El terremoto que duró 10 años

Luego de diez años el Santa Teresa espera ser hospital, espera que pase el terremoto que le arrebató la vida para poder atender a los miles de pacientes que pasan por sus puertas. El proyecto Rhessa prometía reconstruir siete hospitales, de estos solo hay dos funcionando y todo el proyecto le ha costado al estado 73.4 millones de dólares más de los presupuestado. Ahora, Zacatecoluca sigue esperando su hospital.

Jimena Aguilar y Rodrigo Baires Quezada / Fotos: Mauro Arias

En Zacatecoluca no hay hospital. Unas galeras insalubres con techo de lámina que hornean a la gente apiñada en ellas y que carece de equipos suficientes para atender la demanda están en el lugar que debería ocupar un hospital público de primer nivel. El Santa Teresa es uno de los siete hospitales estatales dañados por los terremotos de 2001 que entraron en un proyecto de reconstrucción conocido como Rhessa cuya ejecución debió acabar a inicios de 2009. Un año y medio después, Rhessa tiene una deuda de cinco hospitales, un costo que ya se incrementó en un 70% y un olor a corrupción.

En el Santa Teresa todo huele mal. Las galeras donde convalecen seis mujeres que comparten tres camas, los retretes de los pacientes, los pasillos enlodados, la sala de pediatría y prácticamente cualquier instalación emanan un vaho de hedores a podrido, fermentos y hasta excrementos. Y también huele a podrido el olor que sale de las páginas de un informe que presentó María Isabel Rodríguez, ministra de Salud, a la Asamblea Legislativa, en el que detalla algunos de los hallazgos que detectó una investigación.

El documento encontró falsificación de información que permitió que se pagara por obra no realizada y una serie de decisiones de parte de las autoridades responsables del proyecto Rhessa que terminaron torpedeando la recuperación de los hospitales a los que acuden quienes no pueden costearse atención privada. Las decisiones que se tomaron perjudicaron al Estado y favorecieron a las empresas contratistas, en una actitud que la ministra sospecha premeditación.

Rodríguez dice que es inexplicable cómo de un proyecto para el beneficio de tanta población necesitada surgen tantas irregularidades, tantas que parecen haber sido cometidas con premeditación y que involucra a todo nivel dentro de la estructura estatal involucrada en el área de salud pública. "Califiquen como quieran a toda la cadena de personas, desde la máxima dirigencia hasta abajo, porque existiendo tantos mecanismos de control en el Estado, todavía no entiendo cómo pudieron hacerse cosas tan irregulares, dolosas para la vida de la población y que se quedó hasta ahí...", comenta.

En mayo de 2009, a punto de dejar el cargo, el entonces presidente Antonio Saca viajó hasta Zacatecoluca para la inauguración del hospital. 14 meses después, de ese edificio, que debía estar listo en marzo de ese año, solo hay una armazón gris que no sobrepasa el 50% en su construcción y por el que ya se pagó casi 9 millones de dólares de los 10.5 millones que estaban destinados para su reparación. Lo que Saca inauguró era un cascarón.

14 meses después de la inauguración del hospital reconstruido, el Santa Teresa tiene centenares de pacientes apiñados en galeras de fibrocemento y lámina, le es imposible realizar numerosos exámenes médicos y de laboratorio tan básicos como tomar placas de rayos X, carece de aire acondicionado donde es indispensable refrescar la atmósfera para reducir las posibilidades de infección, carece de áreas aisladas para recuperación de pacientes y, lo que debería ser un lugar para ofrecer salud, es un potencial foco de infección por su insalubridad.

Las moscas lo invaden todo: están en la pila de la cocina donde se lavan los trastos, sobrevuelan la carretilla metálica donde se lleva la comida a los pacientes, se meten en los pabellones y hacen, junto al calor y hacinamiento, que el término hospital sea una dura ironía para un lugar tan inhóspito. El director, Tito Gámez, reconoce que este no es un lugar adecuado para curar la salud, que no debería haber insalubridad donde las personas reciben atención médica. "Hasta parece un campo de concentración", dice.

