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El país en el que las paredes hablan

La memoria histórica de El Salvador se construye por medio de la pintura mural. Las paredes definen al país. Llenas de anuncios, propaganda política, murales y grafiti, los muros de la nación revelan tensiones, propagan valores y narran la vida cotidiana.


Lunes, 26 de octubre de 2015
Rachel Heidenry*

En un país que aún se encuentra negociando su brutal guerra civil, la búsqueda en El Salvador de una identidad colectiva define activamente su vida socio-política y, en consecuencia, las paredes públicas.Este fue el tema del artículo “Murals of El Salvador: Reconstruction, Historical Memory and Whitewashing”, publicado en mayo de 2014 en Public Art Dialogue. El artículo ofrece una historia introductoria a los murales en El Salvador mediante la investigación de la pintura de símbolos, temas, y motivos específicos a la historia del país. Explora cómo la pintura mural se convirtió en un instrumento de la izquierda para recuperar las identidades locales, apoyar las luchas contemporáneas y ejercer expresión política. Concluye con una discusión de los proyectos de murales contemporáneos en El Salvador y la fragilidad del estado de los murales de la nación.

Antes de finales del siglo XX, los pocos murales que existían en El Salvador se centraban casi exclusivamente en temas de religión o escenas históricas eurocéntricas decorando las cúpulas de instituciones gubernamentales o de teatros nacionales. Cuando los artistas salvadoreños comenzaron a viajar a México para su formación artística, la influencia de los tres grandes (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco) fue profunda. La obra de Camilo Minero es la expresión más importante de este proceso. Más que cualquier otro artista, Minero —el padre del muralismo salvadoreño— fue responsable de traer la teoría y las técnicas de la pintura mural mexicana al país. En consecuencia, la pintura mural de El Salvador es descendiente directa del movimiento muralista revolucionario de México (así como del de Nicaragua), con el cual los artistas trataron de establecer la legitimidad de la izquierda política, a la vez que reconstruían el país de acuerdo con sus valores ideológicos.

A pesar del florecimiento artístico de la primera mitad del siglo XX, todavía no podían existir murales públicos y populistas en las calles del país debido al arraigamiento profundo de las jerarquías y de la opresión política. A medida que en la década de 1980 el país se sumió en la guerra, las paredes se utilizaron para la comunicación pública de ambos lados del espectro político. Con los Acuerdos de Paz de 1992, una de las victorias de la izquierda fue la libertad de expresión. Inspirados por la renovación de la participación política, los salvadoreños continuaron usando las paredes como medio de comunicación. La inconsistencia de los Acuerdos de Paz dio impulso a una campaña de la izquierda en contra del olvido. Como resultado, la pintura mural salvadoreña sigue una trayectoria histórica de activismo político y populismo. En lugar de ser un sólo movimiento muralista unificado, artistas individuales, comunidades organizadas y grupos de estudiantes abrazaron activamente esta forma artística como método de conmemoración, reconstrucción y unificación colectiva desde las bases.

En esencia, la pintura mural de El Salvador refleja la filosofía de la memoria histórica, particularmente a través de su relación con el concepto de recepción. Debido a que los murales están pintados en el espacio público, ofrecen un método de participación y testimonio a través del acto simple de mirar. Además, a diferencia de muchas otras formas artísticas, los murales son accesibles, didácticos, baratos e incluyentes.

Y mientras que la memoria histórica, como los murales, puede parecer sucinta y directa, lo que la hace tan fascinante es su falta de concreción. La memoria histórica no es homogénea, ya que nadie tendrá la misma memoria. Del mismo modo, los murales permanecen sujetos a interpretación, con pocas garantías de preservación. Tanto los murales como la memoria están abiertos al debate, ambos son frágiles y ambos pueden desaparecer.

El líder en la reconstrucción artística en la posguerra en El Salvador fue el colectivo A.S.T.A.C. (Asociación Salvadoreña de Trabajadores del Arte y la Cultura). Formado en 1983 y dirigido por los artistas Isaías Mata y Álvaro Sermeño y otros, A.S.T.A.C. viajó a las comunidades para pintar murales con el pueblo. De esta manera, las masas establecieron las caras y los símbolos que definirían sus identidades colectivas --con los murales convirtiéndose en una extensión de un nuevo activismo público. En esta etapa de la pintura mural, las dos funciones más importantes de los murales fueron recordar a los mártires y las masacres de la guerra y expresar esperanzas para el futuro de El Salvador.

En gran medida los salvadoreños empezaron a pintar lo que ya conocían: el pueblo. Los temas dominantes se centraban alrededor del retrato, pintado a partir de las fotografías de los documentos de identidad oficial de los mártires; el paisaje salvadoreño, un volcán o una montaña casi siempre marcando una comunidad determinada, y la iconografía católica. En todo el país, Monseñor Oscar Romero se convirtió en el icono central de la izquierda, que se representaba con frecuencia como la figura de Cristo para representar simbólicamente la salvación del país.

Otro factor importante durante el período de la posguerra era el espacio. Como marcadores materiales, los murales estaban entretejidos con la memoria, la tierra, la materialidad y la muerte. El acto de marcar sitios individuales con murales u otras formas de expresiones artísticas públicas sacó a la superficie recuerdos de sucesos y posteriormente le dio poder a estos espacios para que actuaran como encarnaciones de la memoria colectiva. Por lo tanto, los sitios de las masacres, como Arcatao, Nuevo Copapayo, El Mozote o la Universidad Nacional en San Salvador, a través de sus paredes pintadas, se habilitan para actuar como testimonio del acontecimiento, testigos de la pérdida de vidas y comunicación pública de la memoria histórica.

