El Ágora / Cultura y sociedad

La belleza de la palabra y la imagen

El arquitecto Luis Salazar Retana fue el encargado de dar formalmente la bienvenida a Roberto Salomón como nuevo miembro de número de la Academia Salvadoreña de la Lengua. La tradición dicta que un académico responderá al discurso de aceptación de quien se incorpora al alfabeto, y la designación depende del conocimiento que este tenga de la disciplina por la que destaca el recipiendario.


Martes, 17 de marzo de 2015
Luis Salazar Retana

San Salvador, 2 de marzo de 2015

“Pues no, señor. Cada uno interpreta el papel que se ha asignado a sí mismo, o que los demás le han asignado en la vida. En mí es la misma pasión que se vuelve siempre un poco teatral apenas se exalta, como a todos…”

Luigi Pirandello. Seis personajes en busca de autor.

Hoy recibimos, con el mismo afecto que nos ha distinguido siempre, al viejo amigo de andanzas culturales, aunque su conocimiento sea reciente, al menos para mi persona, a otro amante de las letras, actuante y activo en una manifestación tan antigua y tan poderosa como es el teatro. Lope decía que la vida es sueño, es decir teatro en su más pura expresión, y me pregunto si los sueños no lo son también. Porque la vida es el teatro más extenso y más real, actuamos y sobreactuamos nuestras pasiones, nuestros anhelos, nuestros más recónditos deseos. Dicen que personalidad viene del persa y significa máscara, lo dice Robert Payne en su erudita y extraordinaria obra El mundo del arte. Al igual que mis amados griegos, vamos con nuestras caretas en la vida desempeñando un papel, que nos lo impone el destino, los dioses y aun el misterio oculto en la magia de nuestro propio nombre. Y si la vida es sueño, pues los sueños teatro son. Pienso en las concordancias ocultas de la vida y me pregunto, al ver al distinguido amigo, ¿cómo puede apellidarse Salomón y no pensar en la grandeza de aquel viejo rey, sabio, libidinoso, conquistador de morenas voluptuosas, poderoso, y no sentirse fascinado por su fuerza histórica que traspasa siglos y generaciones? Así como también se sentirá Roberto fascinado, de ahora en delante, por sustituir a ese gran prohombre que fue el doctor Reynaldo Galindo Pohl, prócer del espíritu; así, su más lejano ascendiente incidirá en su teatral conciencia desde dimensiones ocultas, pero que crea ciertamente agudas sugerencias. ¿Especulaciones?, es posible, pero si son ciertas serán seguramente poderosas.

Quisiera, siempre he querido comprender, el misterio que encierra la belleza de la palabra escrita, la que transforma letras y silencios en gritos que desgarran el alma o producen alegrías incontenibles. También, soy esteta desde siempre, me fascina la belleza que surge del martillo y el cincel, del lienzo y el pincel y que transforman el frío de los mármoles y los colores en formas vivientes de enorme poder expresivo, de cálida estética, de eterna y paradójica inmovilidad, que Michelangelo, da Vinci, Caravaggio, Canova y Bernini, junto a otros privilegiados, comprendieron a cabalidad y descubrieron escondida en el interior de la piedra sagrada de los templos griegos y en el misterio insondable de la naturaleza. Ellos, los que lograron comprender y descubrir, extrayendo del duro granito o de las formas cambiantes del universo, la belleza de las formas femeninas, en la forma del más acendrado misticismo o el más apasionado erotismo, ellos son, han sido mis guías; obsesionado la busco en la pureza perfumada de los mirtos y el azul del cielo que corona todas nuestras esperanzas; indago entre las flores de todos los jardines de todos los tiempos, desde el Alamut hasta el jardín de los Señores del Mundo; en el perfume exquisito de las rosas que los templarios y cruzados trajeron de Bagdad.

Busco en los más exóticos y secretos abecedarios del mundo las palabras que revelan secretos, que definen pasiones y que muestran en su compleja estructura la cambiante evolución del verbo y sus sutiles, bellas y terribles variaciones, pero aún así, en su terrible expresión muestran una belleza que las transmuta en luminosas explosiones sonoras del lenguaje humano y nos muestran en el exiguo espacio de un escenario o en el apretado volumen de un libro, la grandeza y la miseria humanas. Al igual que Roberto transformo la realidad y la sintetizo en un relato, él toma textos y signos y silencios y crea realidades efímeras, que no desaparecen sin dejar nada como dice, sino que se asientan y permanecen en la conciencia de los espectadores y producen frutos, rebeliones, alegrías o aun insultos para reprender a los poderosos.

