Columnas / Política

Que cese la política del ver, oír y callar


Lunes, 30 de abril de 2018
Marcela Zamora

Soy Marcela, una joven de 37 años, profesional con dos carreras, con una pequeña empresa que impulsa proyectos sociales y cinematográficos en El Salvador. Soy madre soltera de una niña que, junto a mi trabajo y mi familia, es lo más importante en mi vida. Nací en una familia de izquierda, muy religiosa y muy humilde. Crecí viendo a mi padre y mi madre tomar roles distintos dentro de la familia, pero ambos involucrados desde lo que hacían: mi madre desde la educación y la iglesia y mi padre desde la política, tomaron posturas y actitudes que con los años llamé pensamiento de izquierda. En Nicaragua, donde nací, no teníamos recursos económicos, apenas los suficientes para llevar una vida digna. Sin lujos, pero digna. Vivíamos en un entorno social —el de aquella Nicaragua— en el que la falta de lujos se sustituía por una inmensa imaginación. Tuvimos la libertad de crear nuestras propias piscinas en un charco, nuestros propios carros en los caídos troncos de árboles, nuestros propios juguetes con palos, piedras, hojas de chahuite. De niña nunca me sentí pobre, nunca me sentí denigrada, nunca me sentí excluida. Nunca me di cuenta de qué era ser niño o niña, pues nos veíamos y nos tratábamos como iguales.

Luego, a los 9 años, en 1989, me trajeron a El Salvador, un país en guerra. Entré a un colegio en el que las niñas se juntaban con las niñas y los niños con los niños. Llegamos a una casa hermosa —yo pensaba que estábamos en Estados Unidos—, pero esa casa estaba en una calle a la que no podía salir a jugar; teníamos mejores condiciones de vida pero veía en mis padres un estrés que yo transformé en miedo; tuve juguetes pero muy pocos amigos con quien jugar con ellos; teníamos una televisión pero no me dejaban verla; estábamos toda la familia junta, por fin, pero no podía salir con mi papá al parque o al cine sin que nos siguiera un grupo de guardas de seguridad; teníamos otro estatus económico pero a la vez menos de lo que a mí me daba felicidad. Mi vida cambió. En este nuevo país, El Salvador, comencé a observar mi entorno con otra mirada y a sentirlo desde otro lugar. Comencé a tener miedo. Y una profunda compasión por el dolor del otro, pues a mi casa llegaba mucha gente humilde a hablar con mi padre o mi madre de situaciones que a mí me parecían en extremo dolorosas.

Hay eventos en la historia de El Salvador que marcan un antes y un después en la herencia dolorosa y sangrienta de este pequeño país. Como la masacre del 32. O como los acuerdos de paz (en minúscula, pues en este país paz es ahora mismo una palabra minúscula).

Después de una guerra civil que duró según los libros doce años pero que se gestó desde los 70, que dejó un saldo de 75,000 muertos y desaparecidos —son más, por supuesto— y otros miles de torturados sobrevivientes, poco se habla de los efectos secundarios: de las familias que tuvieron que migrar llevando a sus muertos y desaparecidos en la piel y los ojos, de las miles de familias disfuncionales que sobrevivieron, de las decenas de miles de jóvenes sin educación, de las miles de casas y poblados destruidos. De los efectos que los firmantes no mencionaron y que los proyectos de reconstrucción, si es que en su momento los hubo, no tomaron en cuenta. Nuestros acuerdos de paz, que lograron un cese al fuego fundamental, base para reconstruir un país, lo firmaron los altos mandos de los dos bandos y de alguna manera ambos, uno más que el otro, decidieron por todo un país hacer borrón y cuenta nueva. Ese fue el primer gran error que nos ha llevado hasta dónde estamos ahora.

Los acuerdos lograron que se comenzara a construir un país con ciertas garantías civíles, inimaginables en época de la guerra, como la libertad de prensa o el acceso a información de gobierno, entre otros pequeños pero grandes aportes. Pero se quedaron lejos de ofrecer una solución de país y olvidaron aspectos importantes como la desigualdad económica y los daños sociales. El presidente Cristiani, en su discurso en Chapultepec, dejó muy claro que uno de los factores fundamentales que provocó y prolongó la guerra fue la exclusión profunda, exclusión que aún no hemos podido solucionar.

