esperar 90 días manteniendo a los presos como rehenes de Daniel Ortega. La liberación de todos los presos, a través de la anulación de sus juicios, se puede hacer en tres días, en una semana o, a lo sumo, en quince días, como demanda el Comité Pro Liberación de los Presos Políticos. Los reos de conciencia nunca han sido un tema de negociación y, por lo tanto, al aceptar la Alianza este plazo máximo, convalidó su condición oficial de rehenes políticos de Ortega. La justificación de esta concesión es que el plazo de los 90 días fue una oferta hecha por Ortega y aceptada por la OEA, y que la Alianza no podía modificar ni rechazar. Pero en realidad esto confirma la existencia de una negociación sometida al chantaje de la fuerza, como resultado de la disparidad política que existe entre las partes.

Con el precedente de esta desventaja, que solo se puede compensar con la movilización del pueblo en las calles, se reinstaló el diálogo nacional para negociar los temas sustantivos de la agenda. Este lunes 25 de marzo 2018, se programó discutir en la mesa de negociación lo que el Gobierno llama, imponiendo otra vez su lenguaje a la Alianza, “fortalecer los derechos y garantías ciudadanas”, que se encuentran aplastadas por la imposición de un Estado de excepción de facto.

El restablecimiento de las libertades públicas no debería convertirse en otro tema de negociación, en tanto se trata de derechos constitucionales que están siendo conculcados por el régimen, violando la Carta Democrática Interamericana. No puede haber, por lo tanto, ningún término medio, negociación o ambigüedad para restituir plenamente las libertades de prensa, expresión, reunión y movilización. El movimiento autoconvocado tiene derecho a protestar cívicamente y a marchar en las calles hoy y mañana, sin pedirle permiso a la dictadura, porque ese es un derecho constitucional que, como dice el Cenidh, “se defiende o se pierde”.

En consecuencia, para que este diálogo pueda avanzar hacia los temas de fondo –reformas electorales y justicia sin impunidad–, hay que terminar con la asimetría que pretende imponer el poder de la represión. Y solamente con plena libertad de prensa, sin censura, sin presos políticos y con el pueblo en las calles, sin que sea reprimido por la Policía o los paramilitares, se puede dialogar en igualdad de condiciones para negociar un acuerdo nacional.

De lo contrario, de continuar la negociación con rehenes en las cárceles, con más represión y bajo el Estado de sitio de la dictadura, el resultado más probable de ese diálogo será un “mal arreglo”, con amnistía e impunidad, dejando intocables las estructuras represivas de la dictadura con los paramilitares, la Policía y la Fiscalía, y su conglomerado económico de corrupción.

Un arreglo que se limite a la promesa de reformas electorales y cambios en el Consejo Supremo Electoral, incluyendo anticipar las elecciones para marzo de 2020, podría tener algún impacto positivo temporal en la economía, pero si no incluye garantías para desmantelar las estructuras represivas de la dictadura y terminar con la impunidad, nos dejará con un país ingobernable, con el orteguismo “gobernando desde abajo”, aun si perdiera el control del Ejecutivo en una elección libre y competitiva. Un “mal arreglo” con impunidad y sin responder al reclamo de los familiares de más de 300 asesinados, alimentaría, además, la división en la gran alianza nacional azul y blanco en las elecciones anticipadas, aumentando la cuota de poder poselectoral del Orteguismo.

En consecuencia, el propósito de esta negociación no debería ser regresar al statu quo anterior al 18 de abril, sin presos políticos, sino responder a la demanda de justicia por los crímenes de la dictadura que no pueden quedar en la impunidad, y abrir el camino a la democratización, como originalmente planteó la Conferencia Episcopal en mayo del año pasado. Lo que liquidó la alianza entre el gran capital y Ortega –el mal llamado modelo de “diálogo y consenso” que prevaleció desde 2010–, no fueron los ignorados fraudes electorales ni las reformas unilaterales a la seguridad social, sino la matanza de abril y los crímenes de lesa humanidad, que exhibieron la inviabilidad de ese “modelo” por razones éticas y políticas.

Por ello, si de verdad las cámaras empresariales y los grandes empresarios están urgidos por resolver la crisis política para reactivar la economía y salvar el ciclo agrícola, deberían abogar por una salida democrática integral, que ataque de raíz la crisis de derechos humanos y siente las bases políticas de la reconstrucción nacional. Y el primer paso consiste en el inmediato retorno al país de la CIDH, el cumplimiento de sus recomendaciones –empezando por el desarme y desmantelamiento de los grupos parapoliciales– y por la creación de una Fiscalía Independiente para investigar los crímenes, como ha recomendado el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Si el acuerdo demanda credibilidad, así como crear las bases para la reforma electoral, judicial y policial, para convocar a elecciones anticipadas, todos los funcionarios públicos señalados por sus responsabilidades directas o indirectas en el ejercicio de la represión deberían ser separados de sus cargos para someterse a una investigación independiente.

Ciertamente, hay urgencia por alcanzar un acuerdo político lo más pronto posible, pero no debería aceptarse cualquier salida precipitada para someterse a los términos actuales del chantaje de Ortega o a los intereses de la presión externa, sino un acuerdo político de fondo para reconstruir y refundar la democracia.

Un acuerdo, con o sin Ortega y Murillo, que además de reformas electorales y elecciones libres, conduzca a desarmar a los paramilitares, eliminar la ley del terrorismo y establecer el control de la Policía bajo una nueva instancia, fuera del control del presidente Ortega. Y para llegar a este arreglo político o acuerdo nacional en un plazo corto, hoy se requiere ejercer máxima presión cívica del pueblo en las calles, liderado por los presos políticos liberados, acompañados con máxima presión diplomática y económica internacional.

No es hora de esperar y ver los resultados del diálogo el 28 de marzo, sino de presionar a fondo ahora, para salvar las banderas de esta revolución pacífica y sembrar la semilla de un país que sea gobernable mañana.

Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua. 
Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua. 

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