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Lecciones de buceo en la religiosidad popular salvadoreña

La religiosidad popular igual confronta a la inquisición española, representa luchas entre moros y cristianos, integra elementos de la cosmovisión pipil con el cristianismo, o rinde culto a San Simón. Y desafia las estructuras de poder, como lo demuestra el abrazo a Monseñor Romero. Diversos académicos se sumergen en el tema. 


Lunes, 27 de julio de 2015
Antonio García Espada

El libro Religiosidad Popular Salvadoreña, recientemente publicado por la Secretaria de Cultura de la Presidencia, recoge diez de las ponencias presentadas en el coloquio celebrado en septiembre de 2013 sobre esta temática. Se trata ante todo de una invitación a la comunidad académica para adentrarse en uno de las manifestaciones culturales más características y a la vez más desatendidas de toda la América Latina.

Para empezar tenemos la ponencia de Amparo Marroquín Parducci sobre la genealogía de lo popular propuesta por el filósofo Jesús Martín Barbero. Parte del problema metodológico que afronta la autora tiene que ver con las diferentes valencias que ha adquirido el término popular en las distintas latitudes académicas del planeta. La fraudulenta operación con que el neoliberalismo académico de los años noventa relegó el término popular al ámbito de lo folclórico y lo pintoresco, sin apenas capacidad para designar dinámicas sociales significativas, quedó completamente expuesta en Latinoamérica. Aquí la evidencia de amplios ámbitos de exclusión de mayorías enajenadas, que siguen en la actualidad soportando modelos cívicos traídos de lejos y forjados al ritmo de una historia lejana, ha hecho de lo popular una categoría de análisis imperfecta pero plenamente operativa.

A continuación Juan Vicente Chopin aborda la cuestión desde una perspectiva católica e institucional. La cuestión de la religiosidad popular es uno de los puntales de la iglesia posterior al Concilio Vaticano II y, muy especialmente, de la Iglesia latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano se refieren a la religiosidad popular como una realidad puramente autóctona de América Latina, como su “identidad histórica” y la “expresión honda del proyecto cultural latinoamericano” (Puebla n. 413). Sin embargo, el tema aun provoca encontradas respuestas al interior de la Iglesia católica y hay quienes opinan que la oportunidad perdida es directamente responsable del declive que experimenta la institución en estos últimos años. El padre Chopin aborda la cuestión prestando una especial sensibilidad a la cuestión metodológica, pues precisamente el desafío que encara la misionología contemporánea es cómo integrar en la milenaria y global experiencia católica la vivencia religiosa concreta de un espacio y un tiempo propio sin desatender los legítimos reclamos de homologación por una parte y de autonomía por la otra.

Una de las más célebres soluciones al dilema vino de lo más alto de la jerarquía eclesial, precisamente, salvadoreña. La mirada que Héctor Grenni nos trae de Monseñor Romero hacia la religiosidad popular es de amor. No podía ser de otro modo toda vez que el espíritu cristiano encarnado en Romero forzosamente rechaza división alguna entre hermanos, hijos todos de un dios único y sufriente. Sin embargo, la evidencia de una religiosidad popular ajena a los preceptos básicos de la Iglesia ilustrada despertó en Romero una sensibilidad especial hacia la noción de historia. Una historia inmanente, antitradicionalista y construida desde abajo. Esta Iglesia de los pobres suscitó las más airadas reacciones dentro de la sociedad salvadoreña y de la propia Iglesia católica. Monseñor mejor que nadie hizo evidente la incapacidad última del hombre de alcanzarse a sí mismo, mostrando dentro de cada uno de nosotros al ser opaco que solo puede expresar lo mejor y lo peor de sí de manera indirecta y quebrada.

Pedro Escalante Arce se ha atrevido nada más y nada menos que con la Inquisición novohispánica. El autor muestra en primer lugar las importantes limitaciones inherentes a la estructura colonial para reconocer la alteridad y trascender la dialéctica imperialista. La religiosidad oficial aparece en este contexto como una religiosidad altamente disciplinada por la norma jurídica con escaso acceso a la espontaneidad y creatividad poco normativizada de personas privadas o particulares. Esta incapacidad institucional dejó amplio espacio para la configuración de una curiosa religiosidad popular de la que Escalante Arce rescata algunos casos verdaderamente asombrosos. El trabajo del autor es el fruto de largas y diligentes prospecciones en el Archivo General de la Nación de México donde se conservan los expedientes producidos por el Tribunal del Santo Oficio con jurisdicción sobre todo el Virreinato de Nueva España.

