Columnas / Política

Madam President


Viernes, 29 de julio de 2016
Diego Fonseca

¿Estás ahí? You there?

Hillary, ¿estás? ¿Quién eres?

Te veo en Philadelphia. Es el final de la Convención. Eres la primera mujer que puede presidir la nación más poderosa de la Tierra. Trabajaste por esto. Tragaste resina, clavos, piedras, sapos, mierda por esto —y entonces.

Y entonces: ¿quién eres?

Are you the woman?

¿De verdad? For real? ¿O un montaje, un staging? ¿Eres Hillary Rodham, el personaje Hillary Clinton, una fachada de Esfinge? ¿Hay diferencia entre Hillary sola, Hillary con Rodham y Hillary con el apellido de su marido que, rémora de siglos, también te define?

Are you there?

***

Cuando ve partidos de fútbol o básquet en la televisión, mi padre habla con el aparato. Insulta al jugador que equivoca un pase —era por abajo, Palacio—, pide cambios al técnico. Todos tenemos una relación más o menos dialógica con el televisor, pero aun en la variedad esta siempre remite al mismo punto: así sea un monólogo íntimo y silencioso, de algún modo suponemos que el otro habrá de escucharnos. El Tano Pasman —Google him y verán la luz— sabe bien de esto.

Yo, en la noche del jueves 28 de julio, la última de la Convención, hablé en silencio con Hillary Clinton.

No tengo certeza de que me haya escuchado, pero le hice demasiadas preguntas.

Porque no sé.

No sé qué viene. No sé —nunca supe bien— quién es.

***

Somos —soy— injustos, Hillary. Pocas veces nos preguntamos esto con un hombre: quién es, cómo es, qué hace.

Cliché I: somos abrasivos, los hombres. Cosas de guerrero, de Cromagnon genéticamente construido. Damos por hecho que el hombre, bruto, torpe, es también directo. No hay arte sibilino. Subterfugio. El territorio del hombre es fuerza, superficie, inteligencia práctica.

Cliché II: el meandro es femenino. La sutileza es femenina. El arte de saber oír y hablar es femenino. (El Energúmeno Republicano, estoy seguro, tuitearía que la traición también podría serlo.) ¿Entiendes dónde voy, Hillary? De ti, Hillary, sabemos poco. Y deberemos elegirte en ese mundo de incertidumbre. Tienes un programa, pero casi la mitad de la nación cree —y una buena porción de seguidores de tu contendiente en la primaria— que something smells fishy.

¿Qué piensas? ¿Qué crees?

¿Eres esta mujer jovial y feliz de Philly en este traje fresco del color del hueso? ¿Quedó algo de la chica de Arkansas? ¿Queda en ti más de la abogada joven que fue, encubierta, a ver que los pobres tuvieran buen servicio de salud o de la Madam Secretary de Benghazi y la mano sorprendida en el rostro cuando Osama bin Laden? ¿Estás orgullosa de ti misma, de representar a millones? ¿Qué diría tu madre, Hillary Clinton? ¿De veras dejarás la economía en manos de Bill? ¿Para qué elegirte entonces, si cederás a tu hombre? ¿Tienes miedo, H? ¿De veras lees a la pequeña Charlotte? ¿Es cierto que tu devoción a la política es una forma de amor? Hace unos días, un periódico dedicó líneas y líneas a recuperar tus años revolú con tu Bill gordo y barbón. Ambos vestían ropas pesadas y baratas. Se veían tiernos y entretenidos. ¿Miras eso con nostalgia?

¿Por qué nos hacemos estas preguntas, HRC? ¿Es por vos? ¿Somos nosotros?

El Agente Naranja, ese tal Donald T***p, te ha puesto, como a todo mundo, un mote: Crooked Hillary.

