Opinión / Impunidad (y memoria histórica)

Verdad y dignidad, el legado universal de Romero


Martes, 24 de marzo de 2015
Paul Seils

En 1986 vi la película de Oliver Stone “Salvador”. Entonces yo tenía 20 años. Entre otras cosas, la película contaba la historia del asesinato del arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, a manos de un escuadrón de la muerte que pertenecía al Gobierno. A Romero lo mataron en marzo de 1980 mientras daba la comunión en una pequeña capilla cercana a la catedral. Para los católicos, es casi imposible imaginar un acto más sacrílego. Es igualmente imposible imaginar un mensaje más contundente de las fuerzas represivas: absolutamente nadie estaba a salvo, absolutamente ningún lugar era seguro. Yo no sabía prácticamente nada sobre la situación en El Salvador, pero ahora sí sé que no soy el único abogado especializado en derechos humanos al que la historia de Romero y su coraje le sirvieron de motivación.

En medio de la brutal guerra civil salvadoreña, Romero se había convertido en portavoz de los reprimidos y de los sin voz. Considerado al inicio un personaje relativamente conservador, se fue volviendo cada vez más atrevido al contemplar los atentados que sufría la dignidad humana a manos del régimen represivo, entre ellos el asesinato de más de 30 de sus propios sacerdotes. En 2010, las Naciones Unidas eligieron el aniversario del asesinato de Romero para conmemorar el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. La ONU acertó al reconocer la relación fundamental existente entre los dos conceptos de verdad y dignidad, y el compromiso de Romero con ambos.

En los años transcurridos desde el asesinato de Romero (cuya condición de mártir ha sido reconocida incluso por la Iglesia católica del Papa Francisco), el mundo se ha acostumbrado un poco más a la idea de que hay que pedir cuentas a los responsables de las atrocidades contra las que él alzó su voz.

Para aplicar ese principio es esencial que las víctimas puedan tener acceso a la mayor información posible sobre las circunstancias de los abusos que ocurrieron, y esto afecta tanto a las vulneraciones de derechos concretas como a las pautas y relaciones sociales e institucionales subyacentes que dan lugar al flagrante menosprecio de las normas morales más básicas. Esta es la idea de verdad a la que nos referimos.

¿Para qué buscar esa verdad? En realidad, hay dos motivos. En primer lugar, la idea de que la gente tiene derechos de los que disfruta en virtud de su dignidad como seres humanos (y por nada más) y que la dignidad únicamente tiene sentido si se toman medidas para reconocerla cuando se ha vulnerado de manera atroz. En segundo lugar, las sociedades no pasarán página después de los periodos de represión y de abusos, ni podrán evitarlos, si se permite que un conveniente manto de negación oculte lo ocurrido. Como ha señalado Michael Ignatieff, la verdad de la que estamos hablando es la que 'reduce el abanico de mentiras permisibles'.

Hay muchas formas de llegar a esa verdad sobre las violaciones de derechos humanos. En la década de 1990, las comisiones de la verdad calaron en el imaginario popular, sobre todo cuando Sudáfrica, siguiendo los ejemplos de Argentina y Chile, creó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para ocuparse de los abusos cometidos durante el apartheid. Veinte años después, resulta preocupante el cinismo con el que a veces se utilizan las comisiones de la verdad, considerándolas un requisito que se cumple mecánicamente para satisfacer el efímero interés de la comunidad internacional.

Pero las comisiones de la verdad no son ni deben ser la única forma para que las víctimas y las sociedades esclarezcan la verdad sobre las violaciones de derechos cometidas en sus países. Los procesos penales, las exhumaciones, las investigaciones forenses, las reparaciones y las indemnizaciones también pueden contribuir a poner de manifiesto prácticas y repercusiones de violaciones de derechos humanos constantes. De igual modo, las denuncias ante organismos regionales e internacionales de defensa de esos derechos, las comisiones de investigación y la crítica pública a instituciones corruptas también tienen un papel fundamental.

Experiencias en países tan distantes como Chad y Guatemala han demostrado hasta qué punto el examen exhaustivo de los archivos institucionales puede sacar a la luz lo retorcido de la mentalidad y las prácticas de quienes dirigieron los cuerpos de seguridad del Estado y los organismos gubernamentales. En ocasiones también se subestima la importancia que tienen las iniciativas de memorialización de las víctimas de abusos cuando están bien enfocadas. Aunque los monumentos conmemorativos no desvelan la verdad, sí le dan forma para que la sociedad pueda verla y tocarla, y que no la pueda ignorar.

Hay que tener cuidado de no meter la verdad en 'una caja con forma de comisión de la verdad', un lugar aséptico y seguro que limita los daños que puedan sufrir las fuerzas represivas. La búsqueda de la verdad no es una opción secundaria a la que se recurre a falta de otras alternativas: es el requisito fundamental para tomarse en serio la dignidad de las víctimas.

No todo el mundo necesita lo mismo. Hay quien quiere conocer la realidad de los hechos; por ejemplo, que le digan que en realidad su padre desaparecido fue asesinado. Por dolorosa que sea, la verdad puede suponer un punto final. Pero el reconocimiento suele ser (y quizá siempre lo sea) un elemento clave. El reconocimiento de los daños causados, del menosprecio a la dignidad ajena, puede ayudar a compensar, a recuperar la confianza, y conducir a las sociedades a un futuro de respeto a los derechos humanos. Ese reconocimiento puede manifestarse de muchas formas, que van desde las disculpas a los castigos, pasando por la modificación de los currículos académicos y la reconocimiento de las atrocidades y la represión.

El año pasado, Túnez creó una Comisión de la Verdad y la Dignidad para investigar los presuntos abusos del régimen de Ben Alí, apartado del poder durante la revolución de 2011. Es la primera vez que una comisión tiene ese nombre, que constituye un acertado reconocimiento de la relación entre ambas ideas.

La atrocidad cometida la pasada semana en Túnez amenaza con aplastar la última flor de la «Primavera árabe». Los autores de esa acción no podrían haberle hecho un mayor favor al antiguo régimen tunecino, que pretende encubrir los abusos perpetrados mientras lo sostenían y toleraban sus aliados europeos y los Estados Unidos. En estos momentos, Túnez tiene que optar entre buscar excusas para deslizarse de nuevo hacia las prácticas antidemocráticas o mantener su firme compromiso con la verdad en la causa de la dignidad.

Y cuando se cometan abusos habrá que denunciarlos, no ocultarlos 'por razones de seguridad'. Cuando se oculta la verdad sobre los abusos, ya nadie está a salvo a largo plazo.

Romero se comprometió con esa idea incluso cuando el Gobierno salvadoreño le acusaba de ser un títere de la guerrilla comunista. Se enfrentó a las mismas calumnias a las que siempre se enfrentan quienes defienden los derechos humanos. La cuestión es que los derechos humanos son para todos. Por definición, benefician a nuestros enemigos tanto como a nosotros. Para detener las violaciones de derechos humanos no debemos defenderlos para nuestros amigos y negárselos a nuestros enemigos. No hay mejor manera que esa para socavar los derechos que tanto decimos valorar.

 

*Paul Seils es vicepresidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), con sede en Nueva York.

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