Opinión / Impunidad y memoria histórica

Recordando a Mario Zamora


Miércoles, 25 de febrero de 2015
Héctor Dada Hirezi

El 23 de febrero de 1980 fue asesinado con lujo de barbarie el entonces Secretario General del Partido Demócrata Cristiano, Mario Zamora Rivas. En nuestro país son pocas las personas a las que se les rinde homenaje por los sacrificios que hicieron por el país; lamentablemente, muchas veces se les hace a personas que en lugar de haber dado aportes positivos representaron las versiones más acabadas de la violencia represiva en la que por muchos años se desarrolló la vida nacional.

Mario se inició desde muy joven en el esfuerzo de construir un país mejor, en el que se combinara la justicia social y la democracia; desde entonces fue un participante activo en el proceso político nacional. Formado en el social cristianismo, con los ideales de equidad que plantea la doctrina social de la Iglesia desde fines del siglo XIX, acuciado por la presencia de una fuerte injusticia social y una negativa constante a los derechos elementales de la persona humana, inició su militancia desde sus días de estudiante de derecho en la Universidad de El Salvador. Su compromiso, su permanente vivencia de la solidaridad –sobre todo con los discriminados– lo llevó a obtener cargos de creciente responsabilidad en el Partido Demócrata Cristiano de entonces. Los planteamientos de profundas reformas estructurales para solventar los problemas de desigualdad extrema, y para abrir espacios democráticos que permitieran a los ciudadanos definir hacia donde y cómo conducir el país, fueron el norte y guía de aquella actividad política que muchos jóvenes de distintos sectores sociales habían asumido como propia. Y siempre se tuvo presente la idea de que, si no se actuaba rápidamente en esa dirección, había el peligro de que la falta de caminos pacíficos y democráticos diera paso a iniciativas que implicaban la utilización de métodos violentos para enfentar la opresión. Evitar un conflicto armado estaba implícito –y muchas veces explícito– en el pensamiento y en la acción de la conducción y la militancia de aquel partido.

La elección presidencial de 1972 fue un parteaguas en la vida del país. Una coalición llamada Unión Nacional Opositora (UNO), entre el PDC, el Movimiento Nacional Revolucionario y la Unión Democrática Nacionalista (el PDC era con mucho la fuerza principla de esa alianza), ganó en la votación, pero el resultado fue luego falsificado a favor del candidato del ejército a la Presidencia de la República. La represión se agudizó, con el resultado de diversos militantes muertos por el “delito” de reclamar el reconocimiento de la voluntad del electorado. La tensión política y social se elevó a niveles que permitían predecir que se estaba al borde de una verdadera tragedia nacional. Pese a las condiciones tan negativas, la voluntad de bucar una salida por las vías legales se mantuvo; en los comicios presidenciales de 1977 la UNO volvió a entrar en la competencia, esta vez con un militar retirado como candidato. De nuevo los resultados fueron alterados a través del fraude electoral, e impuestos por medio de la represión a las bases y a los dirigentes medios de los partidos que la componían.

El golpe de Estado de 1979 abrió nuevos caminos para hacer un intento de evitar el derramamiento de sangre que significó luego el conflicto armado. Llamados por la Juventud Militar, que había originado el cambio de gobierno, y habiendo logrado un acuerdo básico de transformación del país, varios dirigentes de esos partidos y personas no partidarias ocupamos altos cargos políticos. De nuevo, sin embargo, las fuerzas contrarias al cambio minaron rápidamente las posibilidades de lograr los objetivos planteados. Ya entonces Mario era parte de la dirección nacional del partido; ésta tuvo que analizar con la mayor seriedad si se debían abandonar los esfuerzos para lograr mitigar las condiciones estructurales que generaban el escenario en el que la solución pacífica perdía cada vez más las posibilidades de realizarse, o si había una responsabilidad ética para intentar aprovechar los pocos espacios que supuestamente quedaban para evitar la tragedia de un conflicto armado que ya estaba en sus albores. El Alto Mando militar hizo una nueva oferta a la dirección del PDC. No pocos dudamos de la sinceridad de la propuesta, y más aún de la conveniencia de aceptarla. Mario fue uno de los que desde un inicio se colocaron a favor de asumir la segunda de las opciones, con todos los riesgos de fracaso que ella representaba, sosteniendo que en ese momento no había otra fuerza política que pudiera hacerlo. En la convención nacional del partido, realizada el 6 de enero de 1980, no sólo contribuyó a lograr la aprobación de la reintegración al gabinete de la Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG), sino generó condiciones para que quienes éramos más escepticos nos integráramos al esfuerzo. Él asumió la Procuraduría General de Pobres.

