Julieta Ortiz apenas se mueve. Se le ve cansada y quiere aprovechar el tiempo para comer algo. Su visita a El Salvador, organizada por la embajada de Estados Unidos a mediados de marzo, fue un ir y venir entre presentaciones de la obra “El Ogrito”, talleres, charlas y la presentación de la película “Dirt”, en la que hace el papel de una salvadoreña inmigrante en Nueva York, Estados Unidos. Ortiz nació en Pensilvania, Estados Unidos, pero vivió toda su vida en tierras chilangas, en México Distrito Federal. Ahí dijo que sería química, antropóloga y bailarina y, en cambio, terminó siendo actriz de teatro, para luego incursionar en el cine. La actuación la llevó a convertirse en Dolores, una salvadoreña indocumentada que limpia casas en Manhattan. La actuación también la llevó a conocer El Salvador, en 2003, donde rodó parte de la película “Dirt”. Este año, ya radicada del otro lado del río Bravo, regresó a El Salvador con una inquietud en mente: hacer algo con actores salvadoreños. “Si la vida me trajo aquí… se hace una conexión y no se puede dejarla en el olvido”, dice. Y de nuevo en El Salvador es cuando, hablando con salvadoreños, cae en cuenta de lo poco salvadoreñas que tal vez fueron algunas partes del diálogo en 'Dirt'. Es que no incluyeron ni una sola vez es el tan salvadoreño 'cabal'.
A ver: la gente nace en México y trata de llegar a Estados Unidos, no nace en Estados Unidos y emigra a México.
Ja, ja, ja. Mis papás son de Tampico. Mi papá estudió medicina y, antes de casarse, aplicó a vario hospitales en Estados Unidos para hacer su internado y su especialidad. Lo aceptaron. Se casó con mi madre y se fueron. Ahí nacimos los cuatro hermanos, todos con un año de diferencia y yo soy la menor de ellos. Entonces, cuando todavía estaba muy bebita decidieron regresarse. Mi papá había terminado sus estudios. Después, más adelante, cuando tenía como cinco o seis años, le ofrecieron otro trabajo en California. Fuimos ahí, nos quedamos un año, en el que hice el kínder y nada más. Pero mis papás decidieron que querían criar a sus hijos en México... No les gustar mucho las costumbres y la cultura de allá. Eran los 60s y no les parecieron varias cosas de la cultura, como que había demasiada accesibilidad a las drogas y que la sexualidad era demasiado libre.
¿Tus padres son muy tradicionales?
Son más tradicionales. No diría que muy porque no son rígidos. Sobre todo a mi papá no le gustó y nos regresamos, ya a México D.F., no a Tampico. A mi padre le interesaba que tuviéramos acceso a la cultura... lamentablemente en México, ahora un poco menos, esta está muy centralizada en el D.F. y ahí nos quedamos a vivir. Me olvidé dónde había nacido... pero nunca pasó por mi mente regresar a allá.
¡Ya eras chilanga!
¡De corazón, de hueso colorado! ¡Chilanga banda! Terminé la escuela... mis hermanos estudiaron... la mayor es médica, la siguiente, sicóloga; mi hermano, antropólogo.
¿Y tú saliste…?
... Yo salí payasa. Primero sentía que tenía que ser “óloga” de algo... Algo... Y, pues, me gustaba la química y tenía el compromiso, siento yo, de ser científica o algo así en alguna forma. No me gustaba la medicina. Me gustaban los animales, quizás por ahí. Y después conocí a un tío que era químico, me caía muy bien... de hecho, me gustaba...
Ja, ja, ja.
Ja, ja, ja. A lo mejor eso fue mi influencia. Más o menos era buena en la preparatoria para eso. Terminé la prepa, hice el examen de admisión a la UNAM para el área de química y matemática y, mientras me daban el resultado, me fui a alcanzar a mi hermano, que estaba en Houston solo con la mochila y la aventura. Me había dicho a mí misma que si no pasaba el examen me iba a dedicar a viajar y luego lo hacía de nuevo. Lo pasé, regresé a química a esos salones enormes de la UNAM. Pero descubrí que la química no iba con mi alma.
¿Con tu alma?
Tenía pesadillas horribles. El primer semestre presionan mucho para tronar a la mayor cantidad de gente posible porque no saben qué hacer con tanto alumno. No tienen la capacidad. Te dejan una cantidad de tareas para tronar gente. Tenía matemática, química, bioquímica, cálculo diferencial e integral, entonces soñaba que los símbolos de las integrales me perseguían y me querían morder.
Ja, ja, ja.
Y me despertaba asustada. Llegaba a la casa y me dolía el dedo de estar con la calculadora, haciendo todos los cálculos de la tarea. Entonces, me dije: “Estoy sufriendo con esto”. Y era de las que pasaba de panzazo, con 6. Y necesitaba algo menos abstracto, menos números y símbolos. Necesitaba algo que tuviera que ver más con el ser humano. Y llegué a antropología física, donde tenía materias científicas –matemática y bioquímica- como humanísticas.