Es en una de esas galeras que rebalsan de personas donde Rosa Hortensia está recostada sobre una cama. A su izquierda, en una mesita inserta entre dos camas, su plato de comida está a medio tocar. Una mosca aterriza por encima de su labio y camina sobre su mejilla derecha. No tiene ánimos ni de espantarla. No está en su lista de prioridades. Ya solo hablar es una tarea extenuante que la hace jadear y buscar desesperadamente aliento. Sus pulmones están débiles, dice. Pero un diagnóstico de edema pulmonar es solo una de las razones por las que está hospitalizada. Diabetes, hipertensión arterial e insuficiencia renal ahondan su cuadro clínico. Y a pesar de este cóctel de males, cuando llegó al Santa Teresa el viernes 18 de junio, Rosa Hortensia decidió regresar a su casa y esperar una semana más antes de ser hospitalizada. Esa semana la pasó mal, pero aún así no lo lamenta.

Su hija, Gladys, explica la decisión de Rosa Hortensia. “Estaban endosadas (las pacientes) y como ella es gordita, no podía quedarse. Por la incomodidad, por su misma enfermedad, ella tomó la decisión de que no la ingresaran”, dice. Una semana sin atención hospitalaria a cambio de una semana de una cama para ella sola. Ahora, descansa en la primera fila de camas en el pabellón de mujeres, frente a la estación de enfermeras.

Frente a Rosa Hortensia hay pacientes que no pudieron esperar. Cuando el número de internos supera al de camas, lo único que se puede hacer es enchachar, poner de dos en dos a los enfermos para medio suplir la demanda. Seis mujeres duermen sobre tres camas en una esquina. No se conocen y tienen que compartir cama. En pocos segundos, lo íntimo desaparece.

El terremoto del 13 de febrero de 2001 dejó al edificio del Santa Teresa desahuciado y redujo las salas de atención a pacientes a un montón de carpas militares dispuestas en lo que antes eran el parqueo y el jardín del hospital. Ruth de Cerón, trabajadora social, recuerda cómo se hablaba de que eran instalaciones provisionales. “Para mientras pasaba la emergencia”, evoca.

El “para mientras” lo justificaban los daños que había sufrido toda la infraestructura de la red hospitalaria pública. 23 de los 30 hospitales nacionales sufrieron daños catalogados entre moderados y severos y eso provocó una disminución de la capacidad de atención en todas las áreas en un 30% a nivel nacionales. Los costos de la reparación ascendían a 270 millones de dólares, pero aparentemente no había para tanto. El gobierno de Francisco Flores hizo sus números y determinó que se podría aspirar a obtener el 53% de los fondos, que saldrían de un préstamo de 141.2 millones con el Banco Mundial y sería bautizado bajo el nombre de “Proyecto de reconstrucción de hospitales por emergencias de los terremotos y extensión de servicios de salud” (Rhessa). Pero el proyecto y el préstamo solo alcanzarían para recuperar siete de los 23 hospitales dañados.

A finales de octubre de 2001, una misión del Banco Mundial hizo público el proyecto: se dispondrían de 122.7 millones de dólares para la reconstrucción, rehabilitación o construcción total de siete hospitales prioritarios, además de su equipamiento, diseño, supervisión y administración del proyecto.

En ese documento, entre obras físicas y equipo nuevo, el Santa Teresa tenía 5.7 millones de dólares asignados para renacer como un hospital de nivel dos, es decir, aquel que ya puede prestar algunas atenciones especializadas, más allá de la atención de medicina general que prestan los de nivel uno. Cuando el préstamo fue aprobado por unanimidad en la Asamblea Legislativa, en enero de 2002, el monto había aumentado a 8.2 millones y lo único que había cambiado en Zacatecoluca era que el hospital funcionaba en galeras provisionales de paredes de fibrocemento y techos de lámina.

Después de nueve años, las paredes provisionales siguen ahí, sobre el mismo piso que antes sostenía carros y ahora sigue funcionando como hospital. Lo provisional ya es permanente, está viejo y desgastado. Hay paredes rotas, bases de madera comidas por comején y pasillos de cemento desgastado y encharcado. Ahí es donde van a parar quienes buscan salud de una población de más de 316 mil habitantes en el área de influencia del Santa Teresa.