Somos racionales, serios y muy demócratas: uno no escucha a The Manchurian Candidate, ese ser menor con nombre de pato de Disney, porque sea honesto, pero a veces el monigote divertido acierta mientras entretiene: Liar Ted (hilarious), Little Marco (ja). Y el ganador: Low-Energy-Jeb!

Y tú: Crooked Hillary. Are you that? Torcida. Deshonesta. ¿Un fraude?

No creo que seas eso —necesito que no seas eso. No quiero. Pero casi media población de Estados Unidos cree, parcial o totalmente, que algo no está bien contigo. Asunto de confianza: el timador convenció a demasiados de que quien tima eres tú. No eres como ellos, no conectas con ellos. Eres la élite, parte del rigged system.

¿Quién eres?

Lo he oído varias veces, lo he leído varias más, lo pienso: Hillary Clinton es un enigma. Un rompecabezas por armar. Un —otra vez aquí— caleidoscopio.

***

¿Eres una luchadora, HRC? (De algún modo, sí, lo creo.) ¿Un invento (no), una simulación (parcial, pero quién no)? ¿Eres un engaño? (Ay.)

¿Vamos a creerte, Hillary? Queremos. Quiero. Pero, ¿y si sí pero no?

Todos sabemos cómo llegas aquí. Si T***p es La Bestia —porque es evidente—, tú has sido La Duda, porque siempre fue inasible saber qué piensa Hillary Rodham Clinton.

Are you centrist? Half centrist? Left wing? Progressive? Liberal? Who the heck? ¿Pragmática a secas? ¿Progresista pragmática, como te definiste a inicios de 2016? ¿Y qué es un progresista pragmático? ¿Uno que coquetea un día con el mercado y el siguiente con los sindicatos? ¿Un camaleón, un oportunista? ¿Una persona lista, como supone tu VP?

Tu plataforma, HRC, es prestada: el Partido debió ceder a una agenda condicionada por el buen desempeño de Bernie Sanders en las primarias.

Tu carisma, HRC, es tercerizado: Tim Kaine ha de ayudarte a acercar a los hombres blancos, los trabajadores del Rusty Belt—los estados industriales golpeados por la migración de empresas y la crisis financiera de 2008—, los negros de los que fue defensor y los latinos que tú supones que atraerá porque en la entrevista de trabajo llenó los casilleros de “¿habla español” y “¿ha vivido usted afuera y puede contarnos cómo esa experiencia con el pobrerío cambió su vida?”. Michelle Obama ha de aproximarte más las mujeres —todas las mujeres, sin raza, religión, educación y, en especial, las republicanas dubitativas— y, si puede, también te entregará envuelto en papel de regalo y con moño a todo el país. El presidente, que es cada vez más el esposo de esa enorme mujer, te prestará cuanta popularidad le queda, y esa es mucha. Joe Biden aparecerá como The Old Good Joe para convencer a quien sea necesario: sólo déjenlo hablar y en Alaska alguien comprará un refrigerador. Bernie Sanders está haciendo un gran favor —no a ti: a la puta democracia del mundo— encorvando más la espalda para alinear a cuanto liberal díscolo todavía sea incapaz de comprender que o paramos a The Necromancer o nos volvemos partícipes de The Man in The High Castle, una distopía autoritaria, oscura y finalista.

Pues bien, es normal en procesos donde no hay unanimidad ni mayorías absolutas que uno deba vivir de prestado, jugando al equilibrio como si llevase copas de cristal en cada mano y una en la punta de la nariz. Hillary: no tendrás una coalición de fuerzas demócratas como en la política europea porque por algo Europa es una confederación de estados y Estados Unidos una de pequeños países que a veces no se entienden bien —¿o es al revés? Pero tendrás una oportunidad única: si ganas, puedes realmente cambiar el mundo. Una Corte Suprema liberal que garantice más y mejores derechos civiles; un Congreso —ojalá— a tu favor; una sociedad que, al menos al principio, te dará un par de años para probar las aguas sin quemarte; un mundo entero pendiente de tu calidad política.

