Columnas / Política

Ortega y el principio del fin

La anulación del pluralismo político en Nicaragua coloca al empresariado ante la encrucijada de mantener un silencio cómplice, o asumir el riesgo de convertirse en un actor político democrático.

Sábado, 30 de julio de 2016
Carlos Fernando Chamorro

La destitución ilegal de dieciséis diputados propietarios y doce suplentes electos en 2011 por la alianza opositora del Partido Liberal Independiente (PLI), representa el preámbulo del nuevo sistema político que pretende institucionalizarse en las elecciones del seis de noviembre. Igual que el somocismo con el Partido Liberal Nacionalista y su sistema de “minorías congeladas”, el orteguismo está instituyendo su propia versión de un régimen de partido hegemónico con el FSLN y su comparsa de colaboracionistas. Ambos pertenecen a la misma raza “chupasangre” del erario público. La diferencia es que la anterior dictadura dinástica solo podía recurrir al partido conservador zancudo para aparentar la formalidad democrática electoral –el PLI histórico nunca pactó con Somoza– en cambio, Ortega y el FSLN disponen de un amplio abanico de micro partidos satélites: PLC, PLI, PC, APRE y varios más.

Esta aparente ventaja significa únicamente que la corrupción pública y la degeneración de la clase política ahora se han multiplicado. Lo cual, paradójicamente, conspira contra la sobrevivencia del orteguismo, pues su propia cúpula familiar, el entorno empresarial en que navega, y las posibilidades de sostener y expandir su base social, dependen cada vez más de un sistema que está podrido desde la raíz, al tener como sustento la corrupción de la política.

Desde el punto de vista formal, el orteguismo alega que no es un régimen de partido único, pues además del FSLN existen otros diecisiete partidos que gozan de personería jurídica. Sin embargo, anulados los derechos políticos democráticos y sin oposición, no existe ningún vestigio de pluralismo como manda la Constitución. Todos los liderazgos opositores auténticamente democráticos, desde el centro izquierda al centro derecha, han sido decapitados sin ninguna justificación legal, en un acto de represión por razones meramente políticas.

Al Movimiento Renovador Sandinista le despojaron de su personería jurídica en 2008, mientras que al movimiento liberal que lidera Eduardo Montealegre le han arrebatado dos veces la representación legal de su partido. Primero en 2008 al despojarlo de la Alianza Liberal Nicaraguense (ALN) y en junio de este año, en una doble venganza política, le cayó otra vez la guillotina al PLI, sin que esto signifique el punto final de la ola persecutoria.

Estamos pues ante un régimen autoritario que no tolera ninguna clase de competencia en los espacios institucionales o autonomía en los poderes estado, y ante cualquier protesta social o desafío político en los espacios públicos, recurre a la represión paramilitar o policial. El monopolio de la política en las calles, sin oposición, ha sido siempre uno de los pilares de la estabilidad autoritaria, en la que se apoya la alianza económica con el gran capital.

No obstante, a pesar de la aparente fortaleza del orteguismo en las elecciones de noviembre, el tercer período consecutivo de Ortega se proyecta bajo el signo de la incertidumbre. No solamente por los vientos económicos desfavorables y la reducción de la cooperación venezolana que impactarán en los próximos años, sino además porque bajo un régimen extremadamente personalista, la corrupción y la represión tampoco ofrecen garantías permanentes de estabilidad.

El emblemático caso de corrupción que involucra al gerente de la Empresa Administradora de Aeropuertos Internacionales (EAAI), manejado por la presidencia como un asunto “privado”, es un ejemplo de los nuevos tiempos que se avecinan. A contrapelo de la retórica oficial que proclama la vocación del régimen por los pobres, la corrupción y el derroche representan una enfermedad que la cúpula gobernante y sus allegados ya no pueden ocultar, y más bien agravan cuando pretendan administrar el escándalo público como un “asunto de familia”.

¿Sobrevivirá Ortega al desgaste de la corrupción desenfrenada, el zancudismo institucionalizado, y el efecto nocivo del personalismo en la centralización del poder, con más represión? La liquidación del pluralismo político al menos sugiere que el régimen se está preparando para su mala hora.

El Cosep ha hecho un diagnóstico correcto de la nueva situación que amenaza el clima de negocios, advirtiendo que la ilegal destitución de los diputados opositores afecta la democracia, el pluralismo y la división de poderes. Pero la cúpula empresarial no se atreve a ponerle el cascabel al gato y se diluye en un llamado para que los “actores políticos” contribuyan a la solución del problema, evadiendo la responsabilidad de los grandes empresarios.

Como aliados y beneficiarios del régimen corporativista de Ortega, los grandes empresarios son también actores políticos desde el momento en que guardan silencio ante la corrupción y la falta de transparencia pública. Y también intervienen en política, cuando promueven campañas cívicas para promover el voto, fingiendo demencia ante las flagrantes violaciones que se han perpetrado contra el sistema democrático, cercenando el derecho de elegir en libertad. La anulación definitiva del pluralismo político está colocando al empresariado ante la encrucijada de mantener un silencio cómplice, o asumir el riesgo de convertirse en un actor político democrático.

En las elecciones del seis de noviembre, sin competencia y sin transparencia, no estará en juego el poder del FSLN, pero si la legitimidad futura del régimen de Ortega. Su único contendiente por ahora, mientras surgen los nuevos liderazgos que pueden enarbolar una bandera de cambio, es que no hay por qué ni por quién votar.

 

*Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua. Este artículo apareció publicado originalmente en Confidencial

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