El Ágora /

Esta Elena

En exclusiva para El Faro, la periodista mexicana Blanche Petrich recrea en esta íntima semblanza la vida creadora de Elena Poniatowska, la escritora y periodista mexicana Premio Cervantes 2014. Es un cercano repaso por el trayecto que produjo 47 obras literarias y periodísticas y que hizo a esta leyenda viva de la literatura en español 'incómoda para los encumbrados'.


Miércoles, 30 de abril de 2014
Por Blanche Petrich *

Elena Poniatowska en un retrato de Pedro Rey, de AFP, durante una conferencia en Caracas, en agosto de 2007.
Elena Poniatowska en un retrato de Pedro Rey, de AFP, durante una conferencia en Caracas, en agosto de 2007.

Para nuestros jóvenes maestros, los periodistas de El Faro.

Mucho tiempo después de que los ilustres que acompañan en el templete a Andrés Manuel López Obrador se han retirado, una mujer dulce y dispuesta sigue atorada en un remolino humano que no cesa de decirle: “Elena, te queremos”, “Elenita, eres grande”. Aunque sea tan pequeña que parece que la muchedumbre la traga.

La he visto blandir su anticuada grabadora de cassettes tratando de registrar todas las voces que se le acercan. La he visto anotar todo tipo de detalles en su libreta. Y firmar autógrafos en todo tipo de superficies, hasta en un boleto de metro. Hay que arrancarla, literalmente, de ese abrazo colectivo que no quiere dejarla partir.

Es, sin duda, la escritora más querida.

Pero no crean que todo México se puso de manteles largos para celebrar al orgullo de nuestras letras y nuestro periodismo, Elena Poniatowska, con motivo del Premio Cervantes, con el que fue investida en Alcalá de Henares el 23 de abril. Hubo intelectuales de “alto pedorraje”, como diría Renato Leduc, que callaron y miraron hacia otro lado. Hubo famosos periodistas que se mordieron la lengua para no publicar lo que por lo bajo llaman “los despropósitos de Elena”. 

En Madrid, la embajada al frente de la diplomática Roberta Lajous al parecer optó por hacer mutis. Y probablemente algunas mexicanas “todo Palacio” habrán dejado escapar alguna burla desdeñosa por el espléndido traje de juchiteca, bordado en seda por manos zapotecas, que hizo lucir a La Poni, como le llaman, verdaderamente majestuosa entre toda aquella sangre azul que le rindió honores.

Y es que la autora de “La Noche de Tlatelolco” y otras 46 obras literarias y periodísticas es una autora incómoda para los encumbrados. Esta hermosa “Sancho Panza femenina” que no escribe de molinos de viento sino de “andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala y duermen a la buena aventura” hizo desde muy joven, cuando empezó a teclear cuentos, historias, crónicas y entrevistas, una apuesta por los rebeldes de esta tierra.

Se definió, en su discurso de aceptación, como “una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan”. Como una reportera que camina al lado de niños, mujeres, ancianos, presos dolientes y estudiantes”, buscando, dijo, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.

Y como ciudadana, se coloca siempre del lado de los condenados de la tierra; camina “orgullosa al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos”.

Caminante

Y vaya que si camina. En todas las marchas, las protestas, los plantones que han marcado las luchas populares mexicanas.

Hace no mucho, mezclada entre el gentío que siguió a Javier Sicilia hasta el Zócalo para poner frente a los ojos de la nación a las víctimas de la violencia, bajo un sol quemante, me dijo: “Me voy a la sombrita”.  Se arrimó al atrio de la Catedral y poco a poco se fue deslizando hasta quedar tendida en el suelo. Insolada, se había desmayado.

Minutos después, en una enfermería ambulante, ya hidratada y abanicada, hacía las delicias de paramédicos y demás desmayados platicándoles: “De pronto miré mis pies y me dije: qué chistosa posición tienen mis tenis. No me di cuenta que estaba tirada en el piso”.

Camina mucho. Por las mañanas sale temprano a pasear al Shadow, su labrador negro, al Parque de la Bombilla, en San Ángel, por donde vive. Y aunque es una zona residencial privilegiada, su mirada de cronista registra y se duele a los hombres sin techo que duermen ahí, en la intemperie, “envueltos como salchichas” en unas cobijas harapientas. Regresa a su casa y escribe. Su crónica “Hotel Cinco Estrellas” no cambia la situación de los mendigos del parque, pero ella informa: ahí están, existen.

Muy princesa (de verdad lo es, su padre Jean Evremont Poniatowski Sperry pertenecía a la monarquía polaca) y pañales de seda (su madre, franco mexicana, Paula Dolores Amor de Ferreira Iturbe pertenecía a una familia aristócrata porfiriana autoexiliada en París), esta Elena salió rebelde.