Y sin embargo.

Sin embargo, no sabemos —no sé. Si mañana Lionel Messi entrase al Santiago Bernabéu vestido con la camiseta del Real Madrid, la conmoción no sería tan grande: al menos, sabemos cómo juega.

¿Con qué pierna le pega HRC?

***

Allí, en Philadelphia, y aquí, en este estadio que es el mundo, hay millones de mujeres con los ojos sobre ti, Hillary. El club de referencias no es grande. Merkel dirige. Bachelet preside. Dilma ha caído. Cristina —oh, CFK—, bueno, vestía bien, y caro.

¿Quién eres para tú para tus mujeres, H? Para nosotros, la otra mitad —para todos.

Te hemos visto por décadas e igual no te conocemos, Hillary.

Somos injustos: debiéramos. Está ahí lo básico. Eres una abuela cuya sonrisa brilla; lees Chugga-Chugga Choo-Choo a tu nieta. Tu hija, Chelsea dijo en el proscenio que harás orgullosos a todos, que siempre estuviste ahí para ella. No es poco: ningún hijo del Payaso con Cabello de Barbie pudo enhebrar una historia familiar creíble, una mísera anécdota que lo humanice.

Pero tú eres humana. Pudiste irte pero, en cambio, te quedaste junto al Gran Hombre y tragaste el engaño del Salón Oral del divertido Bill, del sexy Bill, del cabrón de Bill. Pasaste la página en público; quién sabe qué acuerdo iluminó tu matrimonio en privado. Seguiste. La política es un viaje de ida y hay que saber dejar el pasado atrás. Debías: el cielo —de cristal— era tu límite.

Quiero creerte, Hillary. Necesitamos creerte. Sin ti, no hay quien quede en medio para evitar que el aprendiz de zar volátil y errático convierta el mundo en un playground siniestro. Y sin embargo: ¿qué, quién eres? ¿Eres la que, con su marido, se benefició con cheques millonarios de Wall Street? ¿La que compró una mansión en el estado de New York para poder domiciliarse e ir por una banca al Senado? ¿La dueña, también, de otra casa millonaria en Washington pagada con créditos de bancos que te sonríen?

¿Es justo esto? Eres eso y eres más: la única mujer capaz de aguantar a pie firme cuarenta años de servicio público en territorio de machos.

¿Qué parte del rompecabezas nos perdemos? ¿Por qué dudamos?

Te veo allí, en el escenario de Philadelphia, y tus ojos brillan más que nunca. (¿Suena cursi? Deal with it: she’s happy, she really is.)

Tu discurso es sólido, materia pura. You rock. Por primera vez me conmueves. Tu voz tiene trueno, una firmeza inaudita. Y esa gente —los que te votarán— está encendida.

You are putting some fight here.

Acabas de decir, y este es un momento crítico:

—Mi primera misión como presidente de los Estados Unidos es crear más trabajos con ingresos crecientes para la gente aquí, en los Estados Unidos.

Y dices, para el incendio del amor colectivo que, si es necesario, enviarás una reforma de la Constitución para que los millonarios dejen de financiar —y apropiarse— de la política. Y que Wall Street debe dejar de joderse a Main Street. Y, dices —¿estamos tan jodidos por la estúpida fe?—, que crees en la ciencia. Y que una reforma migratoria, porque este país fue hecho por gente que vino en barco y por los aires y en patas, es the right thing to do. Y dices, escucha, dices, que el salario mínimo debe permitir a la gente vivir, que debemos unirnos si creemos que madres y padres y niños deben tener un seguro de salud para vivir y no para morir endeudados; y que debemos unirnos, dices, si no queremos que China destruya el tejido industrial, y debemos hacerlo, sigues, si creemos —escuchen, pues la multitud ya ruge— que las mujeres tienen el derecho de decidir qué hacer con su cuerpo, y que también debemos unirnos, sí —y esto en las tribunas ya es ensordecer—, si un hombre y una mujer deben ganar lo mismo.