Me deslumbra la belleza de la palabra, aquella que transforma el verbo en fuerzas volcánicas de singular poder, en imágenes de acendrado colorido, la belleza transformada en versos, palabras, risas y lamentos, que a veces escucho en el gozo infinito de la risa pretenciosa de mis hijos mayores y la gorjeante jerigonza de mi última nieta, que se desvanecen en el eco distante de mi otoñal y confusa alegría, mezcla absurda de temores y satisfacciones; la siento vibrar en la apacible tristeza de las noches estrelladas; en el infinito profundo del espacio que guarda en su seno, luminosas galaxias, cúmulos estelares, nubes de coloridos gases y planetas que describen órbitas desusadamente elípticas, plenos de bellezas indescriptibles, adornados con paisajes que soy incapaz de imaginar; puedo observarla en la negrura sobrecogedora de las noches silenciosas en las cuales, sólo la mirada de Dios pasea sin temor, sin asombro y sin error. Leo el drama de la creación en el vasto espacio galáctico, pero también el verbo genial que despierta en mi mente antiguos recuerdos ancestrales y que crea visiones de paraísos anhelados.

Creo percibirla en las melodías que recuerdan mi infancia, músicas de circos maravillosos y de ciudades con ferias de volatines y marionetas, teatro primigenio de enorme fuerza expresiva, en donde transitan, para siempre jóvenes, los payasos de mi niñez, los circos de pueblo, las gitanas que robaban niños y los inmensos hombres en zancos y la recuerdo en aquella especie de salmodia del teatro primitivo, visceral, que repetía ante mis oídos asombrados: ¡vengan!, ¡vengan a ver los muñequitos que bailan y cantan!, que anunciaban a través de megáfonos ya desaparecidos, los titiriteros, esos marginados que menciona Roberto en su discurso, eternos que nos hablan desde la dimensión de la fantasía y la inocencia, que nunca deberíamos de perder; la veo y aspiro con fruición, en el verde mágico y fragante de los helechos brillantes de rocío de la casa de la montaña, extraño y perenne recuerdo de una niñez casi campesina, íntimamente ligada a mi padre distante, perdido ya en los laberintos de la eternidad y a mi madre recién ida, siempre presente, consoladora y amorosa en la cercanía de su perpetua compañía.

Busco su secreto en los musgos fríos, de verdes aterciopelados, por los que se desliza suavemente el rocío, a causa de la brisa de la mañana, impregnada de todos los aromas de la felicidad y de las alegrías de la infancia que, desesperados, se aferran a los paredones que bordean las orillas de los caminos serpenteantes de las montañas indómitas, donde el olor del anís se esparce pródigo a ras de suelo. Camina a mi lado en el camino sombrío de los bosques que guardan secretos de aves nunca vistas, de tucanes de picos imposibles, de chiltotas doradas como el tesoro de Moctezuma, de pericos y loras que se confunden entre el verde follaje, hojas vivas que alegran los bosques, y crean las interminables algarabías, siempre felices, que ruedan por las colinas brumosas, cubiertas de nubes blancas que acarician la vida sin mancilla de los añosos árboles, mientras saludan el firmamento con sus verdes ramas cargadas de musgos y flores y orquídeas de delicada belleza, las cuales se recortan contra el cielo que coloca tras ellas, el fondo indescriptible de turquesa que sólo los pinceles del creador pudieron pintar. Ese es el gran teatro del mundo, que desde el principio de la historia y del verbo, dramaturgos y poetas, escritores y rapsodas han tratado de captar sin conseguirlo jamás, pero que algunos en su sabiduría infinita han logrado acercarse a las puertas de esa iluminación, que en una frase concentra toda la energía del Universo, como decía Keats el poeta:

'Para ver el mundo en un grano de arena,
Y el Cielo en una flor silvestre,
Abarca el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.'


A veces he creído tener entre mis manos ese infinito en la lectura de ciertas obras que por algún acto de magia insuperable han desgarrado los dramaturgos y poetas de la red inmensa de la eternidad, girones, tajadas, rebanadas de realidad, como dice Roberto en su escrito, de la misma, para ponerla a nuestra disposición en pequeños versos, frases, mini dramas, diálogos, soliloquios que encierran todos los misterios del cosmos. Esa eternidad, infinito, no sé cómo bautizarla, la he sentido sobre mi piel, en mis ojos, en la mente, cuando en la gris y callada quietud de las mañanas de invierno, con un libro entre mis manos en la fresca quietud de la mañana, me transporta a mundos del futuro y del pasado o que quizás no existen en ninguna dimensión temporal, pero quizás en alguna física, oscura y misteriosa, en cuyo silencio se destroza suavemente como el obstinado goteo que se origina en las hojas de los árboles que en sus ramas se destruye contra el suelo rumoroso de mi jardín, donde también se recogen amorosamente los pájaros ateridos de frío, esos mundos futuros y las visiones de belleza que vienen de él, se depositan en finas capas en los rincones de mi alma y construyen esperanzas luminosas y consoladoras.

