Opinión / Desigualdad

Violaciones con v chiquita


Lunes, 9 de mayo de 2016
Cristina Lopez G.

En nuestro paisito de machismos, rígidas expectativas de género (¿Y cómo vas a hacer cuando te toque cocinarle a tu marido?) y violencia estructural y sistematizada contra las mujeres, me sentía consciente de mi privilegio. No tengo historias de padrastros que entran al cuarto a medianoche, o de juegos con hermanos, primos o vecinos que me hubieran incomodado alguna vez. Ninguna experiencia a manos de algún amigo de la familia, de chiquita, me hizo entender por la fuerza que no todos los adultos eran buenos. Oír las historias de horror que les han pasado a amigas o leer testimonios de desconocidas que podrían haber sido yo, sobre noches de parranda en que narcóticos se disfrazan de Midori sour, me servía para suspirar de alivio, confirmando que mi paso por la vida, invicta de abuso —según yo— era realmente suerte.

El problema es que la narrativa de que los acosos y los abusos sólo son aquellos que perpetra un violador desconocido a las niñas que caminan en callejones oscuros —esos reportajes de Cuatro Visión, de violaciones con V mayúscula— ha permeado tanto que ignoramos las otras, las que recibimos día a día. Por eso pensamos que porque no hemos sido víctimas de aquellas violaciones nunca nos ha pasado nada. Por lo menos es lo que pensé yo, por años. Al ignorar que otras acciones también son abusos porque violan nuestro consentimiento de maneras igual de inaceptables, las cotidianizamos. Normalizamos el miedo, lo equiparamos con la condición de ser mujeres en un mundo donde así son los hombres, qué se le va a hacer. No solo esa animalización determinista sobre los hombres es injusta; lo que perpetúa la normalización de la violencia contra las mujeres, es precisamente el pensar que al hombre no le queda de otra más que acosar y abusar. Que su volición cuenta poco, tan poco, que el onus de evitar que nos pase algo recae en nuestra ropa, nuestras decisiones, nuestro pudor, más que en su libre albedrío. Que sus instintos los vuelven impotentes a los “no” de las mujeres, al grado que las ingenuas somos nosotros por pensar que decir “no” vale de algo. Que en la naturaleza de ellos está el depredar sin pensar, y en la de nosotras el no ser tan delicadas, desarrollar una capa de piel gruesa que aguante con todo y nos ayude a tragarnos la incomodidad, porque los hombres así son.

Pero sí, esas otras violaciones también hacen daño. No dejan evidencia genética que llevar ante un fiscal, pero las laceraciones no por ser invisibles marcan menos. Las violaciones con v chiquita son esas que nos llevan a perder para siempre amistades mientras nos sentimos afortunadas porque el casi no fue, porque pudo ser peor. Son esas de las que años después nos acordamos y que nos revuelven el estómago y nos sacan lágrimas porque de repente vuelve a la mente aquella vez que casi… o más bien aquella vez que. Son esas del miedo espantoso ( ¿Miedo yo? Si a mí no me da miedo nada), de la incomodidad nauseabunda, de la vergüenza del día siguiente y la amnesia selectiva, no para protegerte de un trauma que todavía no sabés que tenés, sino para proteger al cabrón que se pasó de tragos esa noche.

Y nos quedamos en silencio, no vaya a ser que ofendamos al cabrón, a ese que era un amigo cercano y el más leal confidente, con mucho aguante para tus locuras y poco para los licores fuertes. El que aprovechando el envalentonamiento de un guaro exótico (creo que era absenta) decidió que en medio de la noche me iba a confesar su amor y me iba a explicar (pero apenas usó palabras) todas las razones por las que teníamos que ser más que amigos. El silencio y la amnesia, para proteger al cabrón que en esa época era estudiante universitario igual que yo, pero que ahora seguro trabaja en algún banco, bufete o firma consultora para la que, seguro, se trajea todos los días disfrazado según él de ciudadano de bien, que paga impuestos, no tira basura en la calle, y que quizás sea ahora el papá de alguna criatura y el esposo de alguien (sería tan fácil… pero borrar gente en Facebook es mucho más fácil). El cabrón que, seguro, lee los horrores que otros de su calaña hacen a otras mujeres y los condena con superioridad moral, el que coincide en que el acoso sexual es horrible, pero se ve en el espejo y no ve un victimario. Que ignora cómodamente que su insistencia borracha y su cuerpo semidesnudo implorante fueron la razón real por la que perdió a una amiga, no los kilómetros de por medio ni el tiempo que enfría algunas amistades de la juventud. El cabrón que, al verse rechazado, dijo que la egoísta era yo..

