San Antonio El Alto, GUATEMALA. Chivarreto es una aldea (cantón) que más parece un municipio, con sus calles asfaltadas, un edificio para la alcaldía comunitaria, canales de televisión local, internet, siete escuelas, un colegio, servicio de courier para enviar paquetes a Estados Unidos y similares… Bastante urbano. Pero pertenece al municipio de San Francisco El Alto, en el departamento de Totonicapán, en la parte occidental de Guatemala. La comunidad tiene un sentido de pertenencia fuerte y un tanto vanidoso: la oficina para enviar paquetes “Chivaretense Express”, una casa de empeño “Chivaprenda”, y así.
Cuando se va desde Totonicapán a Huehuetenango por la carretera Panamericana hay un desvío a la izquierda, y una calle de cuatro kilómetros desemboca en la aldea de Chivarreto. Hombres y mujeres que viven del comercio, la tierra y las remesas. Su gran orgullo, después del boxeo, es un letrero sobre la colina que anuncia el nombre de la aldea. Con aportes desde Estados Unidos reemplazaron las rocas blancas originales por letras metálicas de seis metros de altura cada una. En 2003 inauguraron el nuevo rótulo. Al acto fue invitado el director de un medio de comunicación radial quien, según presume el narrador del boxeo, los bautizó como la “Pequeña Hollywood”.
Desde el año pasado circula en YouTube un video que muestra escenas de esta tradición celebrada los Viernes Santo de cada año. Con una introducción al estilo de la WWF, rock y animaciones explosivas que muestran a los chivarretenses primero cantar el himno nacional, y después a sus hombres pelearse sin protección alguna. El video ha tenido más de 165 mil reproducciones.
Si en Google se escribe ‘Chivarreto’, el buscador sugiere complementarlo con las palabras ‘boxeo 2012’.
El Ministerio Público tras Chivarreto
Cada año, la mitad de los 32 parajes de la aldea envía a un representante para conformar la corporación comunitaria de Chivarreto; estos, a su vez, representan a cada uno de igual número de apellidos que habitan la comunidad. En 2012 el alcalde comunitario designado, Gilberto Pérez, el vicealcalde, regidores, alguaciles y el resto de autoridades, patrocinaron un cuadrilátero, una tarima para los peleadores. La primera vez y la última, el Ministerio Público (MP, equivalente a la Fiscalía General de la República en El Salvador) y la Procuraduría General de la Nación (PGN) también vieron el video e iniciaron una investigación contra la comuna por promover la violencia entre menores, aunque después de analizar testimonios e imágenes se estableció que no fue así.
Este año, Lorenzo López, alcalde comunitario 2013, decidió cubrirse las espaldas. En una carta dirigida al director de la Policía Nacional Civil (PNC) de Totonicapán, explicó que si su corporación decidía suspender esta tradición, la gente se levantaría en su contra; por tal motivo se limitarían a recomendar que no participen menores de edad, ya que todos pelean por su propia voluntad, y a no aceptar a personas bajo el efecto cualquier sustancia que afecte su sano juicio.
Ni la comuna ni ancianos ni vecinos saben con exactitud por qué pelean los hombres de Chivarreto; versiones incompletas es lo que se escucha al preguntar por el origen de la tradición.
Marcelo Zamora, antropólogo especializado en Totonicapán, se basa en otras costumbres del departamento para intentar explicar la de Chivarreto. El mismo día que se celebra el boxeo a puño limpio, en la cabecera departamental tienen lugar las peleas con espadas de madera entre judíos y centuriones. Los primeros son representados por los quichés de los cantones que viven en la zona rural del municipio; los otros, por quichés o ladinos del área urbana. “Quizá en esta tradición ocurra algo similar, Chivarreto es un poco más urbano y se ha convertido en un pueblo dormitorio para quienes trabajan en Totonicapán o Quetzaltenango. Pasajoc es más rural y pobre”, explica Zamora.
Los pobladores desconocen el origen de esta singular tradición, pero buscan en las historias de sus mayores alguna: “Los abuelos de los abuelos ya peleaban. Ellos me contaban que antes se pegaban tan duro que hasta les botaban dientes, los escupían y regresaban a pelear. Si les quebraban la nariz –se inclina como simulando no querer mancharse con la sangre que le gotea–, ¡Clac! Ellos mismos se la jalaban para componérsela”, cuenta Miguel Hernández, un reportero del Canal 5 local.
