Columnas / Política

El legado involuntario de Donald Trump

Lo verdaderamente escabroso del asunto y lo criticable no era la manera vulgar en la que Trump hablaba, sino sobre qué hablaba: de agarrar a las mujeres por los genitales, argumentando que “cuando se es una estrella, te dejan hacerlo”. Ni Trump ni su equipo de campaña notaron la diferencia.

Miércoles, 26 de octubre de 2016
Cristina Lopez G.

Un viernes que parecía lento dejó de serlo de golpe y porrazo. La noticia de que hace once años, antes de aparecer en cámaras pero ya con el micrófono conectado, el candidato presidencial republicano Donald Trump presumió en voz alta y con palabras vulgares sobre cómo “agarraba” a las mujeres por los genitales, cambió las elecciones estadounidenses de manera irreversible.

Cualquiera que conozca la manera en la que se mueve un ciclo noticioso coincidirá en que es malísima idea soltar un notición en viernes. Nadie lo verá. Las mentes, los criterios, los lectores, ¡la opinión pública, si se quiere! comienzan a vivir el fin de semana de manera anticipada y dejan de poner atención. De hecho, muchas agencias gubernamentales aprovechan los viernes (especialmente aquellos amarrados a fines de semana largos) para soltar “bombazos” que esperan que pasen desapercibidos para la crítica y el escrutinio público.

El video de Trump desafió las costumbres y estalló en viernes, a final de la tarde.

No podía esperar al lunes. Lo soltó el periodista David Farenthold. A él se lo “gotearon” aprovechando, sin duda, la credibilidad y excelente reputación que se ha construido desde el Washington Post reportando de manera minuciosa y detallada las actividades ilegales de la fundación caritativa de Trump. El video difundido en viernes tuvo efecto de lunes y de inmediato aparecieron los defensores de Trump minimizando el asunto como una mera “plática de vestidores” entre hombres.

Trump apareció ya entrada la noche en un video y, rompiendo con su propio precedente de jamás disculparse por acciones o declaraciones pasadas, pidió perdón por su lenguaje. Y aprovechó que tenía la atención del público para minimizar sus acciones equiparándolas a las conductas del expresidente Bill Clinton, esposo de su contrincante demócrata Hillary Clinton, quien, además de haber sido acusado por múltiples mujeres por acoso sexual, fue condenado en un juicio político por perjurio después de negar en corte su relación extramarital con una pasante.

En el debate presidencial de dos días después, Trump mantuvo la estrategia. Llevó al plató, como invitadas de honor, a las acusadoras de Bill Clinton, con el fin quizás de demostrar que la viga era más grande en el ojo ajeno. Pero su estrategia tenía, desde el punto de vista político, dos fallas monumentales. Desde el punto de vista de los derechos humanos, los efectos serán aún peores y difíciles de cuantificar.

Las fallas eran, primero, que Bill Clinton no está en la papeleta electoral este año. Su deplorable conducta extramarital y los alegatos en su contra generan, en realidad, cierta simpatía hacia su esposa. Culparla a ella por el daño que su marido haya hecho a diferentes mujeres es una muestra más de sexismo. Se alega que ella “empoderó” a su esposo para que atacara la credibilidad de sus acusadoras y salvar políticamente el pellejo. Cuando la prensa la cuestiona al respecto Clinton, como veterana de la política que es, evita, esquiva, distrae. Calla, quién sabe si por cálculo político o por el dolor de otros abusos infringidos en su contra.

La segunda falla de la estrategia, se la echó en cara a Trump el moderador del segundo debate, el veterano periodista de CNN Anderson Cooper, al preguntarle si lo que había dicho en el micrófono abierto once años atrás era algo que reflejaba sus acciones pasadas o presentes. Esto importa, porque mientras la defensa de su equipo de campaña era disculparse por las palabras, lo verdaderamente escabroso del asunto y lo criticable no era la manera vulgar en la que Trump hablaba, sino sobre qué hablaba: de agarrar a las mujeres por los genitales, argumentando que “cuando se es una estrella, te dejan hacerlo”. Ni Trump ni su equipo de campaña notaron la diferencia. Cooper, en pleno debate, le estaba preguntando directamente a Trump si alguna vez había hecho algo así, porque ese tipo de acciones se llaman abuso sexual. Trump dijo que no, casi ofendido.

Casi inmediatamente, surgieron mujeres -hasta hoy casi una docena- desmintiéndolo, relatando dolorosísimas anécdotas en las que Trump se había comportado hacia ellas así, sin preguntar, fiel a la manera de la que había presumido en el video hace once años. ¿Su respuesta? Negar y atacar a las acusadoras. Que por qué hasta ahora. Que si eran oportunistas. Que lo que buscaban era fama. Que no era más que un ataque político. Que no eran lo suficientemente atractivas. “No hubiera sido mi primera opción”, dijo Trump de una de ellas.

A Trump, como a todo ciudadano que no ha sido oído y vencido en juicio, lo asiste la presunción de inocencia. Sin embargo, no existe dicotomía alguna entre la presunción de inocencia y oír a esta docena de mujeres. Oírlas sin atacarlas o cuestionar sus motivos o el momento que han escogido para su denuncia. Oirlas, entendiendo que el solo hecho de hablar es lo suficientemente difícil y que nadie se sometería a revivir un trauma tan humillante solo por fama o atención.

Desde el principio, presunción de inocencia aparte, el problema ha estado en lo que significan las palabras de Trump y no en las palabras usadas. Su actitud implica que las mujeres están para ser agarradas si así lo quiere “una estrella”. Implica que importa más lo que quiera la “estrella” que lo que quieran las mujeres. Desestima la importancia que tiene consentir.

Es esto y no las palabras usadas, lo que ha cambiado las elecciones para siempre. No necesariamente impactará en los resultados de la elección, que dependen demasiado de las propias fallas de Clinton como candidata y de un electorado dividido y polarizado en estados con capacidad de definir para uno u otro candidato. Pero cambió el estándar que se esperará de los políticos en su trato a las mujeres.

Las cosas que se le celebraban a un Kennedy y a puras penas se le toleraron a un Clinton, puede que terminen siendo las que más repudiemos de Trump. A las mujeres que sigan a Hillary Clinton en el camino de la política se les cuestionará por cómo reaccionaron ante este escándalo. ¿Se solidarizaron o se unieron a la campaña de ataque contra las acusadoras? A los hombres en política, además, se les examinará si se solidarizaron apelando como motivo a sus hijas/madres/hermanas, como si las mujeres importaran solo en relación a ellos, y no en su calidad de seres humanos con dignidad propia.

Por desgracia, quizás nada cambie en la manera en la que se denuncian o no el abuso y el acoso sexual. ¿Quién se atreverá, si la respuesta, aun en una campaña, es más abuso, más ataque y más humillación, ahora en público?

 

*Cristina Lopez G. trabaja como investigadora en Media Matters, una plataforma dedicada al monitoreo y contraste de la desinformación en medios de comunicación conservadores en Estados Unidos. Es licenciada en Derecho por la ESEN y tiene una maestría en Políticas Públicas por Georgetown University. Reside en Washington DC.

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