Al interior de la historia de la pintura mural de posguerra se encuentra la realidad de la destrucción. Años de fuertes estaciones de lluvias, la luz directa y el vandalismo han dañado las paredes carentes de protección. Este carácter efímero es un componente crítico de la filosofía de los murales. Debido a la relación directa del medio con la esfera pública y el sentimiento de la comunidad, la decadencia y el conflicto son inherentes. No se puede esperar que un mural público exista para siempre, a menos que haya sido pintado en un espacio cerrado o con medios más permanentes, como el fresco o el mosaico.

Un método más común de destrucción mural en el país, sin embargo, es cubrirlos con pintura. En El Salvador, los murales y otras formas de propaganda pintada a menudo tienen la vida útil de los años electorales. A diferencia de la izquierda, la derecha favorece predominantemente las paredes en blanco --monumentos a la política conservadora del olvido, como se evidencia en la frase, 'borrón y cuenta nueva”. En consecuencia, la relación directa de la pintura mural con la memoria histórica existe en contraposición a la política de la derecha de olvidar. Los iconos, figuras y símbolos se convirtieron en imágenes cargadas de significado, afirmando su derecho sobre el pasado, presente y futuro de El Salvador. Este juego entre la pintura y el borrado se convierte en representante de la lucha por el poder político-social y la identidad nacional, así como la activación del espacio público para el debate.

El artículo concluye con una discusión de la pintura mural contemporánea en El Salvador. Ahora, más de 20 años después de los Acuerdos de Paz, los murales salvadoreños siguen evolucionando de manera significativa. Esto se puede ver a través de unos cuantos temas. El primero continúa con la memoria histórica, pero incorpora una mayor influencia ideológica de los movimientos internacionales de murales comunitarios que abogan por la prevención de la violencia y la participación de los jóvenes.

Estos proyectos no sólo buscan recordar la guerra civil, sino toda la historia de El Salvador. El líder de este movimiento es Walls of Hope, una escuela de arte abierta que tiene su base en Perquín, Morazán. Los murales que cubren Perquín están llenos de escenas históricas del pasado de la comunidad que incluyen tradiciones indígenas y folclor. Un componente crucial del proceso de grupo es el diálogo. Los muralistas consultan tanto con miembros de la comunidad como con los políticos antes de dar comienzo a la pintura, un método para prevenir el blanqueo y permitir la comunicación.

Una segunda observación se refiere al rostro cambiante de quienes comisionan los murales. En lugar de permanecer dentro de los límites de organizaciones comunitarias y colectivos de artistas, las figuras políticas e instituciones culturales buscan comisionar de manera oficial pinturas murales para la construcción del patrimonio histórico y cultural. Estos incluyen la comisión del ex presidente Mauricio Funes de un mural en el Museo de Antropología y el “Mural del Bicentenario” de Norman Quijano en el centro de San Salvador, cada uno de los cuales ofrece una historia distinta de la nación.

Por otra parte, la pintura mural ha disminuido sus orígenes de orientación exclusivamente de izquierda y se ha convertido en una herramienta utilizada por las fuerzas políticas en beneficio del turismo. Promoviendo centros de surf, sitios locales y excursiones panorámicas; las paredes públicas se están convirtiendo en las carteleras de la oficina de turismo del país con escenas pintorescas que irradian felicidad hacia las calles, como, por ejemplo, murales de gatos bailando. A pesar de que en su mayor parte tienen buenas intenciones, muchos de estos proyectos producen paredes que no tienen ninguna relación con la cultura y la historia salvadoreña. En contraste con una creciente cultura de grafiti y spray —la cultura juvenil que busca su propia forma de expresión pública— estas nuevas formas de arte de la calle se han englobado en una demanda compleja por su propiedad e ideales. Como tal, las paredes públicas han mantenido su manifestación simbólica de las brechas generacionales, políticas y sociales.

Con la coexistencia de todos estos proyectos, la mayor amenaza para los murales salvadoreños permanece en su naturaleza política y su relación con el espacio público. Todavía abundan los murales contemporáneos que mantienen la tradición de izquierda de la posguerra, y la consigna conservadora todavía proclama: “borrón y cuenta nueva”. Además, no hay leyes que apoyen la preservación, lo que deja a los murales de El Salvador en un estado inherentemente frágil. Como se ve en el blanqueo en 2010 de tres murales de Judy Baca en La Concepción de Ataco, o la destrucción en 2012 del mosaico Armonía de mi pueblo de Fernando Llort en la fachada de la Catedral Metropolitana de San Salvador, todavía falta mucho para que se asegure la estabilidad de los murales salvadoreños.

Sin embargo, hace veinte años casi no existían murales salvadoreños. Hoy, miles de ellos cubren las paredes de la nación. A pesar del creciente movimiento y la colectivización de la pintura mural en El Salvador desde el fin de la guerra civil, los murales siguen siendo susceptibles al olvido. Como tales, las paredes públicas en El Salvador continúan en un estado frágil de debate y desfiguración y actúan como encarnaciones de la lucha continua para definir y colectivamente llegar a un acuerdo sobre una historia y una identidad nacional compartidas.

 

*Rachel Heidenry es curadora, crítica e historiadora del arte. Actualmente está terminando su maestría en historia del arte moderno y contemporáneo en el Instituto de Bellas Artes de New York University. Tuvo una Beca Fulbright en El Salvador en 2011-2012. Este resumen se basa en su artículo “Murals of El Salvador: Reconstruction, Historical Memory and Whitewashing” , publicado en mayo de 2014 en Public Art Dialogue. Edición de esta entrega: Molly Todd.

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