Hernández se enorgullece en decir que es él uno de los hombres que aparece en el video de YouTube. Ese día fue retado por un vecino de Pasajoc, aldea de Momostenango. Aceptó pelear y segundos después cayó noqueado. Fue una clara derrota, pero igual, infla el pecho cuando la relata. El reportero tiene una versión del origen de esta tradición, y en su relato coinciden los esbozos de historia que sus vecinos han contado. No se trata de ajustes de cuenta, ni peleas pasionales, ni mucho menos un método alternativo para resolver conflictos de tierras. Y es que ningún hombre de Chivarreto pelea contra otro chivarretense.
Hace 50 años, la actividad se realizaba en un punto medio de la carretera entre Chivarreto y Pasajoc, pero creció tanto el número de espectadores que debieron trasladarlo al primer pueblo.
La cita de cada Semana Santa es en el campo de fútbol. Los hombres de Chivarreto se colocan de espaldas a su aldea, y los de Pasajocc a su tierra, como si fueran dos reinos a punto de entrar en guerra. Cada comunidad tiene pueblos que los apoyan: San Antonio Sija, Rancho de Teja, San Francisco La Unión vitorean a Chivarreto; Momostenango, San Vicente y Cuesta del Aire, a Pasajoc.
El antropólogo Zamora explica que entre Momostenango y San Francisco El Alto, municipios a los que pertenecen las aldeas que se enfrentan, existe cierta rivalidad, sobre todo por las redes comerciales. Y esto, desde tiempos antiguos.
¿Querés jugar?
Las 2 de la tarde del Viernes Santo, se suponía que la actividad debía dar inicio, pero el alcalde comunitario no llega. El narrador se jacta una y otra vez de la cobertura que tienen: “Agradecemos a los hermanos Neftalí y Juan Maldonado de patrocinar la transmisión para nuestros compañeros migrantes a través de la página Stereo Nueva Candente. Y desde la capital y a nivel nacional tenemos al representante de elPeriódico. No olviden comprar su periódico porque ahí vamos a salir”, anuncia el hombre del micrófono. Para cubrir el boxeo hubo que acreditarse.
Los luchadores empiezan a acercarse. Destaca uno delgado, moreno, con sombrero vaquero negro y pañuelo rojo atado a la cabeza. En la boca un cigarrillo, en su mano derecha apretaba otros cinco, la playera de los Oakland Raiders muestra las arañas tatuadas en sus brazos. Se acompaña de un niño y cuatro señoritas vistiendo el traje regional del lugar.
Apenas entró a la improvisada arena y ya reta a la gente de Chivarreto. Levanta un brazo y tuerce el otro, engarrota los dedos y muestra el codo, como haría un pandillero para identificarse frente a sus iguales. El hombre de las arañas encuentra un retador, otro hombre con camiseta blanca, moreno claro y cabellera rapada. Ambos se tambalean como bajo el efecto de alcohol u otra sustancia… aunque según las reglas no se les permitiría pelear, pero la función no ha comenzado, el círculo de espectadores está listo y la gente quiere ver golpes. Nadie se los impide.
Los peleadores se acercan, el polvo que recogen del suelo es tan fino que en un abrir y cerrar de boca ya se siente su sabor en el paladar. Empieza la pelea: uno, dos, tres golpes y todo el alardeo del hombre de las arañas se va al suelo. Dentro de la emoción de ser el primer vencedor de la tarde, aunque no oficial, el hombre de la camiseta blanca intenta dar piruetas, pero está tan ebrio que le resta habilidad y cae al suelo. Lo intenta de nuevo sin lograr más que las burlas del público; no le importa.
El peleador quiere más, ve hacia los hombres de Chivarreto, fija sus ojos en uno, el de gorra blanca hacia atrás, playera tallada tipo ciclista que demarca su musculatura y una virgen de Guadalupe tatuada en el brazo izquierdo. Su nombre es Cristóbal Hernández, el migrante que sueña con ganar el trofeo de la tarde. “Tú estás jalado, men; contigo no, men”, increpa Hernández al rechazar el reto.
El alcalde comunitario por fin llega, ofrece unas palabras de bienvenida y reitera las nuevas reglas para que el MP no lo persiga por promover la violencia. Los discursos se extienden y la gente se desespera: “¡Tiempo! ¡Tiempo!”. Inicia el boxeo sin guantes.