La crítica situación política y social que vivimos ahora proviene de aquella decisión y de factores que poco a poco se fueron sumando a esa base.

Mi padre fue el primer candidato presidencial del FMLN, en coalición con otros partidos más pequeños. Recuerdo lo polarizado que estaba el país en aquel 1994. Recuerdo cómo le atacaban en la campaña diciendo que era un asesino. Recuerdo los pleitos en las familias divididas por esa polarización, las discusiones que giraban alrededor de los “guerrilleros comeniños” y los “empresarios ricos escuadroneros”. No recuerdo que los partidos discutieran con la sociedad civil un proyecto de país basado en la reconciliación y en la construcción, sino lemas que giraban alrededor de lo mucho que un bando u otro había destruido al país. Esa discusión se ha mantenido durante estos 26 años de paz.

La derecha ganó nuevamente el poder en aquellas elecciones, pero yo creo que ninguno de los dos grandes partidos estaba preparado para tomar las riendas de un país que, después de la guerra civil, había quedado en ruinas humanas y físicas.

Creo que la derecha no hizo un buen papel en aquellos primeros años. Quisieron gobernar un país de mentira, el país que tenían en su imaginario. Quisieron gobernar para unos pocos y dejaron de lado a la gran mayoría, a los efectos secundarios. Se enfocaron en proyectos económicos y dejaron de lado la reconstrucción de lo humano. Reconstruyeron las casas pero no a los habitantes de esas casas.

Recuerdo las noticias en televisión, cómo hablaban de estudiantes de institutos en pugna que se daban cinchazos en las calles por una u otra camiseta. En aquellos días aún no se descuartizaban entre ellos y nuestros políticos estaban mas interesados en reconstruir paredes que en parar una violencia que, junto a factores como la desigualdad, la exclusión, las deportaciones masivas y un sistema de justicia injusto y sin preparación, fueron el nido de la guerra entre pandillas que sufrimos ahora. Aniden a todo esto la corrupción en el gobierno y la asamblea legislativa, que fue y sigue siendo una institución para políticos con muy poca, casi nula, participación de los ciudadanos.

Gran parte de la población quedamos desilusionados.

Años después ganó la izquierda, el FMLN, con Mauricio Funes. Yo fui una de las que salió a celebrar a las calles. Lloré ese gane. Creo que muchos de derecha también, muy dentro, lo celebraron. Era una nueva oportunidad para reconstruir, para proponer un país distinto, una forma de hacer política diferente. Era el momento de atender a los habitantes de esa casa “reconstruida”. Pero no lo hicieron. Funes, poco a poco, nos fue defraudando. Sobre todo a los jóvenes que aún teníamos ideales y confianza en los partidos políticos. Jóvenes que aún pegábamos en nuestros cuadernos la bandera del FMLN o de ARENA. Jóvenes que nos poníamos la camiseta con el orgullo con que se va a pelear una guerra. Jóvenes que creíamos posible ser parte directa del cambio.

Funes comenzó con todo nuestro apoyo, y no voy a negar que creó algunos proyectos sociales interesantes e instituciones necesarias. Pero el despilfarro siguió. Un líder ha de mantener coherencia entre lo que dice y hace, y él y muchos de su partido hablaban de austeridad y de falta de recursos pero vivían días de lujo y despilfarro. Comenzaron a repetir los patrones que tanto criticaban a la derecha: la arrogancia, la corrupción, el exceso de personal y lujos, la ausencia...

Vimos cómo los de izquierda que estuvieron en la montaña peleando con el pueblo, sufriendo la represión que vivían los campesinos en la guerra, se acomodaban —hay un par que no— en las curules y los ministerios, pasaban a la camioneta polarizada con seguridad y dejaban de bajar adonde están los efectos secundarios, los sobrevivientes, el pueblo. Comenzaron a rodearse de asesores, de reuniones en lujosos espacios, de todo lo que en la guerra criticaban y combatían. Comenzaron a mencionar en sus discursos a Monseñor Romero, un Ser Humano que vivió sus años como arzobispo de El Salvador en austeridad y sin miedo a enfrentarse con la injusticia. El presidente Funes lo nombraba pero sus actitudes de vida no acompañaban sus palabras. Banalizaron una figura que para la mayoría de los salvadoreños y salvadoreñas representa la verdad y la austeridad, la lucha sin miedo por los menos privilegiados de este país.