Una necesidad acuciantemente sentida en algunos de los trabajos aquí presentados es la de definir la plataforma desde la que tiene lugar el análisis de la religiosidad popular. Si teorizar obliga a establecer cierta distancia entre el objeto y el sujeto, en el caso que nos ocupa, esta distancia fácilmente se convierte en obstáculo para captar de manera significativa algunos de sus aspectos esenciales. De ahí la atrevida perspectiva analítica elegida por Ricardo Lindo para encarar desde la periferia del lenguaje científico manifestaciones de cultura popular alojadas en los márgenes de la realidad social contemporánea. Lindo se refiere aquí a las representaciones de moros y cristianos en un castizo barrio sansalvadoreño, San Antonio Abad. Aquí (como en muchísimos otros lugares del país) los historiantes conmemoran con colores, música, danzas, burlas y cuetes una serie de viejas historias transmitidas oralmente pero que de vez en cuando son plasmadas en el papel. Gracias a esta vicisitud, algo del hermetismo de estas celebraciones tan típicamente indígenas queda expuesto y al acceso del investigador perseverante.

Ricardo Lindo se sumerge en esta semioralidad para mostrarnos importantes mecanismos constitutivos de la cultura popular salvadoreña ―algunos tan sorprendentes como los versos de Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón de la Barca. Y lo hace desde una perspectiva analítica tan arriesgada como convincente. Desde la subjetividad del testimonio personal de una vivencia de vecindario, Lindo extrae importante data, presentada desde el ángulo más poliédrico y con mayor profundidad sensorial: su propia mirada, sin disimulos ni lamentos de erudición, desnuda y desconcertada ante la corporeidad de la imaginación y la materialización de la fantasía. Seguramente se trate de la única mirada capaz de restituir plenamente la continuidad entre los diferentes aspectos de una realidad que el análisis crítico no puede evitar separar.

En toda Mesoamérica la adoración de imágenes de múltiples santos católicos fue facilmente aceptada por los nativos, ya que se asemejaba a sus religiones politeistas y animistas. Foto archivo, Mauro Arias.
En toda Mesoamérica la adoración de imágenes de múltiples santos católicos fue facilmente aceptada por los nativos, ya que se asemejaba a sus religiones politeistas y animistas. Foto archivo, Mauro Arias.

A continuación Jorge Lemus nos presenta la visión del inframundo de la tradición pipil trasmitida oralmente en náhuat. Lemus nos habla aquí de un aspecto esencial en la configuración de toda forma de religiosidad: su dimensión cósmica. Es en el campo, en el pagus, donde la religiosidad popular adquiere sus perfiles más nítidos pues es allí donde el hombre se dirige a los dioses a través de cultos mistéricos y una relación muy íntima con la tierra y el agua, los árboles y las cuevas, los ciclos periódicos y los sobresaltos de la naturaleza. La religiosidad sometida al ritmo de la agricultura, el bosque y los cielos es a menudo referida como religiosidad vernácula. En El Salvador, sin embargo, dicha religiosidad vernácula ha sido objeto de persecución y exterminio llegando a extremos como el del genocidio de 1932. Lemus nos muestra desde el mayor de los empirismos posibles que dicha vernacularidad no ha desaparecido del todo y que parte de su estrategia de supervivencia consiste en desvincularse lo más posible del ámbito tradicionalmente identificado con la religión apañándoselas para sobrevivir en el medio rural de manera ciertamente heroica.

Sin embargo, han sido mecanismos culturales más complejos y sofisticados los que han permitido la supervivencia y actualización de una porción mucho más vasta del legado pipil dentro de la sociedad salvadoreña actual. De ellos se encarga José Manuel González, desde una perspectiva semiótica y un emplazamiento emblemático, la ciudad de Izalco. Este ha sido uno de los escenarios privilegiados de la lucha entre el sincretismo guiado y el sincretismo espontáneo. González busca entre las generalizaciones de las devociones a cristos, vírgenes y santos epónimos, con los que la Iglesia y el imperio han intentado integrar la comunidad local en la universalidad católica, y acaba encontrando amplios espacios configurados al margen del control de los portadores de dicha versión cultural hegemónica, espacios donde los cultos genéricos son apropiados para dar salida a necesidades específicas e intransferibles. Este enfrentamiento ha sido responsable de un gran derramamiento de sangre que llegó al paroxismo de la matanza de enero del 32. A González le interesa saber cómo se integra en la experiencia colectiva la represión de determinadas formas de vida y averiguar si tales formas de vida han sobrevivido a base de convertirse en formas de vivir.

