Columnas / Política

Perdón que te interrumpa


Lunes, 22 de agosto de 2016
Héctor Silva Hernández

Eran mediados de la década de los 80 cuando mi abuelo recorría Centroamérica luchando por el país y el proyecto en que creía. Su familia, exiliada en Nicaragua después de haber sido expulsada por un régimen corrupto, no sabía cuándo esperarlo pero había aprendido, luego de años de incertidumbre, a creer en su misión y proteger sus ideales. Mi abuelo en ese momento luchaba, en sus términos, por terminar con la desigualdad y en los míos por fortalecer la democracia. Sus hijos crecieron en Managua, leales a los cantos de la Revolución Sandinista, y no fue hasta después de la firma de los acuerdos de paz que regresaron a hacer sus vidas en El Salvador.

Esa guerra en la que mi abuelo y tantos más estuvieron involucrados directa e indirectamente le ha dejado a El Salvador de todo. Las más significativas de sus herencias son un tejido social roto y una generación llena de odio y resentimiento. Veinticinco años después, ese odio y resentimiento se traducen en organizaciones criminales hijas de la desigualdad que se esparcen cancerosas a fuerza de extorsiones y asesinatos, destruyendo la economía del país y secuestrando la paz de sus ciudadanos.

Nos dejó, también, dos partidos políticos que a base de falta de visión se han asegurado —al igual que las organizaciones criminales— de estancar al país. Esa falta de visión se materializa en bases ideologizadas que, por orden de sus líderes, se disponen a no escuchar y a defender los intereses de su partido por encima de cualquier cosa. Es difícil dar a un país el diálogo que tanto necesita cuando ser pobre es criminalizado y ser rico es pecado; cuando la consigna de la oposición es que el país servirá como “la tumba donde los rojos terminarán” y los rojos —o por lo menos algunos de ellos— se presentan como los salvadores del pueblo mientras su administración de ANDA cobra a ese pueblo por agua que nunca beberá.

Está claro que las soluciones a los problemas que nuestro país enfrenta no están ni en las ideologías cerradas ni en aquellos que las defienden sin percatarse de lo que eso significa para El Salvador. Esas soluciones, sin embargo, sí existen. Y sin importar cuán increíble suene existen ahí, en el nicho de esos partidos políticos que sistemáticamente están tan llenos de odio y resentimiento. También existen fuera, en los jóvenes, y si alguien se tomara la tarea de invertir en ellos antes de que sean captados por dos de los cánceres de El Salvador, quizá algún día tendríamos la fortuna de escucharlos.

Ser joven en este país odioso y lleno de prejuicios es un tesoro, y si bien es cierto que algunos deciden desperdiciarlo en iniciativas ridículas como tratar de aumentar las penas contra el aborto sin pensar primero en algún tipo de programa de educación sexual, esa no debe ser la regla. Me gustaría creer que hay jóvenes que aún no somos cínicos y que más que creer en un himno partidario o en mentiras más o menos bien vendidas creemos en nosotros mismos. Mi generación debe ser responsable y saber que la guerra que nos regaló nuestras enfermedades también es nuestra historia, aunque no la hayamos vivido. Aún más importante es que nos apoyemos en esa responsabilidad para escribir las próximas páginas de la historia, que ojalá sean mejores.

Es triste ver que en el FMLN no hay democracia interna de ningún tipo y que los aspirantes a la dirigencia del COENA tienen sus planillas llenas de viejos conocidos. Es triste ver que Mauricio Interiano, que se dio a la tarea de presentarse como renovación política, tiene en su planilla a políticos como César Reyes y Eduardo Barrientos, cuestionados por enriquecimiento ilícito y evasión de impuestos respectivamente. Pero aun así, y sin afán de sonar cursi, hay mucho más que eso en ambos partidos. Sí existe gente dispuesta a despojarse de la mierda y hacer cosas porque cree que son correctas. Y existe no solo en los partidos políticos; está en los periódicos, en las instituciones y en el exterior. Existe, también, en las zonas más descuidadas por el estado y por nosotros mismos. Lo único que falta hacer es escuchar(nos) y ayudarnos a hacer la tarea.

P.D: El abuelo al que me referí en los primeros párrafos no es Héctor Silva Argüello, mi “abuelo alcalde”, como le decía hace más de diez años. Me refiero a Fredy, alias Raúl, cuyo seudónimo llevo como segundo nombre y a quien dedico este texto, porque aunque su historia no es la mía y entre ambas existen mundos de diferencia, me enseñó que no hay nada más importante que creer en uno mismo, especialmente cuando se está haciendo las cosas porque son lo correcto y punto. Sos un crack, viejo.

 

*Héctor Silva Hernández es estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad de Massachusetts

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