Estambul, TURQUÍA. Desde hace semanas, Turquía recibe una lluvia de críticas e incluso amenazas por no ayudar militarmente a la ciudad siria de Kobane, situada en su frontera y defendida por milicianos kurdos.
El Parlamento turco incluso ha autorizado al gobierno a intervenir en Siria e Irak contra la organización Estado Islámico, pero Ankara se niega a abrir su base aérea de Incirlik a los aviones de la coalición internacional liderada por Estados Unidos que está bombardeando a los yihadistas en ambos países.
De la misma forma, el ejecutivo se niega a desplegar sus tropas en esos países para detener el avance del Estado Islámico. El primer ministro turco, Ahmet Davutoglu, reiteró esta semana que no va a ceder, y afirmó que lo de Kobane no es más que una excusa para presionar a Turquía. Sin embargo, advirtió, “a Turquía no le gustan nada las aventuras”.
Detrás de esta actitud está el rechazo de Ankara de ayudar a los kurdos de Siria, y por extensión al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), un movimiento secesionista que desde 1984 ha llevado a cabo una guerra de guerrillas en el sureste turco.
En los últimos días, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan ha metido en el mismo saco al PKK, con el que el gobierno de Ankara lleva adelante un delicado proceso de paz, y al Estado Islámico, tachándolos de “terroristas”.
Y esto a pesar del acercamiento de Washington, aliado de Turquía en el seno de la OTAN, con los kurdos sirios, en vanguardia en la lucha contra el Estado Islámico.
Según Marc Pierini, un analista de la fundación Carnegie Europa y ex embajador de la Unión Euroepa en Turquía, “las realidades políticas de la región están cambiando rápido y ofreciendo oportunidades nuevas”. Entre estas figura la de un acercamiento entre Turquía y los kurdos de Siria, que según él sería doblemente provechoso.
“Dicha alianza protegería el proceso de paz de Turquía con sus kurdos, y la protegería en su frontera de la amenaza del Estado Islámico”, explica Pierini.
Ankara exigente con sus aliados
En el contexto actual, muchos dudan de que Turquía dé semejante giro y más aún que ceda a la presión de sus aliados de la OTAN. Davutoglu, irritado por los reproches de sus socios, les ha recordado recientemente sus deficiencias en la lucha contra los yihadistas, e hizo ver que su país está acogiendo ya a un millón y medio de refugiados sirios. Por eso, dijo, “nadie tiene derecho a darnos lecciones”.
Tal y como destacan varios analistas, Ankara tiene buenas razones para no implicarse en una operación militar en Siria e Irak, cuyo desenlace es más que incierto.
Una guerra contra los yihadistas “sería desastrosa para Turquía”, estima sin rodeos Hugh Pope, de la oenegé International Crisis Group. “Sus fronteras son porosas, es vulnerable a un ataque terrorista, y una parte significativa de su electorado sunita y conservador no considera al Estado Islámico como un enemigo”, explica Pope.
“Los países occidentales deberían guardarse de forzar a Turquía a intervenir para salvar Siria, si no quieren encontrarse un buen día con que Turquía se ha visto absorbida por el avispero sirio”, insiste Pope.
Erdogan ha puesto una serie de condiciones estrictas de cara a una intervención turca, concretamente la creación de una zona tapón en el norte de Siria y, sobre ésta, una zona de exclusión aérea. Y sobre todo, no para de recordar que el objetivo número uno de toda intervención debe ser la caída del presidente sirio Bashar al Asad, enemigo de Ankara.
El problema, incide el analista Marc Pierini, es que “la caída de Asad, claramente, no es una prioridad para los occidentales”.
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