EF Académico / Cultura

Salarrué y el negro de colores

En los Cuentos de barro (1933), Salarrué subvierte las concepciones racistas que predominaban en la sociedad salvadoreña de las décadas de 1920 y 1930 y que quizás no han sido totalmente abandonadas. Su cuento “El negro” comienza con representaciones estereotípicas grotescamente racistas que luego se ponen de cabeza.


Lunes, 24 de octubre de 2016
Marta Sánchez Salvà

Si se presta atención a la paleta de colores usada para pintar a Nayo, el protagonista del cuento de barro “El negro”, empezamos a descubrir la relatividad de su negrura. Su piel es descrita con matices “morados”, “a ratos” con “tornasombras azules, de un azulón empavonado de revolver”, y con “un poco la color bronceada de la piel” del indio “que no alcanzaba a velar su estructura grosera, amasada con brea y no con barro”. En la superficie, pues, Nayo es negro como un revólver aunque a ratos se vislumbran tonos morados, azules y marrones.

La animalidad del negro es sugerida en más de una ocasión. Nayo tiene “desteñidas las palmas de las manos, como en los monos”, tiene “paletiya” en lugar de espalda, y es alegre “como perro que mueve el rabo”. Tal como la historiadora Patricia Alvarenga advierte, la inferioridad del negro es expresada recurriendo a la parodia. Sin embargo, la académica ve en los rasgos animalescos que Salarrué traza en Nayo la única finalidad de causar risa en el lector y, por lo tanto, pasa por alto la importancia del arte grotesco en revelar el absurdo del mundo.

Además de la fusión con lo animal, el cuerpo de Nayo presenta otros aspectos grotescos. De vegetal tiene los dientes de tubérculo y el pie de jengibre, y sus rasgos orgánicos incluyen fluidos densos o viscosos como la brea de su estructura, la mantequilla de su sangre y la cuajada de su sonrisa.

Las descripciones de estos dos últimos son especialmente exageradas: “la bondad le chorreaba del corazón, como el suero que escurre la bolsa de la mantequilla”, y tenía una “tajada de sonrisa, blanca y temblona como la cuajada”. Es posible entrever en la representación grotesca de Nayo una intención desestabilizadora de la imagen racista del negro que prevalece en la sociedad salvadoreña a principios del siglo XX. La fusión e inversión de colores apunta a la arbitrariedad de los colores de las razas: irónicamente, el negro también es de color azul y marrón por fuera; el desteñido de sus manos deja ver el blanco que define las cavidades de su boca y de su ojo “blanco y sorprendido”; por dentro es blanco como la mantequilla; y “pese a su negrura” es “blanco de todas las burlas y jugarretas del blanquío”.

En términos fisiológicos, el negro deja de ser negro. La tosquedad de su estructura amasada con brea expresa la visión oficial del negro existente en los tiempos de Salarrué. La descripción grotesca del negro ofrece una percepción daltónica de los colores y las razas que subvierte la del lector de la década de 1930.

La superioridad de “el negro”

La desfiguración de Nayo en “El negro” también ocurre en su relación con los otros. La descripción de su actitud con los demás contiene de nuevo el rastro de una mirada que exagera los estereotipos relativos al negro. Su conducta evoca tanto la inteligencia y la bondad del animal dócil como la sumisión del esclavo: Nayo reía siempre, tenía un “gesto bonachón”, se humillaba “en saludos”, “se reiba cascabelero [...] descupiéndose toduel” y “como perro que mueve el rabo”, “la bondad le chorreaba del corazón”. El personaje sigue siendo representado dualmente: por una parte “[n]ada podía negársele al negro Nayo”, y al mismo tiempo era “blanco de todas las burlas y jugarretas del blanquío; y más de alguna vez lo dejaron sollozante [...]”.

Si al inicio del relato el contraste entre Nayo y los indios enfatiza la posición de superioridad de los segundos, al final del cuento es el negro quien pasa a un plano superior. Al principio, la candidez de Nayo choca tanto con la malicia de los campesinos burlones como con las habilidades del indio Chabelo. En el plano laboral, Chabelo es “primer corralero” mientras que la posición de Nayo es relegada a la de “tercer corralero”. Chabelo es “ arriscado”, “finito de cara” y “miguelero” con las muchachas. En contraposicón, el infantilismo de Nayo, quien tiene la “cara pelotera” y “la mirada de niño”, es la negación de la sexualidad. Otra habilidad de Chabelo es la de tocar su flauta “que sonaba dulce y tristosa, al gusto del sentir campesino”; aunque realmente su destreza consiste en sacar provecho monetario de la flauta: “Lo llamaban los domingos y ya cobraba la vesita, juera de juerga o de velorio, de bautizo o de simple pasar”. Esta codicia de Chabelo difiere con el desinterés material de Nayo en querer aprender a tocar la flauta.

Hacia el desenlace del relato, Chabelo, quien creía “conocer todos los secretos del carrizo”, empieza a dudar si el poder mágico se esconde en la flauta o en Nayo: “se quedaba pasmado, escuchando ‒con un sí es, no es, de despecho‒”. Finalmente, Chabelo ofrece dinero a Nayo si le dice “el secreto de la flauta», a lo que éste responde, tras meditar “muy duro”, descubriendo la verdad: “No me creya egóishto, compañero, la flauta no tiene nada: soy yo mesmo, mi tristura..., la color...”. A través de esta “pensada”, se invierte la sencillez de Nayo transmitida en la primera parte del cuento. La malicia incial de los campesinos es irónicamente retribuida con “esa malicia” que, según Chabelo, Nayo le pone a la flauta. Si antes “se sentía uno como dueño de él”, ahora el poderío de Nayo “arranca el alma al cristiano como nunca” y lo somete a “la dulzura de un recordar sin recuerdos”.

