Columnas / Cultura

Ricardo y mi mágica tribu

Siempre creí que su vida, o lo que conocíamos de su vida, era una de esas películas independientes de los años sesenta. Llegué a la conclusión de que su historia personal era tan literaria como sus obras. Su esbozo biográfico puede ser, también, la sinopsis de una excelente novela. El hijo de un escritor y diplomático que viaja por el mundo...

Lunes, 24 de octubre de 2016
Alejandro Córdova

Tenía quince años cuando leí Mágica tribu de Claribel Alegría, la escritora salvadoreña nacida en Nicaragua en 1924. En ese libro Claribel describe anécdotas sobre reconocidos escritores a los que tuvo la suerte de conocer en persona, de llamar amigos, con quienes se enviaba cartas o tomaba vino en alguna ciudad del mundo. Claribel logró difuminar los mitos detrás de esos grandes escritores que me encantaban, Me contó de primera mano y con voz muy dulce cómo eran Salarrué, Roque Dalton, Juan Rulfo, entre otros. Mágica tribu es un libro exquisito en el que Claribel dialoga con sus amigos escritores que ya no están físicamente. La mágica tribu de Claribel no es de escritores, es de personas.

Hace ocho años tuve envidia de Claribel. Deseé tener mi propia mágica tribu, me morí de ganas por estar cara a cara con escritores que me habían retorcido las entrañas desde sus obras. Quise tener la suerte de estar rodeado de personas que poseen ese don único de contar, de juntar palabras insólitas, de hablarte al oído en un lenguaje indescifrable, mágico, de escribir literatura de esa que te cambia el mundo.

Pasaron los años y fui conociendo por mi cuenta a algunos escritores que leí con pasión. Me temblaron las piernas cuando Claudia Hernández me vio con sus ojos claros como lagunas en un salón de mi universidad, grité por dentro la vez que comí pupusas con Jorgelina Cerritos y también cuando encontré a Mauricio Orellana Suárez en una fiesta de disfraces vestido de vikingo. Así, un día, conocí a Ricardo Lindo.

A los dieciocho entré a un taller de cuento que daba las tardes de los martes y jueves en una casa antigua sobre la Juan Pablo, esquina opuesta al Parque Infantil. Entré y escuché su cátedra desde mi asiento. Dibujé garabatos intensos en mi libreta para mantener las manos ocupadas. Opiné un par de veces, pero Ricardo no se fijó en mí. Terminó la clase y no pude decirle que lo admiraba, que estaba feliz por conocerlo, que su libro “Injurias” me despertó ardores que no sabía que podía sentir, que con un novio que tuve leímos todos los poemas de “Bello amigo, atardece” e imaginamos a ese bello amigo en ese atardecer incendiario. Aun en encuentros posteriores, nunca se lo dije con la claridad con la que ahora lo escribo.

Después del taller de cuento volví a verlo cuando publicaron mi primera colección de cuentos, “Repertorio de heridas”, en 2013. Eric Lemus, director de la editorial del Estado, pidió a Ricardo Lindo que leyera la colección completa de los ganadores de Juegos Florales de ese año para considerar su publicación en la Revista ARS, que admiré desde su relanzamiento dirigido por el mismo Lindo y donde aparecieron poemas de Vladimir Amaya, un cuento de Elena Salamanca y una obra de teatro de Jorgelina Cerritos que casi me puedo de memoria.

Claribel Alegría, en su Mágica tribu, presume cartas escritas a mano, perfumadas y enviadas por correo postal desde París con sus amigos escritores. La experiencia equiparable en mi vida fue una solicitud de amistad en Facebook. Ricardo me buscó en la red social y escribió en mi muro, Me dijo que le habían gustado mucho mis cuentos. Poco después nos reunimos para hablar y una de mis historias apareció en el siguiente número de la revista ARS. Ricardo eligió un cuento que me gustaba muy poco. Traté de convencerlo para que eligiera uno de los que me enorgullecían más, pero su entusiasmo era imbatible.

En el lanzamiento de la revista, me abrazó y me dijo que tenía mucha fe en mí. Hablamos por largo rato. No supe decirle, con la claridad con la que ahora lo escribo, que estaba cumpliendo uno de mis sueños más remotos. Esa noche me fui a casa con una sonrisa imborrable. Ricardo quizá no se daba cuenta de lo admirado que era por otros, de lo mucho que su vida significaba para este país.

Siempre creí que su vida, o lo que conocíamos de su vida, era una de esas películas independientes de los años sesenta. Llegué a la conclusión de que su historia personal era tan literaria como sus obras. Su esbozo biográfico puede ser, también, la sinopsis de una excelente novela. El hijo de un escritor y diplomático que viaja por el mundo, que es abiertamente homosexual en los años terribles en los que ser homosexual era motivo de internamiento psiquiátrico; el joven salvadoreño febril que vive en París y escribe poesía y se enamora y fuma y se pelea con su padre; el escritor consagrado que regresa a su país natal y aporta, con su obra y también con su gestión, hasta convertirse en un pilar fundamental de las letras nacionales. Ricardo Lindo tuvo una de las vidas más extraordinarias que he conocido jamás.

