Opinión /

Sobre la violencia de género


Lunes, 15 de junio de 2015
El Faro

Hace pocos días, las opiniones personales de un periodista de El Faro sobre la mayor o menor importancia de los feminicidios en El Salvador, vertidas en una red social, agitaron el debate sobre la trascendencia que la sociedad da a la violencia de género e hicieron que se cuestionara la postura de nuestro medio sobre el tema. Comenzamos aclarando que este periódico no solo no comparte las opiniones vertidas por este periodista o el tono despectivo con el que se refirió a una de nuestras blogueras que había escrito un post sobre la violencia de género. El Faro considera además que en un tema tan grave como el de la violencia en El Salvador los periodistas no podemos permitirnos opinar con ligereza de ninguna de sus facetas. Nuestro compromiso de alimentar en la sociedad un debate basado en el rigor y la profundidad nos exige poner a prueba siempre nuestras propias certezas en vez de imponerlas y no pasa por descalificaciones sino por argumentos.

En ese sentido, no son los porcentajes los que hacen que la violencia contra las mujeres en El Salvador sea un problema de enorme gravedad al que no se ha prestado desde las autoridades ni desde el periodismo la atención necesaria. Realidades como la discriminación desde la familia, la violencia de pareja o los miles de casos de abuso sexual especialmente de menores, no han sido retratadas y denunciadas con la misma radicalidad con la que impactan en la construcción de nuestra sociedad. Ser mujer en El Salvador es vivir bajo ataque constante de múltiples maneras. El asesinato de mujeres, generalmente pobres o de clase media, es solo la punta del iceberg, el eslabón final, de una cadena de formas de violencia y violación de derechos que se manifiesta en todos los estratos sociales y que por ignorancia o cobardía, por vergonzosa costumbre tal vez, solemos considerar propias del ámbito privado o asumimos como un rasgo cultural, y que apenas denunciamos y perseguimos.

La enorme dimensión de la violencia en El Salvador, sus cifras y la profundidad con que ha taladrado nuestra convivencia, nuestros valores y nuestra voluntad, hace que a menudo se nos nuble la mirada cuando se trata de entenderla. Y que se nos tuerza el criterio al hablar de ella. Pedimos sangre por sangre, con más hígado que cerebro. Exigimos soluciones inmediatas como si décadas de deriva social y política pudieran corregirse con un golpe maestro. Ensalzamos unas causas y despreciamos otras, sobrerreaccionamos a unos casos y olvidamos otros, como si el simplismo fuera a hacer sencillo algo tremendamente complejo y ramificado.

Una de las damnificadas en la escala de prioridades y atención es la violencia de género. Se suele diluir en medio de las brutales cifras de hombres jóvenes asesinados cada día y se asume como residual. La espectacular guerra entre las pandillas —eminentemente masculina en victimarios y víctimas― la opaca. Desde el enfoque miope de los números, abundan las discusiones pírricas sobre el peso que se debe o no dar a los asesinatos de mujeres en el debate nacional.

La figura legal del feminicidio, reconocida por la legislación salvadoreña pero apenas presente en los expedientes policiales o fiscales, se nos ha vuelto un laberinto. En un país en el que se estima que más del 95 por cien de los homicidios nunca llega a un juzgado y en el que el trabajo policial y fiscal se hace con pocos medios técnicos y depende casi siempre de la existencia o no de testigos, es muy poco común que se pruebe un crimen de odio, que se depure el móvil de un asesinato hasta establecer la manifiesta voluntad de matar a una mujer por el hecho de serlo.

La tipificación de feminicidio tiene una función clara en el sistema de Justicia, pero es una herramienta demasiado corta para quien quiera capturar la realidad para entenderla. Incluso en casos de evidente ensañamiento sexual o en los que hay, por ejemplo, antecedentes de violencia por parte de la pareja de la víctima, los crímenes no se suelen tipificar como feminicidios. Por eso, quien quiera comprender la violencia de género en El Salvador y discutir sobre su trascendencia ha de cavar más allá de las primeras cifras, hacerse mejores preguntas, buscar en lo invisible, en nuestra herencia cultural.

El machismo es una tara que El Salvador no parece especialmente interesado en superar. Mientras se aprueban leyes supuestamente dirigidas a garantizar la igualdad de oportunidades de las mujeres en materia de educación, de oportunidades o ante la justicia, líderes políticos, religiosos, periodísticos del país ensalzan constantemente con sus mensajes una masculinidad basada en la demostración de la fuerza, la posición dominante, la sexualización de cualquier relación social y un menosprecio hacia lo femenino que se expresa también en la homofobia.

El Faro ha tratado siempre de erradicar de su periodismo cualquier rastro de esa tara y abrir espacio a los debates más incómodos sobre la sociedad de la que es parte y sobre sus propios defectos. Las expresiones de machismo que aún sobreviven en el seno de nuestra redacción — aun cuando comparten espacio con largas investigaciones y abundantes denuncias de casos de violencia sexual contra mujeres, trata, discriminación laboral, etc.― son uno de esos defectos.

Por eso, y porque la lucha por la igualdad de derechos no es solo una causa de las mujeres, o de otros colectivos que sufren discriminación, sino una lucha que debemos dar todos, asumimos ante nuestros lectores el compromiso de iniciar una reflexión profunda de la forma en la que, como periódico, ejecutamos y expresamos nuestro compromiso con la igualdad en El Salvador. Habrá quien quiera ver en esto un ejercicio de corrección política. El Faro piensa que reconocer los errores es parte de la rutina ética de un periodista. Por eso, y porque la sociedad salvadoreña parece empeñada en postergar el debate sobre su propio machismo y creemos que podemos haber contribuido a ello, pensamos que poner en tema en el centro de nuestra mesa de trabajo es simplemente hacer lo correcto.

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