Opinión / Política

La defensa de la institucionalidad (y II)


Miércoles, 1 de julio de 2015
Héctor Dada Hirezi

Decíamos en la primera parte de este artículo que, pese a la profusión de opiniones que afirman que la institucionalidad está en peligro por las diferencias entre Órganos del Estado, esa misma dialéctica muestra que hay un avance en el respeto a la función propia de los diferentes Órganos del Estado. Existiendo discrepancias sobre el contenido y significado de las sentencias, y un tono exacerbado para expresarlas, las resoluciones de la Sala de lo Constitucional han sido acatadas, aunque se haya llegado al extremo de buscar atajos para dejarlas sin efecto; y este acatamiento determina, en cierta medida, un avance de la institucionalidad. Esto no niega que —a mi juicio― algunas veces se ha alterado el espíritu o la letra de la disposición constitucional, ni que puedan ser generadoras de inestabilidad institucional, ni tampoco que se ha estado en presencia de contradicciones en los razonamientos que sustentan diferentes sentencias; éste es el caso de la fundamentación de la que prohíbe el transfuguismo frente a las consideraciones de las que establecen la constitucionalidad de las candidaturas independientes y del voto cruzado, o entre las de estas mismas sentencias y las de la que trató sobre la posibilidad de que los expresidentes sean de nuevo candidatos.

En nuestro país, reacciones negativas ante ese nivel de discrepancias no debe extrañar pues, como hemos mostrado, la norma ha sido la acción al unísono de los tres Órganos del Estado, a partir de una relación de supeditación hacia la Presidencia de la República, y a través de ella hacia poderes fácticos no políticos. La democracia requiere deliberación, discusión seria, y realmente política, de lo que es tan debatible como el grado de colaboración a la democratización que las sentencias constitucionales puedan proporcionar; deliberación que debe implicar la expresión de ideas y de conceptos, de análisis fundamentado sobre los alcances de lo aprobado y de la escuela de interpretación utilizada, de las visiones de cómo se construye democracia que tienen las distintas partes, etc. El derecho a disentir, y la obligación democrática de expresar el disentimiento cuando se tiene, no puede implicar que se justifiquen el contenido y el tono en el que se han expresado las discrepancias; la descalificación entre las partes, las absurdas deificaciones de actores, como es habitual entre nosotros, han sustituido al razonamiento, cuando no ha aparecido la actitud de “toda la razón está de mi parte, todo el error está de tu parte”. No pienso que la Sala de lo Constitucional actúa con base en compromisos deshonestos, y más bien creo que las diferencias profundas que tenemos sobre algunas de sus sentencias parten de distintas posiciones conceptuales y políticas. ¿Es necesario reiterar que las sentencias deben ser acatadas pese a las discrepancias que uno tenga con ellas, pues así lo dispone nuestro orden jurídico?

A los magistrados constitucionalistas suele presentárseles como personas cuyas sentencias no deben ser discutidas porque actúan técnicamente, no hacen más que interpretar la constitución de acuerdo a criterios unívocos: si actúan técnica y no ideológicamente el resultado depende sólo de la capacidad de los que resuelven aplicando verdades técnicas. La vida real no es tan simple. La Corte Suprema de Justicia es un órgano del Estado, es decir que en esencia tiene funciones políticas, de gobierno (no siempre las funciones políticas son partidarias); en el caso de la Sala de lo Constitucional éstas consisten en juzgar si una decisión o actuación de los funcionarios respeta la Constitución Política. Para cumplirlas cada magistrado parte de su propia concepción del derecho, que como toda ciencia social tiene distintas escuelas para interpretar los textos legales. Con la misma capacidad técnica en la materia, con la misma honestidad como funcionarios, pueden llegar diferentes juristas a interpretaciones dispares, y aún absolutamente opuestas, a partir de los mismos textos legales. Además, por tratarse de decisiones inevitablemente políticas, están influenciadas por la concepción de democracia que cada uno tenga, sobre la que las diferencias entre una persona y otra pueden ser muy importantes; y por ser políticas, las resoluciones están sujetas a la crítica política. Por supuesto que no en el sentido peyorativo que crecientemente se le da a esta palabra; la verdadera discusión política requiere de la mayor seriedad y fundamentación en el juicio por tratarse de temas que tienen implicaciones para la vida de la sociedad en su conjunto, con el interés público.

