Opinión / Violencia

Este país ya no sirve para vivir


Domingo, 7 de febrero de 2016
Laura Aguirre

“Este país ya no sirve para vivir”. Eso me dijo Mayra cuando llegó a mi casa una de estas mañanas. Con lágrimas en los ojos me contó que su hija, una madre soltera con dos hijos, había renunciado a su trabajo de muchos años como vendedora en una empresa telefónica.

Casi me la matan los mareros. Creemos que la tenían vigilada porque ella tiene que manejar mucho dinero a veces dijo Mayra.

A Carmen, la hija de Mayra, le tocaba cubrir una ruta de venta en una de las tantas zonas peligrosas del área metropolitana de San Salvador. Al final de una jornada, ella caminaba de regreso a su vehículo, acompañada por un vigilante de la empresa, cuando se percataron que los venían siguiendo. El vigilante recomendó a Carmen que se metiera en un callejón, mientras él intentaba parar el acecho de los pandilleros a ritmo de balazos. Los pandilleros respondieron de igual manera. El saldo final fue, según Mayra, un pandillero abatido y el vigilante con una herida leve. Al salir del lugar, Carmen se fue directo a la base de la empresa y puso su renuncia. Era la segunda vez que le ocurría algo parecido, y aun así la única propuesta de solución que recibió de su jefe fue un cambio de ruta.

Mayra cuida a mi hijo y vive en una de las populosas colonias de Soyapango, una que según ella no tiene pandilleros, pero que está ubicada justo en medio de dos urbanizaciones que reclaman como suyas cada una de las pandillas. Tiene tres hijos adultos, un esposo y dos nietos. Es jubilada y ahora trabaja conmigo para aliviar un poco el apretado presupuesto familiar. La tarea principal que ella y su esposo tienen es cuidar a los dos nietos mientras su hija trabaja. Al mayor de ellos, universitario, el esposo de Mayra lo acompaña todos los días a la parada de buses. Todos los días, cuando llega la hora de su retorno desde la universidad, el abuelo siempre está en la parada esperando a su nieto. Esa es la única salida que el joven hace. La nieta pequeña, al salir de la escuela, se queda todo el día en casa de sus abuelos, hasta que su madre llega por la noche. Quién sabe cómo será la dinámica con la renuncia laboral de Carmen. Le pregunté a Mayra qué había contestado su hija a la propuesta del jefe:

—Le dijo que no. Nosotros le dijimos que estaba bueno. Ella también, por sus hijos. Es que todos los lugares son iguales. Aunque la cambien tarde o temprano le va a volver a pasar lo mismo. Mejor desempleada que muerta.

Suspiré. La vi llorar. La seguí escuchando y me pregunté en silencio cómo haría esta familia para compensar el dinero que su hija ya no ganará, qué otro trabajo podría hacer o conseguir Carmen. Intenté pensar en alguna palabra de consuelo, algo que la animara, que la hiciera pensar que su hija encontraría otro trabajo, uno mejor, uno más seguro, pero me quedé callada. No encontré palabras. Me envolvió la frustración y una tremenda vergüenza por mi aparente vida segura, por mi casa amurallada, por mi carro con los vidrios siempre arriba, por todas las barreras que mi clase social ha podido comprar para no sentir, ni ver, ni pensar en la lucha por la vida que libran a diario miles de personas en este país. Barreras que nos han hecho creer que la violencia es un problema de ellos y no de nosotros.

Mayra se enjugó las lagrimas, tomó a mi bebé en sus brazos e hizo un intento de sonrisa que al final fue más bien una mueca de resignación.

—Ya vamos a ver cómo le hacemos –dijo.

Agarré mi cartera y mis llaves. Le di un apretón cariñoso en el hombro, le dije: “Lo siento mucho”, y salí de la casa. Me di la vuelta. Antes de cerrar la puerta, resonaron en mi cabeza sus palabras: “Este país ya no sirve para vivir”. Y por primera vez pensé: tiene razón.

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* Laura Aguirre es estudiante de doctorado en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín. Su tesis, enmarcada dentro de perspectivas feministas críticas, está enfocada en las mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México. Su trabajo también abarca la sexualidad, el cuerpo, la raza, la identidad y la desigualdad social. 

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