La divinidad del héroe negro

Una vez que Nayo admite ser él quien causa ese efecto de dicha en los campesinos, la magia de la flauta le es transferida a él. En su don de dar lástima que se comenta al inicio del cuento se puede leer ahora una habilidad de tintes divinos.

La atracción que el negro ejerce sobre la lástima y la maldad de los campesinos se asemeja a la pasión del Cristo redentor. El parecido de Nayo con Jesucristo crucificado se deja ver en la siguiente imagen: “Tenía abiertos los brazos como alas rotas, sosteniendo en una mano la pluma y en la otra el bote. Miró luego al suelo empedrado [...]”. En el bote está la creolina con la que está curando una ternera, un desinfectante natural cuyo color oscuro y aspecto viscoso recuerda a la brea con la que el cuerpo de Nayo está amasado. Asimismo, la densidad de sus fluidos corporales se asoma en ese “fluir maravilloso de un sentimiento espeso que se cogía con las manos”. Al tocar la flauta, Nayo emana su sangre antiséptica, redentora, inmune a la maldad: “Su resentimiento era pasajero, porque la bondad le chorreaba del corazón, como el suero que escurre la bolsa de mantequilla”.

Al mismo tiempo, las alas de Nayo dejan ver la forma concreta que toma su arte redentor. Cuando los vecinos oyen a Nayo tocar la flauta lo identifican con un pájaro: “Es meramente un zinzonte el infeliz...”. La definición que el autor da de “Zinzonte o Cenzontle” en el vocabulario de modismos parece querer prevenir al lector de dejarse llevar por meras apariencias: “Pájaro de color pardo, pero de canto dulcísimo: el ruiseñor de la América”. Además del color pardo, Nayo y el Mimus polyglottos comparten la habilidad de imitar voces. Si el Cenzontle imita sonidos de otros animales, con su flauta Nayo reproduce artísticamente la superación de su tristeza, en lo que los indios se reconocen (cabe recordar que la imagen deshumanizada del indígena también está arraigada en la sociedad criolla de principios del siglo XX).

Como diría el protagonista de otro libro de Salarrué: la divinidad de Nayo despierta el dios que duerme en ellos. A través de su arte, los lleva a un estado redentor que los libra de su propia esclavitud. Con su canto de ruiseñor, Nayo despierta a la nueva América libre de recordar y retornar al pasado, libre de la esclavitud física y espiritual de sus hombres, libre, por tanto, de explorar una nueva expresión.

El negro, el hombre, el arte

La parodia de Nayo dista de ser un ejercicio impune de violencia simbólica por parte de Salarrué sobre el negro, tal como Patricia Alvarenga afirma, sino que se trata de un reflejo retóricamente deformado que evidencia la visión de la inferioridad del negro imperante en la sociedad salvadoreña de las primeras décadas del siglo XX. En la dualidad del personaje, la imagen hegemónica del negro es contrapuesta a su inversa para desvelar su absurdo.

Salarrué armoniza las oposiciones acerca del negro con un principio renovador que anula la distancia entre el yo y el otro: la divinidad inmanente en el hombre. Este potencial en Nayo es representado a través de su heroicidad predestinada a redimir los hombres con su arte. Del texto se desprende, además, que el carácter redentor del arte está en uno mismo y no se puede aprender simplemente imitando, tal como Chabelo cree al ofrecer dinero a Nayo para saber su secreto. Nayo no es un ejemplo a imitar sino un símbolo del potencial que, según el autor, posee el humano.

El rasgo que cobra mayor importancia en el físico de Nayo no es pues su negrura sino su piel azul de revólver. Siendo el simbolismo del color azul de su arma, y el de su impacto purificador, la liberación, lo divino, la vida creadora, el arte.

El realismo en Cuentos de barro

Resulta esclarecedor leer la construcción del personaje de Nayo como una metáfora del realismo en Cuentos de barro. La combinación de la visión hegemónica del negro con su imagen invertida contiene una concepción del realismo que va más allá de una simple copia de la realidad. El negro no es tan negro como el título del cuento indica. Su pasión por la flauta consiste en una habilidad maravillosa que simboliza una utopía realizable en el futuro. La imposibilidad por parte de Chabelo en comprar el secreto del arte de Nayo sugiere que imitar no es lo mismo que crear.

“El negro” no es una expresión enteramente realista del negro de las décadas de 1920 y 1930, sino una creación de un personaje fantástico en su apariencia transmutada, y utópico en su acción sobre los demás. Si el lector se acerca a este relato con esto en mente, concediéndole al autor su derecho a creer en un mundo mejor y a insinuarlo o materializarlo con sus herramientas literarias, la confusión entre la realidad social de El Salvador y la realidad a veces creible, pero ficticia, de los hombres de barro no debería surgir.

 

*Marta Sánchez Salvà es estudiante de doctorado en la Universidad de Bergen, Noruega. Esta entrega se basa en su artículo “El realismo en El negro de Salarrué”, publicado en Letras (Costa Rica), 1:55 (2014): 11-29. Editor a cargo de esta entrega: Erik Ching.

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