Era una tarde de invierno berlinés, oscura y fría hasta casi cero. Yo paseaba en el cochecito a mi hijo de un par de meses de nacido. Avanzábamos lentamente por las cuadras casi desiertas, iluminadas solo por faroles de gas y las luces que salían de los cafecitos a nuestro paso. De pronto una escena me sacó de mi ensoñación: detrás de la ventana grande de un bar, cuatro amigas compartían una botella de vino. A la luz de las velas, chocaban sus copas, brindaban, platicaban, se reían como si no importara nada más. Y yo, estupefacta y helándome afuera, sujetando el carro de bebé, me sentí como viendo una película vieja de mí misma. Sin proponérmelo sollocé y de mis ojos cayeron grandes y pesadas gotas que pronto se convirtieron en imparables chorros salados.
Que les pasa a casi todas, me dijeron las mujeres a las que se lo conté. No es que una realmente se sienta así; son las hormonas o como una depresión posparto que te hace estar no feliz, tediosa, enojada, quejona; pero se quita después de un tiempo y todo vuelve a la normalidad, me consolaron. Y cuando eso pasa, siguieron, una siente la felicidad suprema de ser madre.
Los estereotipos sobre La Madre como derroche de renuncia y sacrificio son tan fuertes que es difícil revindicar como parte de la maternidad las quejas y las frustraciones que ésta conlleva. No es que estas no nos estén permitidas, siempre y cuando una se ponga la etiqueta de hormonal o deprimida. Incluso cuando duele es un dolor con placer, me dijo una amiga. Porque una verdadera madre solo puede sentirse satisfecha, plena, dichosa, saciada con sentido a través de sus pequeños, como nos enseñan cada año las revistas rosa de la seudofarándula salvadoreña.
Me niego a vivir detrás de esa máscara. Las mujeres lo fuimos antes de convertirnos en madres, con todas las complejidades propias de cualquier persona, con luchas cotidianas, aspiraciones y proyectos. Incluso aquellas que han encontrado su realización en la maternidad. Por eso sí, ser mamá —cuando una así lo decide― es querer tanto, tanto a los hijos; pero también es seguir deseando cosas para una misma. Es a veces extrañar con ahínco la vida pasada y también, por qué no, es querer que de vez en cuando los hijos no estén para poder volver a sentir, al menos por momentos, que solo está una y nadie más que una.