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La construcción de la raza en la Centroamérica de las primeras décadas del siglo XX

Los intelectuales de Guatemala, El Salvador y Costa Rica se las ingeniaron para rescatar a sus países de la inferioridad racial atribuida por Europa a las regiones coloniales, sin abiertamente retar el pensamiento europeo. Su narrativa marginaba al indígena, exaltaba al mestizo e ignoraba al negro.


Domingo, 5 de julio de 2015
Patricia Alvarenga Venutolo*

Las diferencias culturales se han explicado desde muy distintos puntos de vista. En el transcurso del siglo XX, en las ciencias sociales han ocurrido cambios radicales en torno a la concepción de las etnias subalternas, es decir, grupos con culturas distintos, forjados en su identidad a través de procesos históricos específicos. Los intelectuales han jugado un papel central en la creación discursiva de esas pluralidades sociales. Desde posiciones de poder, se han arrogado el derecho de representarlos sin tomar en cuenta su propia concepción de sí, de su historia. En las últimas décadas del siglo XX, movilizaciones con demandas alrededor de la pertenencia cultural adquieren significativa importancia en Mesoamérica. Entonces una nueva sensibilidad se impone entre quienes se dedican a la reflexión social. Por primera vez aflora una sistemática crítica a las prevalecientes miradas sobre esas otredades, profundamente permeadas por construcciones jerárquicas de la diversidad social.

Nuestro trabajo se centra en las reflexiones sobre las diferencias culturales durante las primeras décadas del siglo XX. Las clases altas y medias de América Latina y El Caribe, es decir, de donde proceden los intelectuales, son, o al menos pretender ser, de ascendencia europea, argumento utilizado para colocarse en un plano social de superioridad en relación con el resto de la sociedad. Sin embargo, para entonces la creación de la nación demandaba construir una narrativa atinente a los habitantes de cada país que fuese dignificadora de su pasado y, por tanto, que anunciase un futuro prometedor para las jóvenes naciones del istmo. Esta narrativa fue excluyente. Al crear la ficción de abrazar a la totalidad social, invisibilizó la diversidad cultural y, contradictoriamente, rescató al indígena antiguo pero segregó y marginó al indígena contemporáneo.

Los retos de construir narrativas nacionales también provenían del mundo externo. Los países poderosos del hemisferio occidental justificaron el colonialismo y, en particular, su supremacía sobre nuestras naciones con el argumento de que las diferencias culturales eran raciales, lo cual significaba que estaban impresas en los cuerpos. La biología, la medicina y la antropología sustentaron el racismo haciendo alardes de discursos supuestamente científicos y, por tanto, presentados como irrefutables. De tal forma, el autoritario orden mundial se explicaba por la inevitable supremacía del hombre blanco quien desde tiempos ancestrales había estado preparado para llevar la batuta del mundo. Desde esta perspectiva, la civilización no resultaba ser un producto histórico; pueblos privilegiados la llevaban impresa en sus genes.

Escuela Indígena de Izalco, 1932. Foto cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.
Escuela Indígena de Izalco, 1932. Foto cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.

Los hombres de letras de Centroamérica, abocados al diseño de la construcción de naciones viables en el contexto del mundo del progreso, como lo señalamos anteriormente no escaparon a los valores coloniales. Tratando de construir naciones dignas se enfrentaron con el reto de que estos universos se hallaban muy distantes de satisfacer el ideal de la sociedad blanca. La importancia numérica de las poblaciones híbridas tampoco era un buen indicio pues desde la perspectiva de las naciones hegemónicas del norte la mezcla conllevaba a la degeneración. Entonces enfrentados a las particularidades culturales y biológicas de la región se abocaron a realizar lo que un estudioso de la historia de México, Mauricio Tenorio Trillo, definiera como “trampas discursivas”, es decir, la puesta en juego de valores dominantes pero dotándolos de nuevos sentidos.

A simple vista la mayor parte de las poblaciones del istmo lleva en su corporalidad rasgos que evidencian su pertenencia a razas consideradas inferiores tales como la indígena, la negra y la amarilla. Nuestros protagonistas, entonces, se propusieron construir argumentaciones que permitieran representar apropiadamente estas sociedades de acuerdo a los valores reinantes en el mundo occidental, valores que ellos mismos no dejaron de compartir. ¿Cómo se logró este acto de magia? El mestizo, síntesis de la sociedad blanca e indígena, se convirtió en el personaje central de la nación. Ciertamente, la mezcla en las concepciones racistas imperantes es considerada degenerativa, pero la monumentalidad de los resabios arqueológicos otorgó las claves para construir una argumentación sobre el pasado de la región que, aunque fundado en la sospechosa hibridez, superaba sus connotaciones negativas enfatizando el alto nivel civilizatorio alcanzado por las sociedades indígenas del mundo antiguo. La negritud, de evidente presencia en la cultura y en la fisonomía de amplias poblaciones de la región, fue totalmente excluida. El estigma de la esclavitud, asociada con las razas inferiores, así como la estereotipada concepción de que los ancestros africanos vivían en un mundo salvaje, aconsejaba evadir su presencia.