La tradición suprimida y redimida mediante su conversión en actitud vital es responsable no solo de supervivencias sino también de innovaciones culturales y un alto grado de creatividad religiosa. Los siguientes ensayos de José Heriberto Erquicia Cruz y del autor de este artículo presentan el tema de los santos apócrifos. Se trata de uno de los fenómenos más típicamente latinoamericanos y que, hasta la fecha, más cohíben a la comunidad científica. De México a Argentina proliferan cultos a personalidades controvertidas, a veces diametralmente opuestas a los cánones morales propuestos por la Iglesia católica, y que del ámbito privado han pasado al público llegando en ocasiones a constituir devociones masivas con millones de seguidores. Tales devociones evidencian además continuidades extraordinarias en el tiempo que no hacen sino aumentar la confusión de los investigadores a la hora de producir clasificaciones y adscribirlas a tradiciones religiosas reconocibles.

Erquicia Cruz nos presenta algunas de las conclusiones del primer estudio a escala salvadoreña de este fenómeno hecho desde la Universidad Tecnológica. Fuertemente incardinado en la dimensión de campo, la investigación de Erquicia comenzó siendo una aventura etnográfica en busca de los orígenes indígenas del culto al hermano Macario Canizales de Izalco. Sin embargo, pronto chocó con la evidencia de una devoción dual que si bien todavía revela diferencias importantes entre las versiones indígena y ladina, parece tener su razón de ser en precisamente en la fusión de uno y otro universo simbólico. Mi estudio, por su parte, se desenvuelve entre coordenadas menos precisas. El culto a San Simón de Mesoamérica es en su estado actual imposible de adscribir a un espacio concreto o a un hecho histórico específico. Tampoco es posible establecer ni la influencia predominante ni su total independencia con respecto al catolicismo popular, el espiritismo kardeciano, el neoindigenismo maya o el cristianismo pentecostal. De ahí que el autor adopte la perplejidad como única mirada capaz de valorar simultáneamente la decidida vocación contracultural de San Simón y su apabullante éxito de difusión por toda Mesoamérica.

Pero si se trata de perplejidad ante una difusión rápida y masiva, ningún caso más paradigmático que el del pentecostalismo. Un caso que comparte con el culto a los santos apócrifos una misma temporalidad, un mismo ámbito de difusión y una misma especificidad latinoamericana, así como una muy problemática adscripción a cualquier tradición religiosa preexistente. Luis Roberto Huezo Mixco se encarga de este asombroso caso de religiosidad construida desde abajo y, que ahora, ante nuestros propios ojos, estás siendo responsable de la mayor revolución cultural acaecida en toda la historia moderna de América.

En el orden de las ausencias esta obra adolece de algunas palmarias. Quizá las más evidentes sean las relacionadas con los casos de religiosidad vernácula en el oriente del país. Igualmente echará de menos el lector tratamientos más sistemáticos de la magia, la medicina tradicional o algotros célebres productos del catolicismo popular. Algunas de estas propuestas han quedado en el tintero, sin llegar a concretarse debido a fatalidades técnicas y materiales. Esperamos que el lector no nos juzgue por tan dolorosas ausencias y que dirija su atención al generoso esfuerzo hecho por los autores de esta obra colectiva. En ocasiones hemos trabajado bajo fuertes presiones y las limitaciones propias de una academia incipiente, con escasa tradición humanística y grandes prejuicios sociales.

Nuestros recursos técnicos no son ni remotamente comparables a los de entornos científicos más consolidados y desahogados. Pero de ello también creemos poder hacer virtud. No hace tanto tiempo los antropólogos de las religiones consideraban la magia como una especie de método pre-científico para encarar con éxito las fluctuaciones de la vida echando mano de un extra de imaginación, inventiva e improvisación. Es por eso que desde la carencia se cuestiona antes y se reconocen más fácilmente los límites de los grandes sistemas. Pues bien, acaso nadie esté en mejores condiciones que este grupo de brujos-científicos (sin duda entre los mejores del país) para abordar desde dentro el estudio de la religiosidad popular, atendiendo a sus verdaderas causas y a los métodos de expresión que le son propios.

 

*Antonio García Espada es Profesor Titular de Historia en la Universidad Autónoma de Chiapas. Este artículo resume el libro Religiosidad Popular Salvadoreña (San Salvador: DPI, 2015).

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