Y Philadelphia, C-SPAN, las cadenas, la web, Twitter se rinden. Hillary: has calentado el mundo. La Capitana Hielo tenía sangre, al cabo. Suena combativa, afirmada, a la izquierda de cualquier expectativa —hoy. Nos dices: Bernie y yo trabajaremos juntos por todos. Y Philly se cae. Lucharemos —sigues diciendo, we, nosotros— para que los estudiantes y las familias refinancien sus deudas porque no es junto —no lo es, qué duda cabe— que El Agente Naranja republicano, tóxico hijodelachingada, pueda salirse con la suya defaulteando compromisos millonarias mientras en Main Street un pobre padre irlandés, otro negro, un tercero chicano tenga que romperse las rodillas para que sus hijos estudien, su mujer no muera en un hospital porque no puede pagar su operación, sus padres viejos no se jodan lo poco que les queda de vida porque no hay dinero suficiente para tanta boca.

Hillary: ¿acaso eres esto? Quiero que seas esto. Sé esto: confiable.

Y dices —oh, dios, ¿te volviste loca? ¿tienes otra vez veinte años? ¿adónde está Bill para calmarte? ¿es Chelsea quien te habla al oído, tu honor pidiendo dar el ejemplo a tu nieta?—, dices, digo, que no dejarás que los ricos se salgan con la suya, que jodan a los que menos tienen. Y yo ya no sé qué pensar pues hasta las cámaras de TV parecen haber descubierto que ese volcán es tu culpa y van y vienen entre tu rostro perlado y la alegría y el gozo de las gentes en las gradas.

Y encima, oh Hillary, te metes con T***p. Y lo destruyes. Con altura, sin perder la compostura ni la elegancia. Con inteligencia, chispa y wit, sonriendo: te sabes ganadora, mejor —eres mejor gente— que ese decrépito producto humano a quien el GOP dejó crecer hasta robarse la escena, el show, el discurso, la calidad del debate. Y todos, ahí, en el centro de convenciones, se sienten plenos. Aplauden, chiflan, gritan. Sonríen. Madam President, OMG.

¿Esa eres, Hillary? ¿Esa serás, Hillary? ¿No es la Casa Blanca un terreno minado? ¿No aprendió Barack Obama que la presidencia tiene a un presidente al centro y diez millones de cuerdas tensas tironeando, cada una, para su lado?

¿Mantendrás estas palabras después de noviembre, H? ¿Te ganará K Street, el lobby y la puerta giratoria? ¿Te domesticará el partido? ¿Crees que podrás con la banca, Corporate America, los dientes afilados de los republicanos? ¿Habrá un Hillarycare que tape los huecos del sistema de salud de Obama? ¿La reforma migratoria será reforma migratoria u otro traje parchado por los compromisos que los senadores y representantes deben pagar en su estados a la base electoral no-latina? ¿Salario mínimo de 12, 14, 15 dólares? Los sindicatos querrán fotos a diario contigo, pero ¿no escuchas el runrún de Big Money? ¿Se acabará Guantánamo, Hillary, o es tema menor con tanto en el plato? ¿Cómo limpiamos a ISIS? ¿Los drones de Obama serán tus drones? ¿Permitirás que las policías se militaricen todavía más y traten a los vecinos como un ejército de ocupación de Robocops? ¿Blindarás la frontera del sur del país? ¿Habrá salud más sana? ¿Medicamentos baratos?

¿Qué tan flexibles son tus promesas?

***

La Historia es chiclosa y adaptable. Podemos hacerle decir tanta cosa. Este mismo día 28 de julio, pero de 1540, por ejemplo, Henry VIII mandó a decapitar de un hachazo al sibilino, slippery y brillante Thomas Cromwell. Mismo día y mes de 1794, el líder revolucionario francés y maestro jacobino Maximilien François Marie Isidore de Robespierre, también perdía la cabeza, en su caso bajo la guillotina.

