Opinión /

Conviviendo con la puta


Lunes, 13 de julio de 2015
Laura Aguirre

En uno de los comentarios a mi columna De mujeres muertas y de cifras, una lectora escribió:

“Salir a la calle, caminar, respirar, educar, trabajar, vivir en El Salvador....Laura, conoces a alguna mujer que no sea o haya sido víctima de violencia machista???”

Supuse que la lectora hacía referencia a que vivimos en un sistema patriarcal y por lo tanto ser violentadas es intrínseco a nuestra vida de mujeres. Rechacé esta posibilidad. No me gustan las generalizaciones. Siempre son sospechosas y adolecen del defecto de simplificar la realidad y volverla un panfleto difícil de aprehender. Sin embargo, la pregunta siguió dando vueltas en mi cabeza hasta transformarse en la siguiente ¿Existen expresiones concretas de la violencia machista que cualquier mujer pueda identificar cotidianamente en su vida?

La que vino a mi mente fue la puta. Es la palabra predilecta de la sociedad para ofender a las mujeres, el descrédito máximo al que nos pueden someter. Sus derivadas —hijo de puta―, lo son para los hombres a través del señalamiento a sus madres. Lo genial de esta pequeña palabra es que funciona como forma de (auto) control casi perfecta sobre todo el colectivo de mujeres, con las respectivas diferencias de clase, etnicidad, edad, nacionalidad, etc.

Puede parecer exagerado. A mí me lo pareció la primera vez que leí esta afirmación en un texto feminista. Pero luego recordé mis años de pre y adolescencia en el colegio de monjas. La educación sexual que desde casa y en las aulas recibíamos cientos de mujeres jóvenes se erigía sobre todo en unas cuantas frases que nos mostraban límites: “Hay que darse a respetar”, “El hombre llega hasta donde la mujer lo permite”, “No hagas cosas buenas que parezcan malas”, “Dime con quién andas y te diré quién eres”, “Cría fama y échate a dormir”. Las trasgresiones incluían sentarnos con las piernas abiertas, ser demasiado amable con los varones, reírnos inapropiadamente con ellos, dejarnos tocar las manos —ni se diga el cuerpo― y, por supuesto, tener relaciones sexuales antes de casarnos. Todo diseñado para enseñarnos que nuestra valía estaba en nuestra sexualidad y para darnos miedo, pavor de traspasar las barreras impuestas a nuestro cuerpo y ser castigadas —por los hombres y por las mismas mujeres― con el sello de fáciles, de malas, de zorras, de putas.

Cuando alguien señala a una mujer como puta no significa necesariamente que ésta intercambie sexo por dinero. El significado primero es que mantiene relaciones sexuales con distintos hombres, que no es casta, que no reservó su cuerpo para el sexo por amor, para la reproducción y la maternidad. De esta manera la sociedad ha impuesto que nuestro valor principal está en nuestra vagina. Lo que hacemos o parece que hacemos con ella se convierte en el centro de nuestra identidad. Así el estigma puede alcanzarnos a todas. Pero lo más perverso es que la puta, como alter ego con el que todas coexistimos a diario, nos ha dividido en buenas y malas, confiables y traicioneras, honestas y deshonestas, trabajadoras y haraganas, con principios y sin valores. Pero también ha construido una frontera entre las que merecemos ser violentadas y las que no, ser protegidas por la ley o ignoradas, ser consideradas valiosas o desechables.

Así crecemos, así vivimos, atentas a los límites, cuidándonos siempre de ser señaladas, sorteando cualquier situación que implique el riesgo de que alguien nos identifique con la palabra maldita. Porque un paso en falso puede implicarnos la fama para siempre.

Entonces no, no conozco a ninguna mujer que no conviva con esta forma de violencia eminentemente machista. Sin embargo, no por esto creo ni estoy de acuerdo en sumirnos a todas en un estado de perpetua victimización y violencia patriarcal.

Sí, vivimos en un patriarcado, pero totalizarnos a las mujeres debajo de la violencia machista y ocuparla como explicación de toda nuestra existencia es peligroso. En primer lugar cuando se construye la violencia masculina como un continuum que abarca cualquier cosa, se erige un enemigo común al que es dificultoso identificar y mucho más luchar e idear estrategias contra él. Puede ser todo y a la vez nada. Es mucho más comprensible cuando lo hacemos tangible a través de expresiones concretas en nuestras experiencias cotidianas, como la puta.

En segundo lugar, bajo la repetición de la palabra patriarcado y sus sinónimos, las diferencias entre las mujeres desaparecen. Todas nos volvemos víctimas sin más. Así es difícil distinguir las opresiones concretas de acuerdo a nuestra clase, etnicidad, edad, nacionalidad, etc. e imposible reconocer nuestra propia contribución a esta estructura de poder. Aunque todas convivimos con la puta no nos alcanza a todas por igual. Lo será más la pobre que la rica, la extranjera que la nacional, la soltera que la casada, la irreverente que la sumisa. Y seremos nosotras, y no solo los hombres, las que muchas veces pronunciaremos las cuatro letras y levantaremos nuestros dedos en contra de otras.

En tercer lugar, como ya he dicho antes, el patriarcado suele presentarse como algo invariable en el tiempo y espacio. Parece entonces que las opresiones de las mujeres no han cambiado a lo largo del tiempo y la violencia machista generalizada se vuelve una práctica ahistórica, sin mutaciones, infinita, infranqueable. Estaríamos entonces sentenciadas a seguir por siempre los dictámenes de la sociedad o a padecer eternamente ser señaladas como putas. Las posibilidades de quebrar el estereotipo y crear nuevas subjetividades estarían desde un principio condenas al fracaso.

De ahí y por último, no creo que definirnos sin más como perennes víctimas, con la connotación de pasividad que esta categoría conlleva intrínsecamente, contribuya a luchar contra el patriarcado. Por una parte, identificarnos o identificar a otras solo como víctimas significa desconocer las formas de agencia y las expresiones de resistencia que por siempre las mujeres han desarrollado, aún en situaciones de extrema opresión. Con esto surge el riesgo de justificar que algunas sean ubicadas en posiciones de tutela y de protecciones especiales. Y por otra, al no hablar y visibilizar esas batallas y triunfos concretos, por pequeños y cotidianos que sean, se están desconociendo los cambios en las luchas y los avances conseguidos por las mujeres en el camino hacia la igualdad.

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