A mediados de febrero de ese año hubo un evento decisivo. El encargado de negocios de la Embajada de los Estados Unidos solicitó una reunión con la dirección del PDC y con los miembros de la JRG que éramos parte de él. Llegó acompañado de Roy Prosterman, el hombre que había diseñado una reforma agraria en Vietnam del Sur con la que pretendió reducir al mínimo el respaldo popular que tenía la guerrilla del Viet Cong (la fuerza con la que combatían los estadounidenses y que era respaldada por el gobierno comunista de Vietnam del Norte, en una guerra que terminó para los norteamericanos en una humillante derrota). El discurso fue la implementación de un programa similar en El Salvador, que sustituyera la concepción básica de la reforma agraria como como parte de un proceso de transformación social a una visión en la que se le pondría inmersa en un planteamiento de guerra contrainsurgente, que suponían que sería ganada en pocos meses.

Mario se opuso radicalmente a la propuesta, con el argumento que, dada la experiencia en la nación asiática, era violatoria de los derechos humanos, y a la vez estaba lejos de garantizar triunfos militares; pero sobre todo contradecía la lógica de nuestra participación en el gobierno, que era hacer todos los esfuerzos posibles para evitar la confrontación armada. Mario había expresado una posición que un sector de dirigentes del partido sosteníamos; otros creían que quitando a los insurgentes la bandera de la transformación de las relaciones de propiedad se abría un espacio para encontrar rápidamente una salida al conflicto. Para concluir, el Secretario General del PDC afirmó a los extranjeros y a los dirigentes presentes que presentaría el tema a la convención nacional, y que pediría que saliéramos inmediatamente del gobierno si la visión norteamericana era asumida por la JRG.

Unos dos o tres días después estábamos reunidos para afinar detalles de la convención que sería el siguiente domingo. De pronto apareció en la televisión un exoficial del ejército, que había sido miembro de la Guardia Nacional, en la que él se encargaba de los presos políticos, y luego fue director de la Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña (ANSESAL); en esa época de intensa Guerra Fría parece imposible pensar que para ejercer esos cargos no necesitara estar ligado a los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, o al menos tener el visto bueno de ellos. El mayor Roberto D'Aubuisson atacó fuertemente a Mario, con las acusaciones chocarreras y superficiales, y no pocas veces vulgares, con las que solía hacer sus intervenciones; lo acusó prácticamente de ser un enemigo del país. Pasaron muy pocos días; poco después de la medianoche, en las primeras horas del sábado, un comando fuertemente armado –según las informaciones que recopilamos, perteneciente a los cuerpos de seguridad de entonces– se introdujo a su casa en medio de una celebración y le destrozó la cabeza con una bala explosiva disparada a quemarropa.

Aquello fue un nuevo parteaguas para nuestro grupo. Parecía muy claro que la permanencia en el gobierno había llegado a un límite que no podíamos sobrepasar. Prácticamente sin expectativa de obtenerlo, exigimos en la JRG, a los miembros del partido y a los militares, la investigación inmediata del asesinato y la condena de quienes resultaran responsables; debía ser una condición indispensable para seguir colaborando con el gobierno. Sin embargo, otros concluyeron que –sin negar la necesidad de investigar el hecho– era necesario continuar, proceder a realizar las tres reformas propuestas y ejercer el poco poder del que se disponía para poner fin a los crímenes que nuestros “aliados” cometían contra los militantes demócrata cristianos y muchos otros ciudadanos.

Luego de una semana de forcejeos, el “juego” había terminado: los impulsores de la política de reformas como parte de la guerra habían logrado el objetivo buscado con el asesinato de Mario. El camino del exilio se abrió para una buena parte de nosotros como la única perspectiva, sin posibilidad de defensa ante las amenazas de represión. Una buena parte se incorporó poco después a lo que fue el Frente Democrático Revolucionario. Otros permanecimos en el intento de contribuir a buscar canales que permitieran lograr una salida negociada que limitara los costos de un conflicto armado que se preveía sangriento y no tan corto como ambas partes parecían suponer. Algunos pudieron permanecer en el país.

Poco después se decretó la reforma agraria, la estatización de comercio exterior y de la banca, las mismas tres reformas que por unanimidad había acordado apoyar el PDC, pero ahora cambiadas de naturaleza. La guerra comenzó a volverse más intensa. Treinta días después, en un atentado dirigido por el mismo Mayor D'Aubuisson según la Comisión de la Verdad, era asesinado Monseñor Óscar Romero, la principal voz en busca de la pacificación del país, en su caso a partir de la expresión de la verdad y del Evangelio. Aquella acción, que según el Vaticano fue realizada “por odio a la fe”, terminó de cerrar las posibilidades de encontrar caminos diferentes a los de la violencia fraticida.

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