¡Ay, la palabra!, esa seductora música o grito que nos conquista aún con los ojos cerrados, sus vibraciones sutiles penetran hasta la diana de nuestro espíritu y dan el centro exacto de nuestros desequilibrios y secretos, haciendo surgir ángeles y demonios, alegrías y desencantos. La palabra es poderosa, por eso se le respeta, por eso se le venera. Por esto quizás no estoy de acuerdo cuando dice 'El escenario es un lugar donde puede aparecer lo invisible. Los teatreros sabemos eso mejor que nadie; nuestro arte es por naturaleza efímero y al terminar la función no queda nada'. Creo que desaparece la magia, no queda nada de esa ilusión temporal que es la representación teatral, pero como en toda actividad mental, intelectual, quedan los sedimentos que atrapados en las redes de nuestra memoria y consciencia, crecen, fructifican y explotan de diversas maneras, nos alegramos en la intimidad o proyectamos por la fuerza de las ideas, nuestras contrariedades que no dudo en el transcurso de la historia han producido rebeliones o revoluciones. El universo de la palabra puede ser mortal, sus gritos estremecedores, sus silencios ominosos, los teatreros son más revolucionarios de lo que piensan.

Esa es la belleza potente de la palabra, añorada, inalcanzable y siempre huidiza, creo en alguna ocasión haberla divisado desde las altas cumbres de las montañas en donde el cielo es más azul, tan puro y diáfano, que parece más antiguo, fresco y vibrante como el cielo que doraba los pequeños templos griegos a orillas del mar que conducía a Creta donde habitaba el devorador de atenienses, el espantoso Minotauro y Troya, el lugar donde Paris amó a la bella Helena y cuya acción y tragedia hizo que Homero, compusiera una de las más bellas creaciones del intelecto humano continuada siglos más tarde por Virgilio. Se percibe luminoso, rosado, en los recuerdos lejanos de los celajes que en el poniente de mi ciudad natal dibuja el creador con el perfecto color de su mejor paleta. En los mares rosados de los cañaverales y en los esmeraldinos lagos de arroz que se ondulan suavemente con las brisas del norte.

El mundo es poesía y es teatro, es silencio, música y es imagen, y en ese panorama extenso, rico, sugerente se nutren los hombres de la palabra, los que intentan recrear el Universo en el breve espacio de un escenario que miniaturiza las infinitas expresiones del alma humana, alegra a los inocentes y desenmascara a los malvados. Y quizás así, hacer honor a los argumentos por los que se le concedió el Premio Nobel a Darío Fo. “Por el espíritu renovador de su teatro, en la tradición de los juglares de la Edad Media, que castiga a los poderes establecidos y restaura la dignidad de los oprimidos.” Nos hace falta a los salvadoreños, mucho teatro de esta categoría. Quizás el poder de la palabra sea nuestra única esperanza, y espero que así sea, ya que la política ha fracasado rotundamente.

Esa es la belleza subersiva que escucho fascinado en los diálogos teatrales, en las melodías y silencios de la música de los clásicos y en los misterios electrónicos de los nuevos compositores, que buscan en las matemáticas, las voces de la belleza con la tecnología y, logran con ella sonidos nunca oídos, que nos transportan a mundos de sobrenaturales dimensiones. La encuentro en la armonía exacta de la geometría deslumbrante de los cristales, indescifrado lenguaje de las entrañas de la tierra, del corazón de los girasoles, en la fractal estructura de los helechos, en la infinita variedad de los cristales de nieve, la interminable sucesión de colores de las alas del colibrí que deslumbra y sobrecoge con su pequeñez y su inmensa energía y colorido. Me regocijo, como casi con nada, cuando la encuentro en la perfecta estructura de los escritos de los grandes escritores y poetas que manejan diestramente el lenguaje humano que debe ser, por las bellezas que con él se han expresado, similar al de los dioses, se descubre a todos los mortales en la poesía de aquellos versos y poemas que uno recuerda con facilidad, porque la belleza es simple, musical, muy pocas veces complicada y menos, confusa. Aquella que eleva nuestro espíritu a alturas que nunca, en la prosaica vida de la monotonía diaria, alcanzamos.