Las siguientes veces que hablamos fueron esporádicas, atropelladas, algunas muy breves, pero siempre muy sentidas, siempre llenas de nerviosismo, admiración y torpeza. Siempre me fascinó su versatilidad en los géneros literarios. Cuando comencé a escribir teatro me sentí tremendamente apoyado por Ricardo, por el sencillo hecho de que él también había escrito teatro y lo había hecho muy bien. Sus aportes a la dramaturgia salvadoreña son incuestionables. Obras como “400 ojos de agua” o “El asesinato de Óscar Wilde” son necesarias estaciones de reflexión sobre la escritura y la escena, sobre el punto de comunión entre el acto solitario de escribir y el vertiginoso ejercicio de hacer teatro. Ricardo Lindo cultivó casi todos los géneros literarios contemporáneos y lo hizo con una destreza sin precedentes. Siempre quise decirle que también lo admiraba por eso. Nunca lo hice.

Pero algo latía en los dormitorios de la ausencia.

Sin saber que este año sería el último de su vida, Ricardo me regaló dos últimas experiencias por las cuales estoy eternamente agradecido. La primera se llamó 4x4. A Élmer Menjívar, hombre de letras, periodista, crítico y poeta, se le ocurrió juntar a cuatro escritores gays de cuatro generaciones distintas, cuatro por cuatro, como parte de una plataforma de conversatorios que el Colectivo Normal organizó en el mes de la diversidad sexual. Élmer propuso entablar una discusión necesaria sobre el oficio de escribir y la experiencia de ser homosexual. Ricardo se volvió antes de saberlo el plato fuerte de la idea. Todos sabíamos que tenía mucho que decir al respecto, que su vida y su obra tenían mucho que decir al respecto. Élmer me pidió que fuera yo quien le propusiese participar. Le llamé por teléfono y me dijo que le parecía una idea genial.

Cuando llegó al evento, el Ricardo frente a mí era distinto al que conocí cinco años antes en el taller de cuento. Tampoco se parecía al otro con el que estuve en el lanzamiento de la revista ARS. Se le miraba más cansado, más silente. Siempre con cigarro en mano, Ricardo participó de la conversación normalmente, pero sus respuestas eran una conclusión o una especie de reconciliación con el tiempo. Todavía recuerdo muy bien lo que dijo cuando alguien del público le preguntó si guardaba rencor a aquellos que le hicieron sufrir a lo largo de su vida por amar a otro hombre. Ricardo recitó la letra de Je Ne Regrette Rien de Edith Piaf que dice “todo está pagado, barrido, olvidado…”. Y nos dijo, con una sonrisa, que él ya estaba listo para irse.

La siguiente y última vez que lo vi fue en una cafetería junto a Carlos Paz Manzano. Ricardo, Carlos y yo fuimos jurado del Premio Nacional de Cuento en los XXI Juegos Florales de La Unión. Quise decir a Ricardo que él me estaba ayudando, nuevamente, a cumplir otro de mis sueños más recónditos. Estaba decidiendo a su lado qué obra de las concursantes merecía el premio. Al momento de votar, coincidimos y esa fue la obra premiada. Ricardo me pidió que lo acompañara a comprar un licuado de guineo con leche y así fue nuestra última plática. Me dijo que sospechaba quién era el autor de la obra que estábamos premiando. Le pregunté quién creía él que estaba detrás del seudónimo. Me dijo. Días después, cuando abrieron las plicas y revelaron los nombres de los ganadores, me di cuenta que Ricardo había fallado. No importa. La escritora que ganó, que es unos años menor que yo, también admiraba a Ricardo, me consta, y también lo leyó alguna vez con pasión.

Luego lo vi pasar desde lejos en un centro comercial y no pude saludarlo. Se le veía cada vez más solemne, siempre caminando despacio y con la mirada baja. En esos días comencé a escribir sobre la ausencia y mi relación con la muerte se hizo más crucial. Ya no pensaba en mi mágica tribu. Pensaba en la muerte y lo que detrás queda. Pensaba en que, por más horrible que suene, hay muertes más extraordinarias que otras. Hay ausencias más hondas. Ricardo era de esos seres que modificaban el orden del universo con solo mover los dedos de una mano. Era, como se dice en inglés, larger than life, mayor que la vida, más amplio que la vida. Más largo que este período en el que habitó entre nosotros físicamente.

Supe de su muerte a través de Facebook. Su perfil está ahí, activo, abierto a la posibilidad de iniciar una conversación como hace años. Pero Ricardo ya no está ahí. Ricardo está ahora en todas partes. Ricardo volvió a ese espacio de donde vino, a ese lugar mítico de donde surgen los seres como él, ungidos en grandeza.

Aquí y con él inicia este viaje a la memoria de los grandes que tuve la suerte de conocer. Aquí y con él inicia el ejercicio de siempre decir las cosas a tiempo.

Aquí y con él inicia, hermosa, mi mágica tribu.

 

*Alejandro Córdova (1993), joven escritor salvadoreño, obtuvo el título de Gran Maestre por haber ganado tres años el Premio Nacional de Cuento. Es egresado en Comunicación Social de la UCA.

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