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Hablan Marco y Pedro, niños migrantes centroamericanos

El tortuoso viaje desde Centroamérica para ingresar de forma clandestina en Estados Unidos convoca a miles de menores de edad, desde el resuelto adolescente que decidió reunirse con su madre, hasta el tímido niño de seis años al que la suya lo mandó a traer.


Viernes, 25 de julio de 2014
Ramón Sahmkow (AFP) / El Faro

Foto archivo El Faro.
Foto archivo El Faro.

Washington, ESTADOS UNIDOS. Marco, de 15 años, sintió que el futuro se le deshacía cortando hierba por unos cuantos quetzales en Sahilá, en el departamento de Izabal en el oeste de Guatemala, mientras veía a conocidos caer en las drogas y las pandillas. “Le decía a mi mamá que no quería estar ahí, y ella me decía: 'Sí, está bien, tranquilo', pero nunca me decía algo serio de que me podía venir” a Estados Unidos, dice este joven robusto que quiere ser mecánico.

De todas formas lo hizo.

Ahorró dinero y contactó a gente por Facebook. Días después iba con un grupo cruzando en una lancha hacia México, caminando por horas, atento a las serpientes, durmiendo en almacenes y pasando hambre. “La primera noche comimos normal, pero el otro día (no) comimos hasta en la tarde”, narra.

Pasó por las manos de dos “coyotes” (traficantes de personas) y, en México, el chofer de un autobús le arrebató sus últimos pesos. “Si no los daba iba a perder a mis compañeros”, dice.

Había oído hablar de “La Bestia”, los trenes que atraviesan México con rellenos de carga y cientos de migrantes en sus techos, pero las historias de robos y asesinatos lo disuadieron de subirse a él.

Ese viaje o uno similar lo han hecho al menos 57,000 niños desde octubre para llegar a la frontera estadounidense, lo que ha generado una crisis migratoria en la región.

Si entran solos sin documentos y no provienen de un país contiguo, primero son detenidos por la patrulla fronteriza y en un plazo de 72 horas pasan a albergues donde reciben asesoramiento jurídico, cuidados médicos y psicológicos.

La mayoría de las veces son entregados a un familiar a la espera de que su caso sea examinado por un tribunal.

“Valía la pena”

Marco aún no tiene fecha de audiencia, tampoco Pedro, un niño de seis años muy tímido. Lo único que concede es que tuvo miedo. Su madre María, que vive indocumentada en Hyattsville, en las afueras de Washington, lo hizo venir junto a una prima tres años mayor y otro primo de 17 desde La Libertad, en el departamento homónimo de El Salvador, en un viaje de cinco días en buses y taxis.

Fue “necesidad” lo que la motivó a mandar a su hijo por la frontera, tras saber que las pandillas merodeaban el camino a la escuela, dice María, cuyo nombre, así como los de los demás, fue cambiado para esta historia.

“No me lo he traído porque yo he querido, sino que ha sido una necesidad”, dice. “Es duro que ellos estén por allá y nosotros acá. Él corre un riesgo allá, acá uno lo siente más seguro (...) Valía la pena traerlo porque el día de mañana quiero un buen futuro para él”.

Los menores se fueron con algo de dinero y las indicaciones de los adultos que habían hecho el recorrido antes (María llegó ilegalmente hace casi dos años). Todo iba muy bien, hasta que hombres armados asaltaron el bus en el que viajaban.

El pequeño ríe y juega con su mamá, pero ella cuenta que tiene pesadillas y va al psicólogo. “Necesito que le saque todo ese trauma que él trae”, dice.

Antes de partir, Marco había llamado a su madre, Rosa, para pedirle dinero por unos zapatos, pero no le contó más. Cuando ella supo nuevamente de él habían transcurrido más de cuarenta días. Una voz por teléfono le dijo que estaba detenido por agentes estadounidenses de inmigración cerca de McAllen, Texas, a más de 2,000 kilómetros de su casa.

“Sabiendo lo que se sufre en el camino, de los riesgos, de los grandes peligros, yo no era capaz de mandarlo a traer, me sentía con miedo”, dice Rosa, de 36 años, que tuvo dos hijos más con su esposo en siete años de vida en Estados Unidos.

La última vez que había visto a su hijo mayor, Marco tenía 8 años.

© Agence France-Presse

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