Los pacientes se adentran a las fauces del hospital atravesando el pabellón de emergencias. La entrada parece un mercado por la cantidad de gente que pulula, la mayoría arremolinándose alrededor de la estación de enfermeras a la espera de ser atendidos o de que atiendan a sus parientes. Un pasillo de concreto, de 15 metros de largo y poco más de dos metros de ancho, divide a la galera en dos bloques de cubículos separados entre sí por paredes de fibrocemento y con cortinas a manera de puertas.

Una consulta ginecológica, que ya de por sí es invasiva, hace olvidar a la paciente cualquier noción de intimidad, pues se vuelve casi un espectáculo público donde los médicos esculcan a las mujeres casi a la vista de todos. En la sala de ginecología, a la cual decirle sala ya es sobrevalorarla, la privacidad depende de lo que impidann ver dos sábanas de claveles azules y cintas rosa que cuelgan de una barra metálica, una que da al pasillo y otra que divide el cubículo en dos. Por debajo de la segunda, una mujer intenta esconder sus pies mientras espera turno para que la escudriñen.

Desde la ratificación del préstamo, en 2003, hasta mayo de 2007, el edificio del Santa Teresa fue más un esqueleto desahuciado de cinco pisos de altura que un hospital. En general, todo el proyecto Rhessa se retrasó años. Las primeras licitaciones para la reconstrucción de los hospitales salieron hasta 2006, cuando los costos ya superaban con creces el dinero otorgado por el Banco Mundial y el proyecto, en silencio, ya había dejado de lado la construcción del hospital de Maternidad, valorada en 29.9 millones de dólares.

Cuando el Estado licita cualquier tipo de bienes o servicios, los contratos tienen que regirse bajo las reglas de la ley de adquisiciones y compras (Lacap), en la cual se establece que un contrato llave en mano no admite modificaciones, ajuste de precios ni cambios en el plazo de ejecución salvo que existan casos de fuerza mayor. Según Manuel Cruz, miembro de la subsecretaría de Transparencia, un contrato llave en mano mata la posibilidad de llevar un desacuerdo entre las partes a un arbitraje, pues cada una de las partes sobreentiende las ventajas de esa modalidad, en la cual el contratista asume prácticamente todo tipo de riesgos por el hecho de tener todo el paquete en sus manos. De las seis reconstrucciones que se licitaron, cinco fueron adjudicados bajo la modalidad de un contrato llave en mano, pero este no iba bajo las reglas de la Lacap, sino bajo las del Banco Mundial que sí permitían ajuste de precios y arbitrajes.

Esta modalidad no ayudó a ahorrar el dinero que ya estaba escaso cuando se licitaron los contratos, dando pie a que en cinco de las obras se recurriera a arbitrajes para dirimir conflictos en el aumento de costos por el alza de precios en los materiales o equipamiento. De esa manera, el Estado ha sido obligado a pagar 12.5 millones de dólares en cinco de las seis obras.

La ejecución de la reconstrucción del hospital de Zacatecoluca quedó en manos del asocio CPK-Borelli & Merigo Arquitectura, el cual cobraría 10.5 millones de dólares. Además, se pagaría casi 979 mil dólares a CHC-Norcontrol-Roberto Salazar, la empresa encargada de la supervisión de la obra. En febrero de 2009, el Estado fue condenado a pagar 1.797 millones de dólares más en concepto de aumento de precios y retrasos en los desembolsos, llevando la obra a costar un poco más de 13.2 millones de dólares hasta entonces.

Ahora, sin embargo, lo que se agrega al retraso y a los costos extras que fueron surgiendo, es el descubrimiento de que el Estado pagó por obra no realizada. En tres de las obras el Estado pagó otros 12.5 millones por obra que nunca se realizó y ahora ha tenido que negociar otro préstamo para poder construir el hospital que quedó olvidado cuando se licitaron los proyectos, el hospital de Maternidad. Para Cecilia Reyes de Morán, la nueva directora del proyecto Rhessa, los gastos extras podrían haberse evitado y asegura que si hubieran sido contratos unitarios y otorgados a diferentes empresas “con menos dinero, se hubiera podido terminar los hospitales, incluyendo el de Maternidad”.