Y tu papá, ¿qué dijo?
Bueno, le pareció bien. Él quería que terminara una carrera. Duré medio año en química y salí corriendo. Él quería que terminara un año, aunque fuera. “Si quieres lo termino”, le dije, “pero va a ser perder otros seis meses”.
Claro, eras la chiquita, la consentida.
Bueno, es que ya al último le tocan papás más blanditos. Me cambié a antropología y la escuela estaba justo al ladito de la escuela de artes... A los 13 años yo había practicado gimnasia rítmica, esa que se hace con listones y pelotas. Entonces pensé que de esa práctica a la práctica de la danza contemporánea había un paso nada más. Y me dije: 'Bueno, cuando termine clases, pues me paso y tomo una clase...' Y sólo estaba viendo a qué horas acababa la clase de economía para irme a bailar.”
¿Terminaste enamorada de la danza más que de la antropología?
Pues, sí. Había música en vivo y era trabajar con el cuerpo. Algo a lo que me hice adicta desde que había empezado. Y estudiando danza empecé a conocer gente afín a la música y al teatro. Una vez fui a ver una obra del grupo brasileño Ornitorrinco, que traía una obra de Brecht, creo... fui sola al Centro Nacional de las Artes; casi no entro porque no cabía la gente y dijimos que nos sentábamos en el piso para poder entrar. Estaba sentada hasta adelante, casi en el escenario, y la obra pasó en mis narices. En una parte de la obra, jalaban a gente del público para que bailara e hicieron algunas cosas como parte de ella.
¿Y fuiste de las sorteadas?
Sí, me jalaron junto con un güerito que estaba a mi lado. Al final de la obra, el güerito me dijo que me llevaba a la casa... “Déjame pensarlo... ¡está bien!...”
… Ja, ja, ja.
En el camino me dijo que al día siguiente empezaba un curso de teatro experimental de la UNAM. Y me dice: “¿Por qué no lo tomas?”. Y yo, pues hacía danza y no sabía nada de teatro. Y me empieza a lavar el coco, mucho gusto y ya. Pero me fui a dormir con eso en la cabeza...
¿Te interesaba el taller o el güerito?
¡Los dos!
Ja, ja, ja.
El güerito me gustaba mucho, pero lo otro me dejó pensativa. Total que me paré a las 6 de la mañana y a las 7 estaba en el salón del curso, sin saber qué demonios hacía ahí y sin haberme inscrito ni nada. Solo llegué con el que iba a dar el curso, Jaime Soriano, y le dije: “Casi, casi que no sé por qué estoy aquí, pero quiero hacerlo”. Total, me aceptó y me encantó, porque fue un curso de sensibilización al sonido, al movimiento. Nos puso ejercicios de danza kabuki, porque él había estado cerca de Eugenio Barba y de ese tipo de entrenamiento. Estando en ese curso, otro cuate me dijo que había una gira con una obra y que necesitaban a alguien que se aprendiera rápido unas coreografías. “Pero yo no soy actriz”, le dije. “No, pero no tienes que hablar: es más movimiento”, dijo. Y bueno, entré.
¿Y la antropología?
Fue quedando cada vez más atrás... Cada vez debía más materias. Entré a esta gira por varias universidades de la ciudad… Hasta que, después de esta experiencia, el actuar tomó mucho peso y me dije que tenía que estudiarlo. ¿Dónde estudiar? Pues agarré la sección amarilla del directorio y llegué al Centro Universitario de Teatro de la UNAM.
Y tu papá, el médico, ¿qué dijo?
No, él no sabía nada. Tenía como 21 años y yo seguía en antropología. Y como el centro estaba solo al cruzar el periférico, me quedaba muy cerca y salía de antropología para ir a actuación. Hasta que me di cuenta de que era una carrera. Eran tres años de estudios, te dejaban tareas y era mucho trabajo. Entonces fue que hablé con mi papá, le dije que la antropología tampoco era. Y me preguntó de qué vas a vivir y yo le dije, “papá, no me digas que los antropólogos viven de la antropología”. Mi papá se quedó un poco preocupado, pero cuando lo convencí de que los antropólogos también se morían de hambre, pues me dijo que hiciera lo que yo más quería. Se preocuparon un poco porque no sabían bien qué era eso. O sea, nadie de la familia se había dedicado a algo así. Aparte, sabían que yo era un poco rebeldita, entonces creo que sabían que de todos modos lo iba a hacer. Terminé la carrera en 1989. Pero parte de mi formación fue una obra, “Lo que cala son los hilos”, que fue como mi escuela. Fue un año de entrenamiento para esa obra y un año de funciones. Fue una obra que hicimos de cero, de nada. No había nada escrito, sólo una idea, un director que estaba loco y que nos sedujo a seis loquitos con el proyecto. Y, ¡pum! Nos metimos todos y nos subimos al barco.