Opinión /

Sobre la redención


Lunes, 25 de mayo de 2015
José Miguel Cruz

El día que los secuaces de D’Aubuisson mataron a Monseñor Romero, mi abuela me dijo textualmente: “Han matado a un obispo. Este país no tiene redención”. Mi abuela era una ferviente católica conservadora, benefactora de varias obras de la iglesia en Santa Ana, que pensaba que los comunistas acabarían entonces con el país. Luego de decirme eso, se retiró a rezar y, como más tarde me confió, a pedir perdón por el país. El asesinato de Monseñor Romero le hizo caer en la cuenta de que, a El Salvador, el pecado más grande de todos le había llegado por otro lado.

Esa imagen, la de un país condenado por matar a su obispo santo, nunca me ha dejado tranquilo. ¿Tiene mi país redención? Mucho se ha dicho ya de Monseñor Romero y de lo que representa para nosotros, los salvadoreños: esperanza, liberación, justicia, amor. No hay nada más que yo pueda agregar. Ignacio Ellacuría lo dijo bien: con Monseñor, Dios había pasado por El Salvador. Es cierto. No hay nada más radicalmente cristiano que eso: dar la vida para que los demás vivan y tengan esperanza. Pero, ¿qué hay de la redención? ¿Estamos ahora redimidos porque Monseñor Romero está finalmente en el camino justo de ser reconocido oficialmente como santo? ¿Qué significa encontrar la redención para una sociedad como la salvadoreña?

En realidad, nuestro país no es ahora más justo, no es más esperanzador y no es más vital que lo que era en 1980. En estos treinta y cinco años más sangre ha sido derramada, más maldades han sido cometidas y más culpas han sido ignoradas. Nuestra sociedad no es ahora más justa, no es más compasiva y no es más pacífica que lo que era tres décadas atrás. Probablemente todo lo contrario.

Hay una excepción, sin embargo. Nuestra sociedad es un poco —solo un poco— más democrática. O, para decirlo mejor, es menos autoritaria. Pero si de algo ha servido la democracia electoral —esa posibilidad de tener a otros en el poder, de alternarnos en las responsabilidades por el rumbo del país— es para mostrar que, después de todo, los pecados, las culpas y las corrupciones que siguen desangrando al país las cargamos todos… y también las producimos todos. Por acción unos, por omisión otros.

Monseñor Romero abrazó la cruz por amor a su pueblo y eso lo convirtió en mártir bajo los principios de la fe cristiana. Pero él ya se ha convertido en santo de la mano de quienes han seguido su ejemplo en la lucha por redimir a El Salvador y al mundo, por lograr sociedades más pacíficas, libres, justas y solidarias. Romero es santo por aquellos que siguen trabajando por la redención del país y de su gente.

La beatificación de nuestro Óscar Romero nos debe llenar de alegría, pero sobre todo nos debe llenar de compromiso por encontrar justicia, paz y bienestar en este país y en esta región centroamericana. Su proceso de santificación no estará completo mientras nosotros mismos no asumamos nuestras propias responsabilidades por la situación de nuestra región y por la situación de nuestros compatriotas que siguen muriendo de violencia, pobreza y desesperanza. Es cierto, la única forma de redimir nuestro país, nuestra región y, de paso, el mundo en que vivimos es seguir trabajando por hacer posible el sueño de Romero: el de sociedades con justicia, libertad y paz para las mayorías, para los más pobres.

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