Y sus padres, “maravillosos” y de mente abierta, le dieron alas. A Paulette Amor, a su madre, la recuerda “inteligentísima y muy independiente”.  A su padre, “un hombre valiente, oficial de aviación, que en el momento de la liberación de Alemania estuvo cuando se abrieron las puertas de Auschwitz, de Treblinka”.

Lo ha contado muchas veces: “Cuando llegué a México a los 10 años vi a los niños descalzos en la calle, y veía a esas mujeres que se escondían con su rebozo y se pegaban a la pared como diciendo: yo no soy nadie.”

La mandaron a Estados Unidos a estudiar en un colegio de monjas. Pero también esas religiosas eran “muy manga ancha” y le dieron una formación que le dio una cierta sensibilidad, “una inclinación para que las injusticias que ves en la vida no se te resbalen”.

Llegó la edad de trabajar y le dieron oportunidad en el viejo Excélsior, anterior al Excélsior de Julio Scherer. “Ahí no se permitía hablar de la pobreza y me tocó estar en la sección de sociales, lo más fácil, los bailes, la caridad. Pero me fui interesando en la gente que no se parecía a mí, que no tenía las oportunidades que yo tenía. Hasta que hice un libro que se llamó “Todo empezó el domingo” con el grabador Alberto Beltrán, quien me descubrió un país que yo no sospechaba”.

Elena Poniatowska luce su traje de juchiteca, bordado por manos zapotecas, mientras camina entre el rey Juan Carlos la reina Sofia después de la ceremonia de entrega del premio Cervantes de Literatura 2014, el pasado 23 de abril, en España. / AFP PHOTO / PEDRO ARMESTRE.
Elena Poniatowska luce su traje de juchiteca, bordado por manos zapotecas, mientras camina entre el rey Juan Carlos la reina Sofia después de la ceremonia de entrega del premio Cervantes de Literatura 2014, el pasado 23 de abril, en España. / AFP PHOTO / PEDRO ARMESTRE.

Amistad
 
Elena me sorprendió cuando me soltó de repente: “Entrar a las cárceles y a las celdas de los presos es como meter las dos manos a un baúl lleno de tesoros”.  Me sorprendió, porque yo pienso lo mismo, pero no me atrevía a decirlo en voz alta.

Cuando yo era estudiante (los setentas, sin mayor precisión, ejem), un día se programó una conferencia con la escritora de La noche de Tlatelolco. Mi generación tenía una idea vaga de la matanza, pero no mucha información. Los medios de comunicación de esa época eran especialmente maleables a la censura. Teníamos mucha hambre de saber y atiborramos el patio de la Escuela de Periodismo Carlos Septién. Recuerdo a Elena entonces, joven, con falda-pantalón y un par de coletas rubias, un peinado medio hippie que se usaba entonces.

En los ochentas empecé a seguirla en todas las conferencias y presentaciones de libros posibles. Había decidido que sería mi role model, quizá porque a pesar de su erudición y de lo mucho que aportaba, no tenía ni sombra de gurú, ni gota de la pedantería que marcaba el talante de muchos intelectuales.

Un día mi periódico, La Jornada, me asignó una entrevista con ella.  Corrí jubilosa a Chimalistac, crucé la puerta semicubierta de hiedra y pasé sin mayor problema el único filtro de seguridad que hay en su casa, que es la mirada de rayos X de Martina, su cocinera y guardiana, autora, además, de un fideo seco inolvidable.

Entré al espacio lleno de luz y colores de su sala y supe que era bienvenida. La calidez y generosidad de Elena me permitieron tomar un pequeño hilo de lo que hoy es –digo yo—una amistad que me enriquece y crece, con los lazos que me tienden, cariñosos, sus hijos Paula y Felipe. En la cobertura de crónicas sobre los movimientos populares nuestros caminos se cruzan con frecuencia. Y nunca falta, cuando me termino de acomodar en uno de los sillones amarillo sol de su sala, mi caballito de tequila. Menos mal que le caigo bien a Martina.

Tlatelolco

Para escribir La Noche de Tlatelolco, el invaluable libro testimonial de la masacre estudiantil que conservó jóvenes para siempre a los activistas sesentaiocheros y sigue transmitiendo esa lección de historia mexicana a los jóvenes de hoy, Elena fue “un titipuchal de veces” a la cárcel, algunas veces con el astrónomo Guillermo Haro, su marido, o con su amiga Monserrat Gispert, la etnobotánica a la que le decía cariñosamente Bety Boop. Otras veces acompañaba a otra mujer maravillosa, Manuela Garín, hoy vital centenaria que fue la primera matemática graduada de la UNAM y que ese entonces tenía a su hijo, Raúl Álvarez Garín, líder estudiantil, preso en Lecumberri, el tenebroso “palacio negro”.

