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Los hermanos Alfaro y la muerte que los persigue

Huyen de una muerte que no tiene rostro. Solo saben que en su país, El Salvador, los quieren matar. Como hicieron con Juan Carlos. Como hicieron con Silvia. Son tres hermanos a quienes el aviso les llegó a tiempo para escapar, pues ya lejos de su país supieron que la carpa llegó por Silvia, su madre. Son tres condenados a muerte en busca de una esperanza.

Domingo, 6 de diciembre de 2009
Óscar Martínez / Fotos: Toni Arnau

—Huyo porque tengo miedo de que me maten –dice Auner, cabizbajo.

Minutos antes me había dicho que migraba porque quería probar suerte. Dijo aquella frase hecha de que buscaba una mejor vida. Es normal: cuando uno huye, desconfía y, entonces, miente. Es hasta ahora cuando estamos solos, apartado de sus hermanos que juegan cartas en el albergue para migrantes, es hasta ahora a la par de las vías del tren con un cigarro en los labios cuando él acepta responder las verdades que hacen que su verbo sea escapar, no migrar.
—¿Volverías?  –pregunto.
—No, nunca –sigue con los ojos clavados en la tierra.
—¿Renunciás a tu país?
—Sí.
—¿No volverías nunca?
—No... bueno... solo si tocan a mi mujer o a mi hija.
—Y entonces, ¿a qué volverías?
—A matarlos.
—¿A quiénes?
—No sé.

Huye de una muerte sin rostro. Allá atrás, en su mundo, solo queda un agujero repleto de miedo. Aquí, ahora, solo queda huir. Esconderse y huir. Ya no es tiempo de reflexiones. De nada vale detenerse a pensar cómo es que él y sus hermanos tienen que ver con aquellos cadáveres. De nada serviría.

Salió de El Salvador hace dos meses y desde entonces camina con sigilo y guía a sus hermanos con paciencia. A los 20 años, dueño de su miedo, Auner no quiere dar un paso en falso. No quiere caer en manos de la migración, no quiere ser deportado, no quiere que le desanden su camino, porque eso significaría tener que volver empezar. Como él dice: “Para atrás, solo para tomar impulso”.
 
Auner se levanta silencioso y pensativo. Camina la vereda polvorienta que termina en el albergue para migrantes de Ixtepec, en el sur mexicano. Se une a El chele y Pitbull, sus hermanos menores, y hacen rueda allá por los lavaderos a medio construir. Nos envuelve un calor húmedo que casi puede tocarse. Discuten cómo continuarán su huida. La pregunta es una: ¿seguiremos en el tren como polizones o iremos en buses por pueblos indígenas de la sierra esperando que no haya retenes policiales?

*

El viaje por la sierra los llevaría a partir lo verde y espeso de la selva oaxaqueña, a transitar lo irregular. Los llevaría a internarse en un camino poco conocido por los migrantes. Es una ruta alterna utilizada principalmente por coyotes y que llegó a oídos de Auner gracias a que Alejandro Solalinde, el sacerdote que fundó este albergue, entendió que no estaba de más darles una opción extra a los que huyen.

El viaje en tren los obligaría a encaramarse como garrapatas en el lomo del gusano metálico. Aferrarse a las parrillas circulares del techo de “la bestia”, como le dicen en este camino. Seguir así durante seis horas, hasta llegar a Medias Aguas en medio de la oscuridad. Tumbarse en el suelo, en las afueras de ese pueblo escondido a esperar que salga otro tren para seguir avanzando. Dormir con un ojo cerrado y el otro medio abierto a la espera de señales para echarse a correr. Medias Aguas es base de Los Zetas, la organización criminal vinculada al narcotráfico. Los Zetas, ex militares del comando élite de lucha contrainsurgente, integraron desde 2008 a sus actividades el secuestro masivo de migrantes centroamericanos.

La respuesta podría parecer lógica para cualquiera que no conozca las reglas de este camino. Sin embargo, el riesgo que conlleva la sierra tampoco es leve. De cada 10 indocumentados centroamericanos seis son asaltados por las mismas autoridades mexicanas. Esa sería una catástrofe para unos muchachos que atesoran los 50 dólares que su padre les envía desde Estados Unidos cada cuatro días. Los atesoran porque con ellos compran las tortillas y los frijoles que comen una vez al día cuando no están en un albergue y se sientan entre matorrales a recuperar aliento para seguir en esta huida.

La decisión es aún más complicada para quienes huyen de la muerte, porque el retorno no significa volver a casa con los hombros abajo y las bolsas vacías. El retorno puede costarles la vida, igual que el tren, que a tantos ha despedazado. Las dos opciones pueden terminar en muerte.

Hoy mismo me enteré de que José perdió su vida bajo el tren. Era el menor de tres salvadoreños con los que hace dos meses hice un recorrido por los cerros de México, bordeando la carretera para no enfrentar a las autoridades. Un rebane limpio de la cabeza, me contaron. Acero contra acero. Fue allá por Puebla, unos 500 kilómetros arriba de donde ahora estamos. El viaje es intenso. El sueño es leve. El cansancio a veces gana y eso mata.

José cayó en uno de los tambaleos de la bestia, que sin problemas se sacudió a un hombre débil y medio dormido. Me lo contó Marlon, uno de los que viajaba con él. Ellos también huían. En su caso, sí tenían certeza de por qué. Escapaban de las pandillas, que les arruinaron su negocio de pan cuando les impusieron una renta impagable: 55 dólares semanales o la vida. La empresa entera emprendió la retirada. Eduardo, el propietario y panadero; José, el repartidor; y Walter, el ayudante. Uno de ellos ya volvió a El Salvador en una bolsa negra.