Pero la sumisión de los indígenas durante la conquista española les colocaba al lado de razas cobardes. ¿Cómo sortear este obstáculo en la creación de una nación digna? El heroísmo de los grandes personajes que enfrentaron al conquistador fue una respuesta a este reto discursivo. El valeroso líder que ofreció feroz resistencia a la conquista representa simbólicamente al padre del mestizo. Con frecuencia no murió en el teatro de las armas sino como producto de la traición española, curiosamente sin dejar descendencia. En esta forma, el mestizo se distanciaba de los indígenas sobrevivientes quienes, debido al profundo trauma colectivo de la conquista, experimentaron, según los argumentos prevalecientes, un proceso degenerativo que hasta hoy no ha sido superado.

Escuela en Asunción Izalco, Sonsonate, El Salvador, en 1875. Foto de Carl V. Hartman, cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.
Escuela en Asunción Izalco, Sonsonate, El Salvador, en 1875. Foto de Carl V. Hartman, cortesía del Museo de la Palabra y la Imagen.

Debemos de señalar que Costa Rica comparte en forma ambivalente ese ideal del mestizaje. Mientras la gente morena del Guanacaste es representada en las asambleas escolares como la esencia de la nación, a la vez se hace alarde de una supuesta diferencia con el resto de la región: la preminencia de la herencia europea. No es casual que este discurso se imponga en un país que carece de la monumentalidad arqueológica del norte del istmo. El mundo indígena sobreviviente, ubicado al margen de la nación y del estado costarricense, ha sido concebido a través de su historia como salvaje. Sin embargo, Costa Rica no deja de participar en estos movimientos culturales que han marcado la historia del istmo. Ello se aprecia en las escenificaciones de la nación, en las historias gloriosas de los héroes indígenas, así como en las lecturas del patrimonio arqueológico, que si bien no pueden hacer alarde de la monumentalidad de las obras del indígena antiguo, se preocupan consistentemente por subrayar su carácter artístico, patrimonio de sociedades consideradas superiores.

Los intelectuales centroamericanos no fueron coherentes en sus propuestas identarias. Desarrollaron argumentaciones contradictorias cuando dejaron de lado al indígena heroico del pasado para referir al indio de su contemporaneidad. Entonces se distanciaron abruptamente de ese pasado de heroísmo. Ya no se trataba de mostrarnos y mostrar al mundo la grandeza de nuestra historia, testimonio de nuestras posibilidades futuras. Se trataba de sugerir políticas en torno a las particularidades culturales. El indígena que no existe, que nunca se conoció, es otredad distante susceptible de ser idealizada. En cambio, el indio de carne y hueso es el indio rechazado y marginado, sobre el cual se pueden ensayar, evadiendo disfraces retóricos, argumentos típicos del racismo colonial.

 

*Patricia Alvarenga Venutolo es catedrática de la Universidad Nacional de Costa Rica y se desempeña como académica en la Escuela de Historia de dicha universidad desde 1986. Este artículo es un resumen de “La construcción de la raza en la Centroamérica de las primeras décadas del siglo XX” Anuario de Estudios Centroamericanos. Vol. 38, 2012, pp. 11-40.

 

NOTA:
Con esta entrega El Faro Académico, buscando dar una perspectiva centroamericana a su cobertura, da comienzo a un proyecto de colaboración con el Anuario de Estudios Centroamericanos. Fundado en 1974, el Anuario es publicado por la Universidad de Costa Rica y es una de las pocas publicaciones que, con perspectiva regional, se publican en la actualidad sobre América Central. El Anuario de Estudios Centroamericanos se ocupa del análisis de la realidad histórica y presente de la región centroamericana y de las sociedades que la constituyen.

 

FE DE ERRATA:
En un primer momento, en el pie de foto de una de las dos fotografías que ilustran este artículo se dijo que correspondía a algún lugar de El Salvador y que había sido tomada alrededor de 1925. No es así. La fotografía, que corresponde a una escuela en Asunción Izalco, Sonsonate, data de 1875. Se ha añadido también el nombre del autor de la imagen.

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