Pero el de Maternidad quedó excluido de la reconstrucción y el Santa Teresa aún luce en ruinas. En el pabellón de hombres, separadas solo por un par de centímetros, las camas pelean por los pocos espacios libres, dispuestas en un orden extraño en la que alguna empuja a otra, otra le bloquea el paso, y más de alguna descansa acomodada en diagonal a la cabecera de una quinta. Es un vaivén de camas y hombres uniformados con rostros tristes y pijamas celestes.

Al fondo de la galera, cortándola en dos, una imagen del sagrado corazón de Jesús vela por los enfermos y marca la línea imaginaria que separa a los pacientes de cirugía de los de medicina general. Eso, como lo de “enchachar” pacientes, reconocen las autoridades de salud, está contraindicado en un hospital. Separar a los pacientes que padecen de diferentes enfermedades es una indicación básica para evitar el contagio de enfermedades hospitalarias, es decir evitar que un paciente contraiga un mal diferente a aquel por el que ingresó.

No mezclar a los pacientes, en camas y en galeras, para evitar contagio de enfermedades hospitalarias va de la mano con mantener las instalaciones con aire acondicionado e instalar mallas para insectos en zonas tropicales y así evitar que estos sean medios de transmisión. Todas estas medidas estarían presentes en el nuevo Santa Teresa. Si hubiera hospital. Lo que sí hay son sospechas más allá de las de la ministra de Salud. Marcos Rodríguez, subsecretario de Transparencia, asegura que el hecho de que surgieran procesos de arbitraje en tantos proyectos va más allá de una mera casualidad y refleja una premeditación sistemática y regular en los gobiernos pasados. “Nosotros estamos viendo lo del Diego de Holguín, lo de Rhessa, son del mismo modo: arbitraje en un contrato llave en mano. Y uno dice, ‘ahí hay algo’. No es casualidad, por eso estamos evaluando hoy todos los arbitrajes en función”, comentó.

Rodríguez está a cargo de una investigación de las gestiones anteriores, por mandato del presidente Mauricio Funes, quien le encargó que presente un informe con los descubrimientos sospechosos de corrupción.

En esa sala de hombres, bajo la mirada del sagrado corazón de Jesús duerme Miguel Peña. Hace un mes un carro le destrozó un brazo y las piernas. La policía lo encontró tirado en la calle y lo llevó al hospital. Miguel es uno de los miles de pacientes que solicitan atención en el Santa Teresa cada año. Solo en 2009, 80 mil 983 pacientes cruzaron las puertas del Santa Teresa. Para este año, ya sin cuotas voluntarias, la dirección del hospital calcula un récord de 100 mil pacientes. “Aquí llegan pacientes de todos lados pero, más que todo, del área rural y de extrema pobreza... esto varia, hay gente humilde que con lo poquito que se da se siente satisfecha”, dice Ruth de Cerón, la trabajadora social.

Por eso es que no existen reclamos si los pacientes de cirugía y de enfermedades comunes –como diabetes o tuberculosis- conviven en el mismo espacio. Por eso los parientes no se quejan de que sus familiares entren por una enfermedad y salgan aquejados por otra. Ahí priva la regla de “lo poquito”. Las medidas necesarias para evitar esto parecen lejanas en los pabellones del Santa Teresa, donde la protección de los pacientes queda en manos del sagrado corazón de Jesús, donde las moscas parecen más prestas a ocuparse de los enfermos y donde cada quien es responsable de conseguir el dinero para comprar los medicamentos y los servicios que el hospital no provee.

Casi 10 años después de los terremotos y tras dos gobiernos, con solo dos de los siete hospitales funcionando -el San Rafael, de Santa Tecla, y el de Cojutepeque-, terminar con todo el proyecto costará 73.4 millones más que el centenar de millones originales.

Aunque las constructoras defienden el incremento en los montos, el gobierno actual dice que existen otras irregularidades. Ahora, dentro del edificio del Santa Teresa solo se escucha el martilleo de los cinceles rompiendo concreto viejo y el trajín de un grupo de trabajadores, obreros que quitan las viejas columnas, que están terminando los refuerzos de las vigas, columnas y losas. En el sótano, como un recuerdo, todavía están instaladas las viejas calderas y, hasta hace poco, la escalera central apenas llegaba al segundo piso. Por todo ello, asegura Cecilia Reyes de Morán, gerente del proyecto, ya se había pagado.