Las 3 de la tarde, la hora en que Cristo ha dicho la última de sus siete palabras clavado en la cruz, nadie se persigna. “Bienvenidos a esta actividad boxística desde la Ciudad Metrópoli de Chivarreto”, grita el narrador. Chivarreto es un pueblo donde la mitad de la grey es evangélica y la otra mitad católica, pero esta tarde abandonan su religiosidad para presenciar esta tradición.
“¿Querés jugar?” dice un hombre de Pasajoc a Hernández, esta es la pregunta que por tradición debe hacer el retador para iniciar el duelo. Con una sonrisa Hernández acepta.
El árbitro elegido por la alcaldía comunitaria da el primer silbatazo. La gente grita extasiada, frente a frente los dos hombres reencarnan a sus antepasados que dejaron sangre en la carretera. La pelea empieza con algo más parecido a un manoteo, aunque por el sonido deben ser golpes fuertes. Hernández bota a su oponente, los alguaciles intervienen, suena el gorgorito y regresan a su lugar, un poco de sangre brota de las comisuras de su boca.
Uno tras otro los retos continúan, algunos golpes van con tanta fuerza que si el contrincante los esquiva el peleador cae al suelo por la misma fuerza que lleva su impulso. El boxeo solo es interrumpido por el mismo público aglomerado hasta cerrar el círculo donde se realizan los combates. El narrador pide que retrocedan, pero nadie escucha. Entonces entran dos alguaciles sin protección y solo con un chicote para someter al orden a las masas. Los combates se reanudan.
Entre empujones y gritos, un joven notablemente menor que Hernández llega a retarlo, esta sería su octava pelea en cuestión de una hora y media; si no hubiera aceptado, su contrincante simplemente habría buscado otro oponente.
El desafiado no desaprovecha la oportunidad y acepta con una sonrisa. Si el joven retador habría sabido que Hernández pasó la mitad de su vida en la cárcel –eso dijo–, quizá no habría participado de este boxear sin guantes. Después de los primeros golpes, al contrincante se le ve asustado, mueve la cabeza de lado a lado, como si quisiera decir: “Ya no más”. Con el mismo gesto y sin descuidar la defensa, ve al árbitro para que detenga la pelea, pero no ve motivos. A Hernández se le ve más animado, no hay silbatazo. Los puñetazos regresan y el retador cae al suelo: “¡Ocho peleas, men! ¡Y sin meterme nada men!”, presume el ganador.
A los oriundos de Pasajoc les molesta el resultado: lanzan latas, una pata de silla de plástico, piedras y tierra. Por quinta vez el narrador llama al orden: “De lo contrario se suspendería la actividad”. Y así fue, el alcalde comunitario la suspende. El público, bastante molesto, pero obedece y se retira. El círculo pierde forma, y Hernández alza los brazos, sabe que nadie peleó más que él, es el campeón. El peleador ve al narrador junto al alcalde, pero no hay podio ni trofeo. Baja la mirada y se marcha. Otros años el vencedor fue premiado con un trofeo, pero esta vez para cuidarse del MP, y por falta de presupuesto, no hubo presea. Hernández se retira de la arena sin trofeo, con el labio partido, la playera manchada de sangre, y la mano derecha hinchada, casi sin poder moverla. No le hace falta un trofeo para presumir sus victorias. “Oye, mami, por ti me pegaron ocho veces”, le dice a una joven que no puede más que sonrojarse ante el piropo. “Cuando tenía 12 años peleé ahí por primera vez. Ese año me fui así como todos a Los Ángeles. Allá tengo una hija, yo regresé porque mi sueño era ganar el trofeo y dejarlo en la Alcaldía Comunitaria, así podían decir que alguien del centro de Chivarreto era el ganador. Ahora ni modo, regreso el otro año”, anuncia Hernández. Antes de volver con sus amigos, el campeón pide una bebida energizante y posa para una fotografía para así, al menos, conmemorar su victoria no reconocida. Otro Viernes Santo en Chivarreto, donde los golpes deleitan a sus pobladores. Un lugar que, a decir de sus autoridades y pobladores, es tranquilo, y del que nadie tiene una explicación sobre el origen de esta violenta tradición de Semana Santa. © Aldea Global, S.A. (elPeriódico)
Esta crónica fue publicada originalmente el 7 de abril de 2013 en elPeriódico.
