Opinión /

La masacre que nunca existió


Lunes, 13 de octubre de 2014
Carlos Fernando Chamorro / Confidencial

El atentado criminal contra las caravanas de simpatizantes sandinistas que regresaban a sus localidades el pasado 19 de julio, tras participar en Managua en el multitudinario acto oficial del Frente Sandinista (FSLN) celebrando el XXXV aniversario del triunfo de la revolución que derrocó a Somoza, puso a Nicaragua en el mapa latinoamericano de la violencia política.

Cinco muertos y veinticuatro heridos, resultado de dos ataques perpetrados con fusiles AK 47 y escopetas contra personas indefensas que viajaban en autobuses en distintos puntos del norte del país, causaron una profunda conmoción nacional. Es un país que se jacta de poseer uno de los mejores índices de seguridad ciudadana del continente, este hecho inusitado que fue objeto de unánime condena, se convirtió en asunto de máximo interés para la seguridad nacional. El presidente Daniel Ortega calificó el acto como una “masacre abominable”, mientras la inteligencia del ejército desplegó todo su aparato investigativo y la jefa de la Policía Nacional, primera comisionada Aminta Granera, juró no escatimar esfuerzos hasta esclarecer el crimen y someter a los culpables ante la justicia.

Sin embargo, casi tres meses después, estamos ante una masacre que nunca existió. De acuerdo al discurso oficial repetido a coro por todas las instituciones del Estado —Policía Nacional, Ejército, Fiscalía, Sistema Judicial— lo que ocurrió el 19 de julio fue un acto de “delincuencia común”, por el cual el viernes pasado fueron condenadas doce personas en un juicio que no se interesó por establecer cuál fue el móvil del atentado y quiénes fueron sus verdaderos autores. Y no existió interés alguno en investigar la verdad, porque bajo el régimen autoritario que predomina en Nicaragua se ha decretado, por las vías de hecho, la inexistencia de grupos armados con motivaciones políticas.

La negativa oficial se explica como un imperativo del poder para evitar toda clase de diálogo político y justificar el aplastamiento del adversario por cualquier medio. Una orden dictada desde arriba por un caudillo colocado por encima de la ley, que reclama obediencia y sumisión por los favores concedidos. “El compañero Presidente, Jefe Supremo de la Policía Nacional nos ha ordenado…”, suelen decir las autoridades policiales para intentar cubrir o justificar cualquier absurdo de sus actuaciones. Pero la entronización de Ortega como el Supremo, el máximo símbolo de la partidización del Estado, está liquidando el mínimo margen de acción propia que suelen tener las instituciones del estado, aún bajo regímenes dictatoriales y personalistas. Las consecuencias están a la vista: antes, las víctimas de la anulación del estado de derecho eran exclusivamente los que cuestionan el autoritarismo —la sociedad civil democrática, los partidos políticos opositores, los periodistas independientes y los defensores de derechos humanos— ahora, como lo demuestra la masacre del 19 de julio, también los mismos partidarios del FSLN se han convertido en víctimas de la impunidad y del abuso indiscriminado del poder y la corrupción.

Este caso representaba una oportunidad de oro para demostrar la capacidad investigativa que sin duda tiene la Policía, pero igual que durante las denuncias de Nueva Guinea (noviembre 2012) y #OcupaINSS (junio 2013), el control partidario de la institución que ejerce el Ejecutivo, hizo fracasar otra vez a la otrora policía profesional.

Desde el inicio se estableció un record de violaciones al debido proceso. Hubo personas capturadas con lujo de violencia que permanecieron en poder de la autoridad más allá de las 48 horas de ley antes de ser llevadas al juez, y desaparecidos que solo fueron presentados a la luz pública tras la insistente denuncia de sus familiares. La carga fundamental de la prueba se basó en una “dramatización” filmada por la policía, en la que los reos aparecían confesando su crimen. Así debutó la primera comisionada Granera como directora de un disparatado reality show, aunque antes de ser sentenciados sus actores revelaron que fueron torturados y obligados a confesar bajo presión y amenazas. La policía ocultó, además, que uno de los principales indiciados --el prófugo Pablo Martínez Ruiz-- era un ex capitán de tropas especiales del ejército, caracterizado por sus convicciones ideológicas revolucionarias como un sandinista disidente del orteguismo, y que otros detenidos eran conocidos liberales opositores de la zona de Ciudad Darío que protestaron contra el fraude electoral en ese municipio. Esa extraña convergencia política entre los presuntos autores del crimen provenientes de dos bandos opuestos, ameritaba una investigación exhaustiva sobre los móviles del atentado. Pero la primera comisionada Granera incurrió en la temeridad de comparar este crimen —según ella sin causa o móvil declarado— con las masacres perpetradas a balazos en las escuelas de Estados Unidos por adolescentes desquiciados.

Con estos antecedentes, poco o nada podía esperarse de un proceso judicial administrado por instituciones que se encuentran igualmente sometidas a la intervención política partidaria. En un juicio sin jurado por decisión arbitraria del juez, desfilaron como testigos de la Fiscalía los investigadores y detectives policiales. No convencieron a nadie sobre el hallazgo de las armas usadas en el atentado y más bien exhibieron a la policía como un cuerpo que practica el espionaje político contra ciudadanos opositores. Pero, además, los testigos de la defensa, algunos de ellos militantes sandinistas, desmontaron la teoría oficial sobre reuniones conspirativas de los acusados y los ubicaron lejos de la escena del crimen a la hora del atentado. La hermana de uno de los acusados incluso presentó una fotografía de éste en una fiesta familiar, registrada en la misma fecha y hora en que según la policía se encontraba parapetado, listo para ejecutar el atentado. Al menos tres de los doce acusados proclamaron su inocencia y denunciaron haber sido sometidos a atroces torturas por parte de altos oficiales de la Policía Nacional. Pero ninguna de estas objeciones desvió a la autoridad judicial de su mandato para emitir una expedita sentencia condenatoria.

Así se cerró el caso, aunque ahora nunca sepamos quiénes son los verdaderos autores de la masacre del 19 de julio. Jamás sabremos si se hizo justicia, o si se ha condenado a personas inocentes. La única certeza, en esta sucesión de hechos cada vez más inverosímiles, es que no conocemos la verdad. A los familiares de las víctimas —y a los centenares de miles de sandinistas que participaron en la celebración del 19 de julio— también se les ha conculcado el derecho a elemental a saber, el derecho a la verdad, que es la premisa de la justicia. La Nicaragua oficial de Ortega y Murillo seguirá proclamando que seguimos siendo el país más seguro de Centroamérica porque el atentado político más grave de las últimas dos décadas, la masacre del 19 de julio, para ellos en realidad nunca existió.

 

Este artículo apareció publicado originalmente en Confidencial de Nicaragua

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