Aparte de obra no realizada, la administración actual ha descubierto otra irregularidad: la falta de equipos. En total, según el Ministerio de Salud, el Estado ha pagado 12.5 millones de dólares por trabajos o equipo que no se encuentra en los lugares de construcción de tres hospitales: Santa Gertrudis, en San Vicente; San Pedro, en Usulután; y Santa Teresa, en Zacatecoluca.

Una tarde, una mujer entra a un cuarto con paredes de lámina en el Santa Teresa. Es la oficina de trabajo social. Adentro hay tres escritorios y tres ventiladores a toda marcha para aliviar el calor que asfixia a sus habitantes. La mujer se acerca a un escritorio, extrae un papel doblado de una pistera degastada y suplica por ayuda. “Quería saber si hay un lugar más barato donde pueda hacer esto”, dice, y muestra la orden para una radiografía de abdomen. La trabajadora baja la mirada y le dice que no puede hacer nada por ella, que los 11 dólares que le cobran en la clínica privada ya es un precio especial que han gestionado para los pacientes del hospital. La mujer no tiene esa cantidad. Dobla el papel, da las gracias y se marcha. Para ella, el Santa Teresa no puede brindarle salud, aunque tendría que hacerlo. Esa placa de rayos X podría tomarse en unos minutos con los equipos que ahora duermen en una bodega de lámina y que los técnicos no pueden utilizar porque el cuarto de 12 metros cuadrados donde están obligados a trabajar no tiene una estructura suficientemente fuerte para soportar el pesado equipo radiológico. Unas decenas de metros separan a esta choza del edificio, donde una sala de radiología espera terminar de ser reconstruida para recibir las pesadas máquinas.

A pesar del riesgo, la sala de rayos X permaneció dentro del viejo edificio después de los terremotos y solo fue reubicada hasta que se inició la reconstrucción, en junio de 2007. El peligro ofrecía una ventaja: podían trabajar con el equipo necesario para una verdadera sala de radiología. Ahora funciona en un cuarto con un caparazón de placas de plomo revestidas con paredes de fibrocemento y todo lo que pueden hacer se limita a tomar placas con una máquina móvil. Una placa de abdomen se vuelve una tarea épica. Otras más complicadas son un sueño irrealizable, como lo es una del riñón.

“Brindar atenciones integrales, generales y especializadas a la población de referencia, con el objeto de incidir positivamente en los niveles de morbi-mortalidad”, reza la justificación del presupuesto anual que recibe el hospital Santa Teresa de Zacatecoluca. Son casi cinco millones y medio de dólares. Pero cuando uno no puede pagar un examen, ese objetivo no se puede cumplir. Entonces, es cuando las trabajadoras sociales hablan con los médicos para intentar que se exoneren los pagos. No siempre lo logran.

Otros equipos hospitalarios también están a merced de las obras que no se han realizado. Las nuevas incubadoras y las cámaras laparoscópicas no se pueden utilizar por fallas en el sistema eléctrico de las instalaciones provisionales. Por el momento en el cubículo de máxima pediatría solo hay una incubadora en uso, donde un bebé da de alaridos mientras recibe el calor de la vieja máquina; del programa de cirugías laparoscópicas solo queda el mal recuerdo de cuando hubo un bajón de corriente en pleno proceso, poniendo en peligro al paciente que era intervenido.

El objetivo presupuestario parece diluirse en el papel mientras en el hospital Santa Teresa un niño con diarrea defeca accidentalmente el pabellón de pediatría y no hay otra forma más de limpiar que sacando a la intemperia a los niños enfermos. Algo más básico, como asegurar la confidencialidad de un paciente durante una conversación suena casi prohibitivo. “Imagínese que a veces tenemos pacientes contagiados con VIH y tenemos que decirles su respuesta. No tenemos un área privada, se los decimos suavecito para que otra persona no oiga”, comenta Ruth de Cerón.