De la derecha no tengo mucho que decir. Suele mantener posturas que la mayoría de veces no concuerda con mis valores ni con los que creo que necesita en este momento El Salvador, que sufre una guerra silenciosa para las altas esferas pero atormentante para la gran mayoría.

Los y las salvadoreñas, en las elecciones pasadas, dijeron a los gobernantes, a todos, que el camino que han estado llevando no es el correcto. Que necesitamos una reforma profunda en los partidos políticos y en las instituciones de gobierno. Voluntad para combatir la corrupción y el despilfarro, que no solo se da al nivel de los altos mandatarios sino a toda escala. Necesitamos que los y las diputadas, los ministros, el presidente, bajen a las calles, salgan de sus curules, de sus oficinas, y escuchen más a las personas que sufren esta segunda guerra no declarada. Que entiendan y acepten públicamente que este país necesita un cambio de rumbo en todos los niveles: social, político y psicológico.

Ahora se ve en los jóvenes una amenaza. No ven que somos parte fundamental del cambio. Los jóvenes en las comunidades, a los que se vapulea, se atormenta, se estigmatiza, se violenta día a día. No es solo el problema de las pandillas y del exceso de violencia institucional, sino también los ataques a su dignidad en lo cotidiano. Esos jóvenes tienen ideas y proyectos para cambiar sus propias comunidades, pero no son escuchados.

Llevo unos años trabajando en los barrios, especialmente con jóvenes vulnerables. La mayoría, jóvenes y no tan jóvenes, en esas comunidades quiere vivir mejor, quiere dignidad, quiere tranquilidad. La pobreza no equivale a violencia, aunque así se lea, se perciba, en este país. Aunque con esa idea se tomen las grandes decisiones. Esta demostrado, más que demostrado en cualquier país del mundo en que se haya puesto en marcha, que la mano dura solo lleva a más violencia y a hacer más profunda la brecha que separa a los gobernantes de sus ciudadanos.

Necesitamos políticos conciliadores, negociadores de paz. Pero no de esa paz utópica, sino de una paz de comunidad. Necesitamos con urgencia sentarnos a replantear este pequeño y hermoso país, darle vuelta, incluir a los jóvenes líderes, a los ciudadanos y ciudadanas de las comunidades de alto riesgo en la renovación de ideas. Nos urge escuchar y que nos escuchen, que quienes gobiernan vean en nuestra mirada la desilusión, el miedo, el esfuerzo que miles de jóvenes en todos los rincones del país estamos haciendo por generar una nueva propuesta de rumbo de país a través del arte, de una nueva educación, de nuevos espacios para sanar y reconstruir los lazos familiares rotos o abandonados.

Nos sentimos solos, pero igual hace cada uno —solo o en equipo— su lucha. Aún nos quedan fuerzas y ganas de cambiar, de vivir y vislumbrar el país de una nueva manera. Solo necesitamos que vean en nosotros y nosotras un potencial de solución para salir de esta violencia. Necesitamos con urgencia abandonar los bandos, dialogar, renovar las instituciones. Que vean en nosotros y nosotras las soluciones para un país que se desangra.

No queremos más violencia, ni penas de muerte, ni una nueva mano dura. Queremos proyectos educativos, artísticos, psicológicos. Pequeños y grandes proyectos económicos que surjan de esta nueva generación de jóvenes, cansados pero activos y organizados. Que vengan de los comités, de las comunidades. Lleguen a las comunidades, siéntense con ellos a planear, a escuchar. Les prometo que se van a sorprender de lo que los jóvenes saben sobre cómo reenrumbar este país. Ya no queremos bandos. Ya no queremos, ni en las calles ni en los pasillos de la política, ver, oír y callar.


*Marcela Zamora es documentalista. Entre sus largometrajes más recientes están “Los ofendidos”, sobre las víctimas de tortura durante la guerra civil de El Salvador, y “El cuarto de los huesos”, sobre el trabajo de Medicina Legal para identificar los cuerpos de desaparecidos.

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