Opinión / Política

El caudillo que traicionó la revolución


Lunes, 13 de junio de 2016
Octavio Enriquez

Desde finales del siglo XIX los caudillos que durante más tiempo gobernaron Nicaragua lo hicieron como máximo por 16 años y se cuentan con los dedos de una mano: José Santos Zelaya, padre de la revolución liberal en 1893, y Anastasio Somoza García, arquitecto de la dictadura familiar que el sandinismo derribó con la revolución. Se les une ahora Daniel Ortega, coordinador de la junta de gobierno tras 1979, presidente en el período 1984-1990 y en los últimos nueve años, desde 2007.

No sorprende que el cuatro de junio pasado los 1,910 miembros que el oficialismo dijo que integraron el actual congreso sandinista levantaran la mano para respaldar a Ortega una vez más, mientras los aplausos desbordantes se prodigaban entre sus más cercanos, y lo ungieran con la séptima candidatura en fila en su larga vida política, en cuya última parte ha codirigido el país junto a su omnipresente esposa Rosario Murillo.

El comandante sandinista ha sido candidato presidencial en 1984, 1990, 1996, 2006, y fue reelegido en 2011 por sentencia de un poder judicial controlado por el Frente Sandinista (FSLN). Ahora, lo proclaman para otro período en el Ejecutivo después de que una Asamblea Legislativa bajo su control reformara la Constitución hasta permitirlo, a su medida. Ortega nunca ha ocultado sus ansias por el continuismo. En 2009, durante una entrevista con David Frost, dijo que su madre vivió 97 años —él tenía en ese momento ya 64— y añadió: “yo espero poder vivir el tiempo suficiente para contribuir a esta nueva etapa de desarrollo de la revolución”.

La proclamación de su continuidad ocurrió en un congreso en honor al exministro del interior Tomás Borge Martínez, a quien el gobierno hizo enterrar el 3 de mayo de 2012 en el parque cercano a la Plaza de la Revolución, en el centro de Managua, junto a la tumba del fundador del FSLN Carlos Fonseca, describiéndolo entonces como un ejemplo para los revolucionarios, pero de quien sus opositores suelen recordar un consejo maquiavélico que dio a Daniel Ortega años atrás, cuando le dijo que tenían que hacer cualquier cosa para no entregar el poder.

En su discurso por la séptima candidatura, Ortega anunció que no habría observación internacional creíble en las elecciones del próximo noviembre y llamó sinvergüenzas a los embajadores que “pedían cuentas” (sic), un reflejo de su propia arrogancia pero también acaso de su propio miedo a que la población no vote a su favor, como ya ocurrió en 1990 cuando, en el regreso de la democracia tras una década de gobierno revolucionario, fue derrotado por Violeta Barrios de Chamorro. El mandatario teme la capacidad de los nicaragüenses para ocultar su verdadera intención de voto, el fenómeno del Güegüense según el sociólogo Humberto Belli, que publicó el 6 de junio el artículo “El trauma de Daniel Ortega”.

El FSLN es hoy un partido familiar, bajo el mando de un caudillo que habló de paz y de superar la pobreza, cuya meta no se ha logrado pese al fondo extrapresupuestario de la ayuda venezolana, que alcanza los más de tres mil millones de dólares desde 2007. Su carácter antiintervencionista, que exhibe frente a los embajadores críticos, se desploma cuando se trata del canal interoceánico, que entregó en concesión en 2013 al desconocido empresario chino Wang Jing. Un megaproyecto cuyo futuro se encuentra preso de nubarrones jamás aclarados.

La proclamación como candidato de Ortega fue adelantada en las redes sociales oficialistas con el hashtag #AdelanteconDaniel y luego vitoreada en breves informativos en los canales televisivos de la familia presidencial. Con una oposición debilitada, infinidad de recursos económicos a su alcance, con todos los poderes del Estado bajo su mando y con una alianza fuerte con la dirigencia del sector privado, el panorama resulta tal favorable para Daniel Ortega como complicado para los políticos que le adversan y para el país en general.

Nos acercamos a un momento clave, que marca una involución histórica para Nicaragua. De resultar reelegido, Ortega superará ya al General Somoza García en tiempo de ejercicio del poder. Cargados ambos con una mochila llena de violaciones a la Constitución y al Estado de derecho, ambos caudillos se asemejan por la corrupción que fracturó el tejido social nicaragüense y porque, como ya decía la gente bajo el somocismo al que la revolución sandinista puso punto final, no hay nada que se mueva sin el permiso de “El Hombre”.

En el juego de conspiraciones empujadas por el actual caudillo, la Corte Suprema de Justicia (CSJ), bajo influencia directa del FSLN, decidió el ocho de junio pasado arrebatar a la oposición el control del Partido Liberal Independiente (PLI), y de esa forma impedir la participación electoral de la principal competencia de Ortega, la Coalición Nacional por la Democracia agrupada en torno al opositor Eduardo Montealegre. “Con su sentencia, la Sala Constitucional de la CSJ estaría dando un jaque mate al proceso electoral si la sentencia no es revertida o si el Consejo Superior de Elecciones (CSE) procede a cumplir la sentencia de la Corte, siendo que nos encontramos en un proceso electoral porque ya se ha publicado el calendario electoral y la coalición democrática ya eligió su fórmula presidencial”, dijo el analista político Carlos Tünnermann Bernheim, refiriéndose a la situación de la oposición.

Nicaragua es una crónica triste, una película que se repite.

 

*Octavio Enriquez es periodista nicaragüense, redactor del diario LA PRENSA. En 2011 ganó el premio Ortega y Gasset con un reportaje seriado sobre la fortuna del fallecido exministro de Interior de Nicaragua, Tomás Borge; y en 2014 ganó el premio Rey de España con el reportaje La Mafia del Granadillo, que narra el entretejido del tráfico ilegal de maderas preciosas en su país.

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