Los hermanos Alfaro decidirán esta noche qué hacer. Tienen que decidir con tino porque si no, pueden encontrar aquí lo que buscan dejar allá abajo.

*


El primer cadáver.

—¡Hey, hijueputa! –escuchó Pitbull en su retaguardia el grito amenazador.

Giró la cabeza y vio un cañón 9 milímetros. Pensó que le apuntaba a él. Directo en la frente. Dio un salto de gato y antes de caer escuchó las dos detonaciones. Los tiros no eran para él. Le atravesaron la cara y la espalda a Juan Carlos Rojas. Unos pedazos de sesos le mancharon a Pitbull la camisa polo que se había puesto para salir a conquistar chicas con su amigo el pandillero al lugar de las maquinitas en el centro de Chalchuapa. Era un día soleado de enero o febrero de 2008.

A Pitbull se le subió a la cabeza esa rabia descontrolada que le nace del estómago. Esa que hace que se le crucen los cables allá arriba. Cuando eso pasa, durante unos cinco minutos, no hay quien lo detenga. Se vuelve un animal. Un pitbull.

Echó un vistazo hacia atrás y, entre el desparrame de materia viscosa, no le quedaron dudas de que su amigo estaba muerto. Pitbull echó a correr con furia, gritando incoherencias. Vio al asesino y a su cómplice. Escapaban. El que disparó, relegado, jadeando. Esa es la presa, pensó Pitbull. Le importó un carajo que tuviera en la mano una 9 milímetros cargada. El hombre, un viejo borracho de unos 50 años, retomaba la huida y se volteaba para apuntarle a Pitbull, y decirle entre exhalaciones:

—¡Parate que te disparo, pendejo!

No había negociación posible. Entre el estómago y el cerebro de Pitbull, la efervescencia subía. Cuando estaba a tres pasos del borracho, Pitbull brincó hacia adelante, con las manos extendidas como garras. Tumbó al hombre que le arruinó su tarde. Le dio vuelta y no se preocupó del arma que quedó un metro adelante. Dice que se cura más la rabia si es a puño limpio. Así, con los nudillos, empezó a deformarle el rostro.

La policía se había acercado después de tanto barullo. Entre dos agentes atraparon al muchacho que daba cabriolas. Levantaron al borracho del suelo, inconsciente.

Lo primero que hicieron los policías fue sacar conclusiones que en un país como El Salvador pueden parecer obvias: joven en medio de una escena del crimen igual a pandillero. El primer cuestionado por aquel desbarajuste fue el muchacho:

—¿De qué mara sos? –le preguntó un agente.
—De ninguna, pendejo –le respondió Pitbull, ya no por la rabia, sino porque así es él.
—Sos de la 18 como tu amigo al que mataron, ¿veá? –continuó el policía, que ya conocía a Juan Carlos, porque en uno de estos pueblos con título de ciudad, a pesar de haber 73 mil habitantes, los policías conocen a los pandilleros por su nombre, su mara, su apodo y hasta su función.
—¿Que sos sordo, chimado? –le refutó Pitbull al agente que ya estaba a punto de ponerse violento.

De repente, llegó el subinspector que había recogido testimonios de la gente alrededor, y dijo mandón:
—A ver, muchacho, ya me dijeron que actuaste en venganza. Decime, ¿querés venir a la delegación a testificar para que podamos encerrar al asesino?
—Va, juega –respondió Pitbull que, con sus 17 años (y sus 18 ahora que huye) siempre andaba buscando cómo meterse en alguna aventura que, por peligrosa, le espabilara.

Eso consiguió. Un día sin aburrimiento. Se fue, vestido de policía, a buscar en las colonias del centro de Chalchuapa al cómplice del que mató a su amigo el pandillero. Se internó por las calles adoquinadas que parten de la avenida central de esta ciudad comercial y bulliciosa, repleta de tiendas, almacenes y puestos callejeros. Una gracia para él. Un relato divertido en su mundo.

—Bien vergón andar vacilando en la patrulla. Lástima que ligerito encontramos al viejo chimado ese –diría después Pitbull.

Pitbull fue al reconocimiento en la delegación y lo dijo claro. En sus caras:

—Esos dos viejos cerotes son los que mataron a Juan Carlos.

Pero esos dos viejos también lo vieron a él. En aquel pueblo para nadie es difícil reconocer a alguien del casco urbano, que vive en el centro, y no en los cantones alejados que rodean el municipio. Saber que Pitbull era el hijo de doña Silvia Yolanda Alvanez Alfaro, la de la tiendita que está enfrente de la pupusería, a la par de la fábrica Conal. Que ese chico de pelo rapado y arete plateado era Jonathan Adonay Alfaro Alvanez. Albañil, agricultor, carpintero, fontanero. Todólogo. Johnny. Pitbull.

En bus rumbo a Santiago Ixcuintepec.

—Tenés que tener alguna idea –le insisto a Pitbull en las vías del tren de Ixtepec, mientras tomamos un refresco y fumamos unos cigarrillos.

Después de que Auner me revelara por qué viajaban, y como quien pide a un padre una cita con una de sus hijas, le pedí permiso para hablar con sus hermanos. Auner aceptó.

Uno a uno empiezo a alejarlos del barullo del albergue. Primero a Pitbull. Lo escondo entre los matorrales de las vías, para que se sienta tranquilo y recuerde.

—No, loco, no sé quiénes putas eran esos viejos. Solo sé que cuando íbamos para las maquinitas, mi chero me dijo que tenía que recoger algo en la cantina. Salió bien tranquilo. Empezamos a caminar, y ahí fue cuando salieron esos chimados y lo mataron -dice.
—¿No creés que sean ellos quienes los están amenazando de muerte?
—Ahi sí que no sé. No tengo idea de quiénes putas son.

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