Columnas / Cultura

La población salvadoreña prefiere democracia, pero aprueba el autoritarismo

Vivir en un estado continuo de desigualdad y en uno de los países con los peores lugares de seguridad se corresponde con el escenario de inseguridad ideal que alberga valores enfocados en la supervivencia.

Viernes, 28 de julio de 2023
Yair Tamayo

El desarrollo de los Juegos Centroamericanos 2023 en San Salvador permitió evidenciar a la comunidad internacional cómo el presidente salvadoreño Nayib Bukele es uno de los líderes más polarizantes en América Latina. Tras las medidas de seguridad instauradas por el presidente, existen opiniones tan distantes como que El Salvador vive en una “paz mafiosa” o en un “estado de paz impensado”. A pesar de acusaciones y autodescripciones de dictador, ejercicios de opinión lo ubican como un líder con altos índices de popularidad en su país. La población salvadoreña está dispuesta a tener resultados sin importar el costo a su democracia.

La Corporación Latinobarómetro colocó, el pasado 21 de julio, al presidente salvadoreño como el mandatario latinoamericano con mayor aprobación. Hay una serie de aspectos que permiten explicar cómo es factible que Nayib Bukele tenga esos niveles de popularidad.  El más evidente es su frontal combate a la inseguridad y a su foco específico en las pandillas. Su estrategia ha logrado que la tasa de homicidios tenga un claro descenso desde su implementación. También, si bien ha vuelto a estándares normales, tuvo una recuperación económica destacable posterior a la pandemia de covid-19.

No obstante, los oscuros opacan por un gran margen a los claros. El costo de la “seguridad” ha sido alto: el régimen de excepción ha representado una sistemática violación a los derechos humanos y una afectación a derechos básicos, como los de asociación y presunción de inocencia. A esto se suma un plan para derruir la institucionalidad política de El Salvador, que va desde la intromisión de miembros del ejército al palacio Legislativo, la destitución de jueces de la Corte Suprema de Justicia y del fiscal general, hasta la cooptación del Instituto de Acceso a la Información Pública. La cereza en este agrio pastel es la reelección, a pesar de la clara prohibición constitucional. Esta columna podría extenderse por páginas con ejemplos sobre los rasgos autoritarios de Bukele, pero ese no es el objetivo.

Para explicar los niveles de aprobación en este escenario es importante entender que no se trata de un asunto de ceguera repentina o de un viraje de la población salvadoreña hacia el autoritarismo, sino de valores políticos enfrentados. En 1977 el politólogo Ronald Inglehart explicó, en La revolución silenciosa, cómo pueden cambiar los valores democráticos en una sociedad. De generación en generación, las personas que dan por sentados aspectos básicos de supervivencia tienden a demostrar valores más democráticos o posmaterialistas; es decir, dan preferencia a la libertad de expresión, búsqueda de igualdad y tolerancia. Mientras que quienes se encuentran en un estado continuo de inseguridad, desde la alimentaria hasta la física, tienden a preocuparse por sobrevivir y piensan, principalmente, en su bienestar individual y el de su círculo cercano. Eso favorece que apoyen a líderes fuertes que resuelvan su estado de emergencia.

La ciudadanía salvadoreña presenta, pues, un encontronazo entre ambos tipos de valores, lo que no necesariamente quiere decir que han perdido fe en el sistema. Hay datos que lo demuestran. El Salvador fue el país de mayor aumento en el apoyo a la democracia en Latinoamérica en el 2021, con 18 puntos más que su resultado anterior, según el Latinobarómetro. En la medición de 2023, mantuvo el mismo 46 %. El primer registro es entendible por el cambio que representó una figura como la de Bukele después de 30 años en donde ARENA y el FMLN detentaron la presidencia. El segundo, en cambio, confirma el convencimiento de la población sobre la administración de Bukele. Al mismo tiempo, 63 % de la población salvadoreña asegura que no le importa no tener un gobierno democrático, siempre y cuando se resuelvan sus problemas. Por un lado el soporte a la democracia, por el otro la manifestación de intereses materialistas e individuales.

Esta paradoja tiene una explicación contextual y permite vislumbrar el escenario para un presidente como Bukele. Vivir en un estado continuo de desigualdad y en uno de los países con los peores lugares de seguridad se corresponde con el escenario de inseguridad ideal que explica Inglehart para albergar valores enfocados en la supervivencia. Al mismo tiempo, el nivel de confianza en las instituciones que representan contrapesos al poder Ejecutivo ha caído considerablemente: desde 2008, los partidos políticos  no superan el 40 % de confianza y desde 2016 el porcentaje no pasa del 10 %. Tampoco el Congreso y el poder Judicial superan el 40 % de confianza desde el 2009. El único en quien por ahora confían las y los salvadoreños es el presidente, con un 81 % de confianza.

La supervivencia individual o del grupo cercano es algo tan primigenio que, cuando está bajo asedio, domina preferencias y percepciones. La reiterada decepción que producen algunos personajes que podrían equilibrar la balanza de poder es el caldo de cultivo que el presidente Nayib Bukele ha aprovechado. Su estrategia respecto a la acumulación de poder no es siquiera disimulada, la ejecuta a sabiendas de que otros factores le traerían popularidad. Su estrategia comunicativa demuestra una maniobra consciente: al entender como prioridad la seguridad, remarca puntos visibles, como la acumulación de un número de días –aunque no sean seguidos– sin homicidios. Al mismo tiempo, aprovecha esa bonanza para debilitar contrapesos.

El fenómeno de popularidad de Nayib Bukele es un llamado de atención en distintos frentes. Primero, para Latinoamérica. La estrategia del presidente salvadoreño no ha tenido repudio unánime. Al contrario, se han manifestado seguidores en distintos países, como Colombia, Guatemala y Honduras. En este último, incluso, su presidenta Xiomara Castro ha propuesto un régimen de excepción similar al de Bukele para atender sus problemas de inseguridad. La admiración o el silencio regional han permitido estrategias autoritarias como las del presidente salvadoreño.

El fortalecimiento de Bukele ha sido, principalmente, una señal de alarma para la política en El Salvador. Estar en un constante estado de amenaza empuja a la población a buscar medidas desesperadas. No todo está perdido, es clara la exigencia: dar beneficios a la ciudadanía hace factible obtener aprobación y confianza. La población salvadoreña sigue creyendo en la preponderancia de los valores democráticos, en que ninguna decisión está por encima de la tolerancia y el respeto a los derechos humanos, pero se cansaron de esperar resultados.

Yair Tamayo es maestro en Estudios Políticos y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e integrante del equipo del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina. Puedes seguirle en twitter como @yaptamayo y en @ReformasLATAM 

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