El Ágora /

'Hasta los 18 años leía pura basura: novelas de cowboys, de ciencia ficción y de policías'

Durante décadas soñó con que la gente común y corriente de las minas salitreras del desierto chileno se convertirían en grandes personajes de libros que recorrerían el mundo. Hoy, con 11 novelas publicadas, Rivera Letelier sabe que no se equivocaba. El novelista visitó El Salvador la semana pasada para presentar su última obra, “El arte de la resurrección”, ganadora del premio novela Alfaguara 2010.


Lunes, 16 de agosto de 2010
Rodrigo Baires Quezada y Mauro Arias / Fotos: Mauro Arias

 

Hernán Rivera Letelier. Foto Mauro Arias
Hernán Rivera Letelier. Foto Mauro Arias

¿Y sigues viviendo en ese desierto?
Aún, pero en la costa, en Antofagasta, una ciudad de 700 mil habitantes. Hace 15 años que vivo ahí, desde que publiqué “La reina Isabel cantaba rancheras” (1994) y ya no le trabajé un puto día más a nadie. 

¿Por qué vivir en Antofagasta y no en París, por ejemplo?
O en Santiago, me dice la gente. “¿Por qué no se va pa’ Santiago?”, me dicen. ¿Por qué me tengo que ir a París, a Madrid o Buenos Aires si en Antofagasta está la gente que yo quiero y la que me quiere, y el mejor clima del mundo? “¿Por qué no se compra un auto?”, me dice la gente. Me podría comprar una docena de autos, pero no. Tengo un solo par de zapatos (y muestra el par de casuales cafés que calza en ese momento) y no tengo más. Encuentro un derroche comprar tres pares de zapatos. ¡Fui pobre toda mi vida, huevón! Y esa huevada no se quita.

¿En Antofagasta están tus personajes?
Sí, ahí los veo caminando.

Habrá más personajes en París o en Madrid…
... Hay muchos, pero los míos están es ese desierto.

¿Y de dónde aprende a escribir un minero, un hijo de minero? ¿Estudiaste?
Cuando niño hice hasta sexto año de primaria. Después, de adulto, trabajando de todos los oficios que habían en la mina: cargador de tiro, carrilano, barretero, ayudante de pintor, de carpintero y de electricista... ayudante de todo.

¿Nunca maestro?
Nunca llegué a maestro de nada porque intuía... no quería ningún oficio porque intuía que lo mío era el arte y que algún día iba a llegar ahí.

¿Y en qué momento encontrabas espacio para escribir?
... 

Digo, supongo que para escuchar nuevas historias todo momento era bueno pero, ¿para escribir?
Es que siempre paraba las orejas para escuchar. Para escribir, cualquier tiempito que me quedaba: robándole horas al descanso o a la familia, me sentaba a escribir una hora, dos horas o tres horas todos los días.

¿Y había, en ese pueblo minero, alguien con quien compartir tus inquietudes artísticas?
No, nadie. Era como “Toribio, el náufrago” (una historieta de los periódicos chilenos). Era un náufrago en ese desierto. No conocía a nadie que leyera siquiera, menos que escribiera. Mis amigos eran los compañeros de trabajo, los compañeros del partido de pelota, del equipo de fútbol, pero era gente que no leían. Por eso empecé escribiendo poemas a escondidas, sin mostrarle a nadie que escribía poemas. Porque la poesía para esos viejos era cosa de maricones.

¿En serio?
Sí, era cosa de maricones y señoritas. En la mina, el 90% de los viejos era gente del campo, campesinos que atracaron en ese desierto, y semianalfabetos. Eran viejos que como seres humanos eran de muy buena tela, pero que no entendían nada de cultura. Entonces, hacer versitos y la poesía era cosa de maricones, ja, ja, ja...

Entonces, ni modo, tocó a escondidas.
Sí, hasta que se me ocurrió enviar unos poemas a un concurso de poesía en Santiago. Y lo gané y aparecí en todos los diarios.

¡Entonces ya eras un maricón famoso!
Ja, ja, ja. ¿Sabés lo que pasó cuando llegué a la mina al otro día?

Ya te dije: eras el maricón famoso de la mina.
Ja, ja, ja, espérate, ja, ja, ja. En cualquier otra parte de mi país me hubieran dicho que era como Pablo Neruda. Pero ahí, no. Llego a la mina... estaba tirando pala, pasa un camión lleno de mineros y al unísono me gritan: “¡Buena, Gabriela Mistral!” Ja, ja, ja.

Ja, ja, ja.
Sí, y pasé a ser “el Gabriela Mistral de la mina”. Y de ahí, bueno, ya cuando todo el mundo lo supo, pasé a ser el minero ilustrado, el minero que leía, el minero que escribía y el minero que ganaba premios de poesía... 

… ¿Premios?
Es que me acostumbré y concursé en todo lo que podía. Me gané 26 premios en esos 15 años que escribí poesía... Amueblé mi casa con esos premios de poesía, ja, ja, ja.

¡Y hay gente que dice que la poesía no sirve para nada!
Ves, para algo sirve. Para entonces, como era el tipo que leía y escribía, era el culto, era el ilustrado, y llegaban compañeros de trabajo a contarme sus problemas de matrimonio y familiares como si fuera un sicólogo.

¿Y a la administración de la mina no se le ocurrió mandarte hacer trabajo de oficina?
Noooo, eso fue a última hora, cuando publiqué mi primer libro.

¿Y cómo le explicabas a tu padre y a tus compañeros que querías ser escritor y no minero, que querías vivir de escribir?
Ya después que se enteró toda la mina, empecé a escribir prosa. Entonces, cuando conversaba con los viejos de la mina, con mis compañeros de trabajo, me inspiraba y les decía: “Mirá, yo tengo un sueño. ¿Por qué siempre tenemos que leer libros con historias que transcurren en París, en Buenos Aires, en Hong Kong, en México? ¿Por qué siempre tenemos que leer esas historias, huevón? ¿Por qué no escribir un libro con historias nuestras, con lo que pasa acá, y que ustedes sean los personajes?” Y también les decía que esos libros serían los que se leerían en París, en Nueva York, en Lisboa, en San Salvador...

... ¿Y qué te decían?
Era un tremendo sueño. Los viejos me escuchaban. Seguramente cuando me iba se quedaban conversando entre ellos y diciendo: “¡Este huevón está loco! Pero ahí déjalo que sueñe”. Era un sueño casi imposible: un obrero que tiraba pala en la mina de salitre y que soñaba con publicar un libro que fuera leído en todo el mundo.

¿No creían que los personajes y las historias de ese desierto merecían ser contados?
Yo pienso que no... Y si hubiera sido uno de ellos, tampoco lo hubiera creído. Bueno, ahora lo más lindo que me ha ocurrido, más lindo que estos premios y estos viajes, huevón, es cuando me encuentro en la calle con esos viejos, con mis compañeros de la mina, y me abrazan, y se emocionan y algunos hasta lloran. Claro, porque sienten como suyo lo que escribo. ¡Y es suyo porque estoy contando sus historias! Todos estos viejos están en mis libros, mis personajes están inspirados en ellos y ellos los leen y se encuentran en ellos.

¿Esto no es ser un buen 'describidor' y no un buen escritor, como le dijeron alguna vez a García Márquez?
Bueno, eso es lo que siempre digo yo: no soy un escritor, no soy un intelectual, soy un contador de historias. Estoy contando la historia de mi América Latina. Al contar la historia de mi aldea, de mi campamento minero, estoy contando la historia de mi América Latina.

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