Opinión /

El aborto: un derecho de clase


Lunes, 1 de diciembre de 2014
Laura Aguirre

En una de mis visitas a El Salvador escuché a una mujer contar su historia: meses atrás había descubierto que estaba embarazada. Estaba feliz e ilusionada. Pero todo cambió cuando le confirmaron que el feto sufría una grave enfermedad incompatible con la vida. Su médico le explicó que el embarazo podía llegar sin problemas a término, pero que el bebé solo viviría fuera del útero por corto tiempo. Por supuesto, recurrir a un aborto estaba fuera de discusión. El feto tenía que permanecer en su vientre hasta el momento del alumbramiento.

Hasta aquí, el relato resulta casi conocido. Es semejante al de Beatriz, la mujer con lupus y embarazada de un feto inviable, de la que tanto escuchamos hace ya algún tiempo. Pero esta es una historia muy diferente.

La mujer me contó cómo después ella y su esposo tomaron una decisión: interrumpir el embarazo. Con la ayuda de su médico personal todo se haría en un centro de salud privado, con la vigilancia y el equipo necesarios, y en total confidencialidad.

¿Por qué a esta mujer, sin recurrir a ninguna organización feminista ni a ninguna corte, le fue posible ejercer el derecho que a Beatriz se le negó? Fundamentalmente por una razón: su clase social.

Como ya sabemos, El Salvador es uno de los pocos países en el mundo que prohíbe el aborto en cualquiera de sus formas y sin importar las circunstancias. Las penas por abortar van de 8 a 12 años de cárcel. Pero en muchos casos los fiscales cambian el delito de aborto al de homicidio y la pena puede llegar a alcanzar los 40 años, como ha pasado en los casos de las 17 mujeres que están buscando el indulto.

¿Se ha dejado de abortar en El Salvador con esta ley tan dura? No, en absoluto. El informe de Amnistía Internacional cita cifras alarmantes del Ministerio de Salud: entre 2005 y 2008 se registraron 19,290 abortos (más todos lo que quedaron en la clandestinidad). En El Salvador las mujeres abortan. Negarlo o verlo como cosa de un grupúsculo criminal aislado es simplemente ridículo y falaz. La ley, lejos de eliminar su existencia, lo que ha provocado es una brecha entre las mujeres: las que pueden acceder, en términos médicos y legales, a un aborto seguro y las que no.

Aquellas de clase alta o media –como la mujer que me contó su historia– tienen los recursos suficientes para garantizar que se les practiquen abortos en clínicas (clandestina o no) y hospitales privados con todos las condiciones necesarias para cuidar su vida. En cambio, el riesgo para la vida está reservado solo para aquellas otras que no pueden pagar. La Organización Mundial de la Salud ha señalado que en El Salvador muere el 11% de las mujeres y niñas a las que se les practica un aborto clandestino. Pero no es esta la única diferencia. La prohibición del aborto también es clasista a la hora de aplicar la ley. Las mujeres que pueden pagar no solo mantienen su vida a salvo, sino que también se garantizan no ser perseguidas y condenadas por el estado. Las que van a la cárcel solo son aquellas que no tuvieron la posibilidad económica de un aborto seguro o las que por pobres resultan sospechosas por cualquier pérdida del feto.

Ante esta realidad, sería acertado incluir la criminalización del aborto dentro de los indicadores de desigualdad social, dentro de los factores que ahondan la brecha entre mujeres pobres y ricas. El aborto debería ser un indicador más de la profunda injusticia social que impera en nuestro país.

Si así fuera, quizá para nuestros políticos no sería tan difícil entender la urgencia de cambiar la ley y despenalizar el aborto. Porque solo así se podría garantizar que no sean solo las mujeres ricas y de clase media las que tengan acceso al derecho a decidir sobre sus cuerpos, al derecho a decidir sobre su salud reproductiva, al derecho a decidir cuándo y cuántos hijos tener y, sobre todo, al derecho a no ser perseguidas por la ley. Desconocer esta desigualdad y seguir apoyando la criminalización de esta práctica escudándose en los argumentos ideológicos-religiosos de siempre no solo es injusto: es amoral e hipócrita.

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