Según las estimaciones hechas por el Ministerio, solo en el hospital de Usulután se dejaron de atender 36 mil 659 pacientes por falta de capacidad y además hacen falta 31 camas diarias, lo cual significó un costo de casi 900 mil dólares anuales. Esta es para la ministra de Salud una de las consecuencias más graves del manejo irregular del proyecto Rhessa. “El costo social es profundamente elevado en la salud de la población, en todo lo que puede significar las inadecuadas condiciones para la atención del paciente, en las posibilidades de contaminación... es un costo elevadísimo, muy elevado”,dice María Isabel Rodríguez.

El resultado de un proyecto ejecutado de manera irregular es un círculo de malos tratos a gente de escasos recursos, que repite patrones difíciles de romper mientras las condiciones no mejoren. El ambiente insalubre propicia que un paciente termine hospitalizado por una semana, en lugar de dos días, y que las posibilidades de atrapar una infección hospitalaria aumenten. Así se generan más gastos para el hospital, dinero que podría utilizar en comprar, por ejemplo, más monitores o contratar más personal. Al final el paciente es siempre el afectado.

En este círculo la calidad de los servicios de salud baja y baja hasta diluirse entre un gracias a Dios pusimos lavamanos en cada sala, o que haya un monitor por cada galera repleta con 40 personas. Irónicamente, un servicio de calidad es uno de los objetivos del Ministerio de Salud: “Garantizar el acceso a servicios de salud preventivos y curativos a la población salvadoreña, en especial a los grupos vulnerables, con equidad, oportunidad y calidad”, expresa la declaración de propósitos incluida en la Ley de presupuesto.

Ruth de Cerón mira las paredes de lámina de su oficina, describe el maltrato que reciben los pacientes y recuerda con indignación cuando el ex presidente Saca develó la placa del hospital el 26 de mayo de 2009. “Vino a inaugurarlo... eso (el edificio) no estaba ni para habilitarlo tan siquiera y que él viniera con esa farsa de poner esa su placa, que ya estaba...¡pura mentira!”. Ese mismo día, el ex presidente develó placas similares en los hospitales de San Vicente y Usulután. 15 meses después, ninguno de ellos está funcionando aunque en papel, la información aseguraba que iban más adelantados de lo que en realidad estaban. Esta información falsa fue aprobada por las compañías constructoras, la compañía supervisora y la ex dirigencia de Rhessa y como resultado de esta cadena el Estado pagó por obra que no estaba realizada.

Ese mismo mes en que Sca develó las placas, la compañía CPK anunció que el hospital de Zacatecoluca estaría terminado en los siguientes dos meses y que incluso ya se podía habilitar algunas áreas para ser utilizadas en la emergencia de la gripe AH1N1. Pero al seguir el avance de la obra en los reportes de la empresa, a esas fechas, la obra no alcanzaba el 55% de realización. Cecilia Reyes de Morán, la nueva directora del proyecto, dice haber recibido protestas por parte de la compañía debido a esta inauguración. “¿Cómo no querían que se atrasaran si habían tenido que pintar para que inauguraran el hospital?, me dijeron”.

Las nuevas autoridades de Salud recibieron un informe sobre el avance de la obra. Para julio de 2009 la constructora sostenía que el hospital de Zacatecoluca estaba ya por terminarse, aunque no estaba listo como lo había asegurado algunos meses antes. La obra iba viento en popa con 73.2% de avance. Pero estos avances eran falsos. Toda obra que la compañía constructora hacía en el hospital era verificada por la empresa supervisora, además de tener que contar con el visto bueno del gerente de obra y de la gerencia del proyecto antes de ser transferido el pago correspondiente.

Del informe que recibió Reyes de Morán a lo que encontraron en los lugares de construcción, el progreso de la obra era muy diferente. Según un peritaje técnico realizado en el Santa Teresa, en más de dos años solo el 47.58% de la reconstrucción del hospital estaba listo, aunque CPK ya había recibido el pago por un progreso del 73.2%, casi nueve millones de dólares de los 10.49 millones destinados para el hospital de Zacatecoluca.

Según el ministerio, ese avance incluía adelantos por equipamiento que nunca llegó al sitio de obra. CPK, a través de su apoderado legal Rolando García, asegura que sí porque el ex ministro de Salud, José Guillermo Maza Brizuela, autorizó que así fuera el 21 de febrero de 2008. El Faro trató de contactar al ex ministro Maza, pero en su consultorio dijeron que él no estaba disponible para entrevistas.