Cromwell y Robespierre supieron moverse por muchos años en los salones del poder. Eran profesionales de la intriga y el cambio de ropajes, maestros del engaño. Sobrevivientes de casi todo, su plan era perdurar y acumular poder. Y acá acaba la analogía: un 28 de julio unos caen, otra se eleva. La Historia ha dado otro volantazo y ahora ha cambiado el sentido de este día. Las efemérides recordarán que hoy, en Philadelphia, donde los Padres Fundadores firmaron la Constitución, Hillary Diane Rodham Clinton dio su discurso de aceptación formal de la candidatura a primera presidenta de Estados Unidos por el Partido Demócrata.

Y su discurso, Madame, está a la altura, una inesperada. Conduce con tempo. La mayor parte del relato va de tono serio, institucional —esto es un show, pero uno que debe ser tolerado por el mundo que te mira. Jamás había observado esta seguridad, Hillary. Pero también es agradable: hay sonrisa, hay broma. Hay valle y cima. Fluye. Dominas la situación. Te ves, caramba, approachable. ¿Relajada?

Le dices a America, ese país de países lleno de cowboys —y aquí le hablas al republicano moderado superado por los orcos de T***p—, que no les quitarás sus armas pero tampoco que no quieres que un imbécil los mate, así que contigo se acabará el supermercado de balas, eso de andar comprando AK47 como chocolatines para niños. A las familias que esperan por mejores oportunidades. Y citas a McCain, un héroe de guerra torturado hasta romperse, para demostrar que estás más cerca de él que del veneno del candidato de su propio partido.

Oh, Hillary. ¿Te creo?

Todo, dices, comienza con escuchar. Con ponerse en los zapatos del otro. Entonces les hablas a las minorías y a los tocados de hoy: hay que pensar como el negro y el latino que debe crecer con segregación y racismo sistemáticos y como los policías que enfrentan el crimen poniendo la vida en juego día a día.

Y vuelves a T***p, esa ignominia de candidato-hombre-tipo. Hay que plantarse a un bully, dices —y estamos todos de acuerdo. Debemos batallar juntos, dices —y otra vez estamos todos de acuerdo. Y lo rematas con inteligencia, estámina:

“Un hombre al que puedes hacer morder el anzuelo con un tuit”, oh, you evil, “no es un hombre a quien podamos confiar armas nucleares”.

Y vas a cerrar y lo harás con una demolición del hombre a quien demasiada gente —su partido, los medios, los prescindentes— permitió hundir toda normalidad en el fango.

—America es grande —dices— porque América es buena.

Y puede ser o puede que no, pero al menos al otro lado, en el búnker del enemigo —Twitter— hay silencio. T***p no habla. T***p no eructa caracteres. T***p no puede. Como con Michelle Obama, el bully calla.

Y ahí, frente a ti, entonces, tu Convención se derrumba, rendida. Caen globos azules, blancos, rojos. Una foto te muestra feliz, incontenible.

Minutos después, tuiteas: Let's go win this, together. Vamos, ganemos esto —juntos.

***

Y bien, entonces: ¿Creemos? Sólo nos quedas tú. ¿Eres lo que dices? ¿Cumplirás?

La Historia está frente a ti, HRC: ser la primera presidenta es apenas un récord como es también anecdótico ser el primer jefe negro de la Casa Blanca. Lo que hagas es lo que serás.

You there? Habla. El mundo espera. Muestra.

Are you for real?


*Diego Fonseca, escritor y periodista argentino. es editor asociado de Etiqueta Negra, dirigió la revista latinoamericana AméricaEconomía, y ha publicado en Gatopardo, El Malpensante, Expansión, El Estado Mental y SoHo, entre otros. Entre sus libros están Hamsters, Crecer a golpes, Hacer la América y Sam no es mi tío.

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