Columnas / Impunidad

El Mozote es nuestro Auschwitz


Viernes, 26 de mayo de 2017
Óscar Picardo Joao

En 1994 era estudiante en la Maestría de Teología de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), y residía en la parroquia Monte Tabor dirigida por el padre Francisco Xavier Aguilar S.J. Allí vivíamos un grupo de seminaristas exiliados de otras órdenes religiosas, entre ellos un cipote de Corinto, Morazán. Esta amistad me llevó a conocer El Mozote en 1994. Fui varias veces, una de ellas con un par de gringas curiosas, cuyos nombres no recuerdo, pero de quienes guardo esta fotografía:

En esa época el padre Aguilar dirigía un programa de intercambio de alimentos por trabajo en Morazán, y en ese contexto se estaba desarrollando un proyecto en el camino a Arambala. Mi primera visita fue superficial, llegué a Arambala y a El Mozote y casi no había nada… solo unas cinco familias desprotegidas.

Con amigos conseguí una donación para hacer una clínica en El Mozote, concretamente la Orden de Malta donó una cama clínica, implementos quirúrgicos básicos y medicinas; y con los lugareños hicimos una champa de lámina –a la izquierda en la entrada del cantón- para albergar el proyecto. Para 1996 ya funcionaba la clínica.

En mis siguientes viajes comencé a caminar por el cantón. Encontré muchos pertrechos de la guerra y la mayoría los llevé al museo de la UCA. Un casco, metal retorcido de artillería, partes de un equipo de comunicaciones, vainillas calibre 7.62... Vi alfombras de vainillas debajo de los pastizales, un par de cráteres de bombas de 500 libras (esto lo registré en un mapa que tengo por ahí). El primero de los cráteres estaba detrás de las casas en ruinas de la calle principal, el otro más distanciado del centro del cantón, pero a no más de cien metros. Lo más dramático fue encontrar muchas osamentas humanas en los escombros de la casas. Visité al menos unas ocho a diez casas de bajareque, todas en ruinas, que también estaban registradas en el mapa.

 

En 1994, caminar por El Mozote generaba una extraña sensación, como deambular entre muertos y entre el sinsentido de la guerra. En el caserío ya estaba la escultura de la familia que, tomada de la mano, es un símbolo de la vida que ahí hubo antes del 11 de diciembre de 1981. Era de lámina pintada de negro y tenía esta leyenda: “Ellos no han muerto, están con nosotros, con ustedes y con la humanidad entera”. Alrededor había zacate, tierra rojiza y casas en ruinas. 

El Mozote es como el Auschwitz salvadoreño, un lugar para meditar los horrores de la guerra, ya que la táctica de tierra arrasada eliminó todos los síntomas de vida del lugar, hombres, mujeres, niños, animales, milpas…

A finales de los ochenta yo había llegado a El Salvador a terminar mis estudios de teología en la UCA. Antes de llegar al Mozote había leído sobre la guerra y sobre la Teología de la Liberación, luego conocí la locura del conflicto gracias a los libros del Grupo Maíz y otros autores testimoniales. Mi relación con mi compatriota Nelson Govea (“Luis”) me tuvo al tanto del quehacer político-militar del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de otras circunstancias del país. Con la masacre de los jesuitas se ponía punto final al conflicto, y era como antípoda del Mozote… entre ambos eventos 70,000 salvadoreños perdieron la vida.

El Mozote también es símbolo de la pobreza rural que marcaba –y marca- la sociología rural de El Salvador; un cantón perdido, lejos de todo, sin servicios de educación, salud, agua y transporte, y con casas y ranchos de bajareque. Todo giraba en torno a la milpa y a las actividades agrícolas. No obstante, según me comentó el Padre Rogelio Poncel en algunas de las conversaciones que sostuve en la época, más allá de las carencias había un sentido comunitario de pertenencia y solidaridad que trascendía a cualquier necesidad o carencia. Todos se conocían, se ayudaban, algo que hemos perdido estrepitosamente en la sociedad actual.

Caminar por El Mozote, pateando vainillas, encontrando pertrechos y huesos humanos es una sensación que permite reflexionar sobre el sentido de la vida, y a la vez preguntarse: ¿por qué salvadoreños matan a salvadoreños?, ¿por qué la ideología y el fanatismo pudo más que la vida?, y hoy al escribir estas líneas nos cuestionamos: ¿Por qué sigue sucediendo eso…?, a 36 años de la masacre siguen salvadoreños asesinando a salvadoreños, y aun las ideologías y fanatismos políticos dividen y separan a los ciudadanos. Cómo que poco ha cambiado, y lo que sucedió en El Mozote no ha sido suficiente.

*Óscar Picardo Joao es investigador y especialista en política educativa. Licenciado en Filosofía, con maestrías en Teología y Educación y Doctorado en Didáctica y Organización Escolar; en la actualidad dirige el Instituto de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Universidad Francisco Gavidia. 

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