El ex ministro, en una carta, delimitó el sitio de obra como el terreno y otros lugares en que ha de ejecutarse la obra y cualquier otro terreno o lugar que, con arreglo a lo especificado en el contrato, forme pare de la zona de la obra. Consecuentemente aclara que las bodegas de la empresa contratista caen dentro de estas categorías.

Por lo tanto, los equipos fueron entregados en las bodegas de CPK y de empresas subcontratistas, antes de que estas terminaran la obra. Además se modificó la forma de pago de tal manera que algunos equipos fueron cancelados en un 100% sin estar instalados. Algunos de ellos todavía están en poder de las empresas.

Ahora María Isabel Rodríguez, ministra de salud, se pregunta por qué razón se permitió que los equipos fueran enviados a otros lugares que no eran el hospital. Como resultado, dice, parte de este equipo no aparece en este momento. La compañía lo retiene justificando que el Ministerio le tiene que pagar por haberla removido de la obra y por retrasos debido a incumplimiento de pagos. “Todas esas irregularidades, llamémoslo así, hacen ver que no había una mente que estuviera conduciendo un proyecto en beneficio de la población”, señala Rodríguez.

Luego de casi una semana hospitalizada, Rosa Hortensia está optimista. Están por hacerlel una transfusión de sangre, los médicos la han atendido bien y dos de sus cinco hijos están de visita. Le tratan de corregir el potasio por la insuficiencia renal. El hospital no cuenta con un nefrólogo, de complicarse el caso tendrán que transferirla a otro hospital. Ella espera salir de ahí dentro de tres días. A pesar del calor, del hacinamiento, de una cama que no puede regular postura y de sus varias enfermedades, Rosa Hortensia no se queja, porque sabe que hay otros que la están pasando peor. Su familia puede pagar 25 dólares en medicinas haciendo un esfuerzo. No le pesa porque el hospital tiene que ocuparse de tanta gente más pobre que ella.

En la otra lata de sardinas que alberga a los pacientes hombres, Miguel Peña espera. Desde hace un mes está en el hospital. Entró inconsciente, como muchos atropellados que la policía trae en la cama de un pick up, y ahora está enyesado de ambas piernas y del brazo derecho que se fracturó en el accidente. En el brazo "sano" le hace falta la mano, pues la perdió hace tiempo. De tal manera que con un brazo sin mano y con el otro enyesado, no puede hacer casi nada sin ayuda. Recibe los baños de esponja en la cama rodeado por sus vecinos, escondido solo por una sábana mientras las enfermeras le dan vuelta para uno y otro lado. No puede comer por sí solo. Un hombre se acerca y le ayuda a comer. Es el ordenanza del hospital. Deja de barrer, apoya la escoba al pie de una cama, donde descansa un paciente de cirugía. A pocos centímetros de la escoba resalta en el abdomen de ese hombre un parche blanco ensangrentado. El ordenanza acerca el tenedor a la cara de Miguel y de a pocos le da de comer.

A Miguel ayer le dieron de alta. Desde ayer ya es libre de irse del hospital, de salir de la galera con olor a podredumbre, del calor que trata de soportar desde hace un mes, pero sigue en esa cama rodeado de decenas de personas y comiendo gracias a la ayuda de un señor de pelo blanco bajo la atenta mirada del sagrado corazón de Jesús. Su madre, la única persona que lo llega a visitar, está tratando de conseguir transporte para llevarlo a casa. No tiene dinero para pagarlo.

Mientras ella llega, Miguel duerme en el hospital, en una cama que en este lugar es un bien codiciado, algo que puede significar no dormir emparejado. Ahora está en el limbo, bajo dos carteles dividiendo la galera, adivinando cuándo podrá venir su madre. No llegó a la hora de visita, pero tal vez llegue en la tarde. Él sigue esperando. Y el gobierno sigue esperando recopilar más información para determinar qué hallazgos dan indicios de comisión de delitos en el proyecto Rhessa, con el fin de presentarlos a la Fiscalía.