Opinión / Violencia

¿La alternativa a la tregua?


Martes, 27 de mayo de 2014
José Miguel Cruz

La tregua entre las pandillas facilitada por el gobierno de Mauricio Funes y alentada por algunas organizaciones internacionales tuvo éxito. Después de todo, los homicidios bajaron significativamente durante un poco más de un año y, por un instante, el presidente y algunos funcionarios nacionales y extranjeros compraron su minuto de gloria frente a las cámaras y frente a algunos donantes de la cooperación internacional.

Pero el crédito de la tregua fue, como mucho, un éxito perverso. Ahora, cuando enfrentamos los espantos de una violencia renovada y sin control, está claro que no se puede construir una estrategia sostenible de seguridad sobre la base de una negociación poco transparente y desligada de un plan coherente de seguridad ciudadana. Como lo muestra la literatura académica sobre pactos procesos de paz entre pandillas y grupos criminales, las treguas suelen terminar con niveles de violencia aún mayores que los anteriores a las mismas.

En realidad, el fracaso de la tregua como estrategia central de seguridad no solo tiene que ver con el hecho de que la misma fue utilizada para fortalecer la legitimidad y organización de las pandillas. No solo tiene que ver con que el crimen en su conjunto y la inseguridad nunca disminuyeron efectivamente. Y tampoco tiene que ver solo con que la tregua fue usada como respuesta de última hora para mejorar la imagen de un presidente confundido con el poder. El fracaso actual de la tregua tiene que ver con que la misma fue presentada como la única alternativa frente los infames programas de mano dura que nos recetase el no menos infame presidente Flores.

Muchos de los defensores incondicionales de la tregua, desde sus gestores locales hasta los propagandistas internacionales, promovieron la tregua entre las pandillas salvadoreñas como una medida alternativa a la mano dura para enfrentar los problemas de seguridad ciudadana. El problema con esa postura es que una medida aislada, que legitima a grupos criminales sin ofrecer una salida coherente a mediano o largo plazo en el marco de la ley, no puede ser una alternativa a otras medidas que, como la mano dura, violan igualmente al estado de derecho. En realidad, las manos duras y las treguas terminan siendo dos caras de la misma moneda barata: la de respuestas políticas irresponsables.

La tregua fue desde un inicio una respuesta inadecuada al problema de la seguridad pública porque su objetivo fundamental no era reducir la inseguridad y avanzar en la construcción democrática del estado de derecho. Su objetivo real era simplemente dar la impresión de que el gobierno estaba haciendo algo en materia de seguridad. Por ello, la administración Funes jamás fue capaz —ni probablemente tuvo la intención— de articular las negociaciones con el capital político y económico que una iniciativa integral de seguridad demandaba.

A final de cuentas, si el objetivo último es aparentar que se está reduciendo la violencia, ¿qué diferencia existe entre la negociación con grupos criminales y las medidas represivas que buscan simplemente eliminarlos a como dé lugar? De allí que, tal y como muchos trabajadores sociales han atestiguado en los últimos dos años, en la práctica la tregua se condujo paralelamente a operativos solapados de mano dura.

El resultado, a todas luces claro, es que este gobierno deja al país con unos niveles de inseguridad mucho más elevados que los que encontró; deja a los grupos criminales (dentro y fuera de las instituciones gubernamentales) más fuertes que los que encontró y deja a una ciudadanía más desahuciada que la que encontró. Peor aún, este gobierno deja la escena ofreciendo la noción equivocada de que las respuestas alternativas a la mano dura tampoco funcionan.

Lo cierto es que la verdadera alternativa a la mano dura debe ser una política integral de seguridad, la cual debe girar alrededor del fortalecimiento de las instituciones, el despliegue de programas sistemáticos de prevención social, la movilización ciudadana, la aplicación de la ley, el respeto de los derechos humanos, la atención a la crisis carcelaria y la concurrencia del capital doméstico y la cooperación internacional para financiar los programas y dotarlos de apoyo político. Esta alternativa nunca se ha puesto en práctica en El Salvador, a pesar que paradójicamente varios gobiernos han llegado a ponerla en papel. Lo que ha faltado es coraje y liderazgo político para construir las alianzas necesarias, depurar las instituciones y resistir las demandas populistas.

El nuevo gobierno tiene un reto formidable en el legado de caos en seguridad que deja la administración de Mauricio Funes. A este punto, no se puede negar que cualquier solución al problema de la inseguridad debe incluir espacios de conversación con pandillas y con grupos fuera de la ley, debe incluir acuerdos de pacificación, pero los mismos deben abrirse como parte de una política exhaustiva cuyo fin fundamental pasa por la erradicación de todos los grupos armados paralelos y el bienestar de la mayoría de la población. La alternativa a la tregua no puede ser la guerra total a la que el país parece encaminarse hoy, pero tampoco puede ser la subordinación de los representantes elegidos democráticamente a la fuerza de las amenazas. El país necesita una alternativa fundamentada en un liderazgo político responsable, valiente y visionario.

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