Me sobrecoge la sobrenatural belleza de los cantos gregorianos, el sublime sonido de las varoniles voces que recogen el fragor obstinado de la vibración del Universo, de las grandes corrientes de energía que recorren perpetuamente los caminos del creador y que logran condensarse mediante su mántrica insistencia en las largas crujías de los monasterios románicos, aquellos en los que San Bernardo conciliaba la guerra de los cruzados con el amor de Dios y proclamaba la belleza que algunos encuentran en la eliminación del enemigo. Maquiavelo al lado de estos hombres era un simple aficionado. Más pacífica encuentro la riqueza melódica de Bizancio, la sublime melodía que surge pura de la voz humana varonil y sugerente y que se diluye explotando en millones de notas contra los oros de los iconos en las oscura iglesias ortodoxas que guardan aún el sublime secreto de la divinidad en el ahumado interior de sus vetustos muros, apenas alumbrados por lámparas de aceites mágicos que vibran al compás de las vibraciones sonoras de la maravillosa voz humana. Teatro divino, que baja del cielo desconocido, representaciones de aquel lugar de goces ignorado que los místicos añoran y que todos los religiosos del mundo desean.

Me impresiona, me ha impresionado siempre, la evangélica vida de los cátaros y la belleza de sus rituales que recuerdan la sencillez del fundador de una religión para hombres sencillos como Francisco de Asís, mi santo favorito, aunque no creo en ellos, contemplado, por supuesto, desde mi perspectiva poco ortodoxa. Su vida que fue, desde mi escasa experiencia mística, el mejor, el más auténtico teatro evangélico de todas las edades del cristianismo.

Algunos somos viajantes en busca de felicidad, de la verdad, de la pureza, pero muchos, quizás no tantos, vamos en pos de la belleza, esa que se encuentra a la vista o escondida en las relaciones no concretas sino abstractas entre los seres, entre las estructuras formales, como en la pintura o escultura, en los sonidos como en la música. Esas relaciones humanas, mostradas en el teatro, que establecen consonancias, proporciones, armonías y con ello belleza, sin que sepamos por qué; esa que todos, desde todos los tiempos, hombres geniales como Leo Batista Alberti y otros buscadores, degustadores y admiradores de la belleza, han querido definir, han intentado, inútilmente, aproximarse con la pura razón a esa inasible cualidad que es la belleza y que es uno de los pilares fundamentales del Universo, de la magia del mismo y, creo yo, una de las pruebas más amables de la existencia de un Ente Superior, del cual, o de la cual, emanan esas puras esencias que potencian la mente humana hasta los más excelsos niveles para crear, música, poesía, escultura, pintura, literatura y obras de magnífica e impresionante belleza como las pirámides egipcias, los templos de Angkor o de la Grecia clásica, la belleza se percibe como una constante de la Creación, pero su duración, al igual que la felicidad, es limitada, diría que efímera.

¿Qué somos en el vasto océano de la eternidad?, una mota peregrina, que vislumbra, atisba chispazos infinitesimales de la belleza de los lenguajes y de las maravillas del universo, pero quizás sea así mejor; la felicidad perpetua, la contemplación sin límites de la belleza, nos produciría una alegría o una perturbación tan intensa que no tendríamos más remedio que diluirnos en Dios o en la nada, que es el morir, o quizás renacer en alguna de esas eternidades que todos ansiamos alcanzar. Quizás en Sahngri-La, Xanadú, o en alguno de los increíbles lugares que el Oriente exótico ha inventado para los bienaventurados, o tal vez, en el Walhalla o en el paraíso del profeta, donde se vive feliz y rodeado de belleza, por los siglos de los siglos. Bienvenido Roberto a esta congregación de caballeros, que aún esperan a un autor, como aquellos de Pirandello, que cante sus aventuras quijotescas, en una novela de caballería que nos declare a todos locos o iluminados. Creo que en su compañía nos sentimos reforzados, colegas de una ilusión que es la difusión de la cultura, empresa solitaria en el inmenso mar de la mediocridad y de ligereza cultural actual. Estamos entre compañeros de aventuras, nos sentimos en la cálida compañía de un amigo más, y eso es... absolutamente reconfortante. De nuevo, bienvenido.


*Miembro de número de la Academia Salvadoreña de la Lengua desde 2007, titular del sillón H. Es conferencista e historiador de arte. Actualmente es decano de la Facultad de Ciencias y Artes 'Francisco Gavidia' y director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Dr. José Matías Delgado, y presidente de la Società Dante Alighieri en El Salvador.

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