Nunca he puesto en duda sus palabras, y poco me importa si es cierto eso que dijo, de que nadie me iba a querer como él. Ojalá la amenaza sea cierta

No, físicamente no me pasó nada. La historia quizás hasta la conté alguna vez como chiste, como una más entre el repertorio de anécdotas de bolos necios, o una más entre las aventuras cómicas que caben en una escapada lejos de la ciudad con los amigos. A mi familia nunca le conté: me daba vergüenza. Tenía miedo de que fueran a pensar que todos mis amigos eran así y no me dejaran verlos nunca más. De que mis hermanos le partieran la cara al cabrón y se hiciera un escándalo por mi culpa. No quería que nadie supiera de mi debilidad, que ni siquiera intenté partirle la cara en defensa propia porque era mi amigo. Miedo de que alguien hiciera eco en voz alta de la vocecita que en aquél momento me decía que me lo merecía, porque seguro que yo, sin darme cuenta, le había dado indicios al cabrón de que mi no significaba ¡por favor!

En mi historia —suerte la mía, lo digo sin ironías— hubo un héroe, que aunque estaba ahí por casualidad, no se quedó como testigo casual e impidió al cabrón llegar a más, causando que la rabia del cabrón contra mí se redoblara, porque era yo la que estaba fallando en explicarle al héroe que lo que estaba pasando no era tan malo como se veía y que mis chillidos con negativas desesperadas eran broma, el chiste interno entre dos buenos amigos.

Escribí a ese amigo héroe hace unos días, para asegurarme de que los años no me estaban haciendo distorsionar la historia, para saber si mis recuerdos estaban siendo justos con la verdad y con el cabrón. Se acordaba de todo. Lo tenía igual de fresco que yo. Le conté que el recuerdo todavía me provoca la misma incomodidad, las mismas náuseas y lágrimas. Le conté que iba a escribir esto y que me moría de vergüenza, como si la que se hubiera arrimado en calzoncillos al cuerpo de alguien en medio de la noche, ignorando empujones y negativas, hubiera sido yo.

Rara vez publico escritos con “malas palabras”. Me autocensuro hasta en Twitter, con asteriscos hipócritas, bajo la filosofía puritana de que no escribiría jamás algo que no dijera frente a un jefe. En la primera versión de esta columna, al cabrón le decía hijueputa. Lo cambié en la primera revisada: echar la culpa a su mamá entraña la misma violencia de la que me estoy quejando, lo exonera de sus actos y culpa a una mujer. Cabrón le queda mejor. Es una palabra que nunca uso porque rara vez considero que alguien la merece, pero llamar “fulano” a este cabrón hubiera sido inexacto, y la inexactitud es una mediocridad de la que no quiero pecar.

Yo escribo de política gringa por trabajo, de política salvadoreña por interés personal y responsabilidad cívica, y de sátira y cultura popular por hobby. Me gusta más escribir que publicar y aunque escribo de todo no siempre publico sobre los temas que más me importan. Por ejemplo, siempre había creído que otras voces representan mejor las luchas de las mujeres que la mía. Hasta que leí de #miprimeracoso. Se oye como una versión tétrica de tantos hitos que llenan álbumes de bebé: “mi primer paso”, “mi primer diente”, “mi primer acoso”. Lo ví, como tantas otras cosas en las redes sociales, entre los videos de gatos y las recetas de guacamole. Se veía igual de viral. La diferencia es que los videos de gatos no me recuerdan a cabrones en calzoncillos, y las recetas de guacamole no me hacen llorar. El hashtag me apareció originado por amigas de México y me llenó el timeline de Facebook y Twitter.

¿Y a cuenta de qué, le ha dado a esta por contar intimidades?

Los trapos chucos se lavan en la casa.

La historia de algo que *casi* pasa, no es lo mismo que la historia de algo que pasó.

Conozco a una de las pioneras en impulsar el hashtag. Siempre la he admirado por su consistencia y la pujanza que ha demostrado en la defensa de los derechos humanos, sobre todo de las mujeres. Porque pensaba que la tarea de la igualdad de género se beneficiaba más de voces como la de ella que de la mía, la dejaba hablar y retuiteaba entusiasmada pero callada, asintiendo, orgullosa de habérmela cruzado alguna vez en esta vida y de que pusiera en palabras y mejor que yo tantos pensamientos en común. Pero ahora, en El Faro, Laura Aguirre ha abierto la discusión en nuestro El Salvador, en nuestra cancha, para nuestras voces. Y aunque ya no estoy ahí no me extrañaría que mi historia fuera la misma de miles de niñas que también dijeron que no a algún cabrón con sordera selectiva. Si logramos replicar aunque sea a mínima escala lo que logró México con #miprimeracoso, no es poco. Y si logramos que quien nos lea entienda,por lo menos en la semántica, lo que significa un no, habremos avanzado algo. Si nos callamos, ganan los cabrones.

 

*Cristina Lopez G. trabaja como investigadora en Media Matters, una plataforma dedicada al monitoreo y contraste de la desinformación en medios de comunicación conservadores en Estados Unidos. Es licenciada en Derecho por la ESEN y tiene una maestría en Políticas Públicas por Georgetown University. Reside en Washington DC.

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