La institucionalidad ha avanzado muchos pasos adelante desde 2009; no es un signo de menor importancia que aún algunos que en el pasado se sentían cómodos y bien servidos con el control absoluto de los tres órganos del Estado ahora reclamen respeto a las funciones de cada uno de ellos. No voy a juzgar la sinceridad de la posición; valga decir que más allá de eso —que no deja de ser importante― su discurso público ayuda a asentar en la ciudadanía lo trascendente que es la institucionalidad para la democracia. Pero tampoco es discutible que existen amenazas. Si nos reducimos a las que provienen de los actores institucionales del sistema político podemos descubrir fácilmente algunas. No nos permite el espacio detallar las que a mi juicio son más pertinentes. Esbozaré unas de ellas:

1- Los dos partidos más votados no nacieron para construir democracia. Uno se fundó para restituir el autoritarismo militar-oligárquico (que implicaba una Constitución democrática y una regla fáctica autoritaria puesta sobre ella) y el otro para establecer la dictadura del proletariado. No hay señales de que ninguno de ellos haya realizado un cambio sustancial y reflexionado de postura que los comprometa con los elementos fundamentales de la democracia (la mayoría de los demás partidos tampoco sabemos que lo hayan hecho). Esto a pesar de que sus ideologías (el neoliberalismo, el socialismo revolucionario) parecen haber agotado su pertinencia como ideales. La práctica intolerancia de ambos a las decisiones de los órganos e instituciones del Estado que no están conformes con sus ideas o con los intereses que representan, muestra la poca penetración que la idea de democracia tiene en su actuar.

2- La conducción visible de la oposición al gobierno parte de instituciones que han sido creadas para otras esferas de la vida social, y no para la competencia partidaria o para participar en el sistema político. La misma crítica que en un momento de nuestra historia se hizo desde la derecha a los sindicatos puede hacerse ahora a las gremiales empresariales o a su tanque de pensamiento. Sólo que ahora está acompañada por una práctica exigencia de derecho de veto sobre las acciones y decisiones del aparato del Estado, que antes controlaban casi directamente. No es que no puedan expresar su opinión sobre los temas nacionales, sino que no deben sustituir el papel fundamental que los partidos políticos deben tener en la canalización de las opiniones de los ciudadanos. Cierto que es un reflejo de la debilidad del sistema de partidos.

3- La cada vez más generalizada creencia de que la sociedad política es la corrupta, la culpable de la polarización, en tanto la sociedad civil es el crisol de las virtudes, de la armonía, de la capacidad de saber cuales son los intereses de la ciudadanía. Y esto agravado por la asunción de representaciones de la sociedad civil que nadie ha concedido. La sociedad política está constituida por las mismas personas que la sociedad civil, y además son los ciudadanos los que deciden quienes asumen los cargos públicos. Y el desprecio a lo político —que se asocia con lo mezquino, con lo contrario al interés general― propicia en abandono de lo público en beneficio de un mercado en el que el ejercicio de las libertades está altamente condicionado por las capacidades económicas.

4- La Sala de lo Constitucional ha asumido una línea de interpretación de la Carta Magna que la lleva a ser en la práctica legislador constitucional y legislador secundario. Es la línea que Manuel Alcántara llama “activismo judicial”. Romper la línea de la Constitución Política, que establece la libertad individual dentro de canales institucionales, genera una reforma profunda a la visión del funcionamiento del Estado, lo que no se está discutiendo. Asumir con absolutismo la libertad individual del ciudadano como lo hace en algunas sentencias —en otras no― es alterar la visión misma del juego democrático. Establecer en algunas sentencias —en otra lo contrario― que la ciudadanía debe elegir personas de diferentes partidos es asumir la peligrosa idea postmoderna de que los problemas sociales tienen soluciones técnicas unívocas y no políticas (reitero, para mí esta palabra no tiene el sentido peyorativo que ahora le adjudican).

5- La desconfianza en un debilitado sistema de partidos —que tiene bases reales― que impulsa a muchos ciudadanos a pretender refugiarse en la sociedad civil para ejercer derechos políticos que sólo puede realizar en la esfera de lo político. Es necesario a la vez democratizar a los partidos —realmente, no de fachada― e impulsar al compromiso partidario indispensable en una democracia orgánica; esto supondrá para diversos grupos ciudadanos la generación de nuevos instrumentos políticos, como lo está mostrando la experiencia de diferentes países.

No son las únicas amenazas: están presentes la violencia social, la creciente posibilidad de insolvencia fiscal, etc. Sólo he mencionado algunas que no están en el imaginario de la mayoría, y que merecen un tratamiento serio desde la academia, los partidos, la ciudadanía, la llamada sociedad civil. Enfrentar las amenazas reales es una tarea indispensable para defender la institucionalidad democrática. Lo dicho es altamente discutible, es a secas mi opinión personal. Ojalá merezca debate, deliberación para llegar a conclusiones favorables al desarrollo democrático del país. La institucionalidad democrática se consolida participando en ella, ejerciendo esa calidad política que todos tenemos: la ciudadanía.

 

*Héctor Dada Hirezi es economista. Fue ministro de Economía durante el gobierno de Mauricio Funes y diputado en los periodos 1966-1970 y 2003-2012. También fue Canciller de la República después del golpe de Estado de 1979 y miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno entre enero y marzo de 1980.

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