También frecuentó los hospitales donde estaban los heridos. Y las morgues donde estaban los muertos por balas militares que nunca fueron contados con precisión. En Hospital Francés se topó en un pasillo con la famosa periodista italiana Orianna Falaci, que había venido a México a cubrir las Olimpiadas;  acudió a la manifestación de Tlatelolco y resultó herida. “Estaba tan enojada que me contestaba casi vociferando. Iba en silla de ruedas, me tomó de la muñeca y no me soltaba. Quería que se dijera y publicara lo que pensaba: que México tenía uno de los peores gobiernos del mundo”.

Sus crónicas sobre la masacre y los presos políticos del 68 nunca se publicaron. Así nació su libro insignia, que los jóvenes de hoy 46 años después siguen leyendo. Suelo seguir comprando ejemplares de La noche… Mis sobrinos y alumnos lo toman “prestado” y el libro camina por su cuenta, no regresa solo.

Los rebeldes se sentían atraídos por esta “princesa roja”. A ella se acercaron los escritores “de la onda”, como José Agustín y Parménides García Saldaña. Algunos la invitaron a ir al concierto de Avándaro, el Woodstock mexicano. Y ella claro que fue.

Ya puesta en ese camino no tardó mucho tiempo en salir en busca de Rosario Ibarra de Piedra, símbolo de la resistencia popular en esos años de autoritarismo puro y duro. El hijo de Rosario, Jesús Piedra Ibarra, es uno de los miles de desaparecidos políticos de los años setenta. Ella recorrió la dolorosa ruta de búsqueda de un detenido-desaparecido: cárceles, cuarteles, cementerios, forenses, fosas clandestinas, plantones y más plantones, huelgas de hambre, ONU, OEA ¿Qué puerta dejaron de tocar las doñas? Ninguna.  Esas historias están en Fuerte es el silencio.

Rosario fundó el Comité Eureka, integrado por madres que buscaban a sus hijos. Son antecesoras de las argentinas Madres de la Plaza de Mayo.

Después de conocer a Rosario, dice la escritora, “ya no pude permanecer tranquilita en mi casa frente a la máquina de escribir”. De la doña aprendió el camino de la lucha política: “Yo creo mucho en la participación.  El que participa y protesta tiene todas las de ganar. Un pueblo que protesta es un pueblo que se salva”.

Rosario Ibarra fue una de las mujeres invocadas por Poniatowska en su discurso en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá.

Ferrocarrileros

Otra joya que encontró en la cárcel fue al líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo, comunista y preso político durante 11años. De ahí nació otro de sus libros que son una lección de reportaje, El tren pasa primero, una novela sobre las luchas de los trabajadores del riel en los años 50 y 60.

“Quise hacer la biografía de Demetrio Vallejo.  La gente del poder siempre tiene quien les escriba, pero sobre los líderes obreros, los campesinos, las luchadoras como Rosario Ibarra de Piedra, la gente ligada a las causas populares no se escribe mucho”.

Acumuló horas interminables de entrevistas con Vallejo, las transcribía y volvía a la cárcel para leerle el texto y darle forma. “Pero cuando levantaba los ojos para verlo cachaba que estaba dormido. Entonces dejé el texto por la paz. Nada más por 25 años, pero siempre me dio tristeza dejar a un lado esa historia.  Y claro que hay libros muy buenos sobre el movimiento ferrocarrilero, pero decidí hacer las cosas a mi modo. Demetrio ya había muerto.

“Él me insistía que la vida personal no existe, que no importa. Pero a mí sí me importa y como él ya no estaba decidí hacer las cosas a mi modo. Mientras reporteaba para el libro yo había escuchado a esos trabajadores hablando en sus asambleas antes y durante la huelga y te juro que no he oído hablar a nadie más con esa filosofía, ni a Carlos Fuentes ni a nadie, palabras profundas, de la vida y la muerte. Cuando escribían sus boletines y sus cosas lo hacían horrible ¡pero cómo hablaban! Me daba tristeza que esas palabras de cayeran al piso, se perdieran sin que nadie las rescatara”. Así nació, en 2006, El tren pasa primero, Premio “Rómulo Gallegos”.

Tina

A principios de los ochenta, el cineasta Gabriel Figueroa le propuso a Elena hacer el guión para una película que quería realizar sobre la vida de la fotógrafa italiana Tina Modotti. “Empecé muy entusiasmada, pero en el ínterin se quemó la Cineteca y ya no se hizo nada. Me quedé con mucho trabajo hecho, muchas entrevistas con viejos comunistas, incluso viajé a Italia a entrevistar a Vittorio Vidali”.

Engranando todas las piezas de esa inmensa investigación pasaron diez años en la vida de Elena, en la que cruzó muchas veces de ida vuelta el charco (el océano Atlántico) y la frontera entre el trabajo reporteril y la construcción de una novela. “Es lo más difícil que he hecho, y yo me pagué todos los viajes a Italia, a España, a Estados Unidos, para la investigación porque en México ninguna institución paga un quinto para esas cosas”.

Tinísima, con sus casi 700 páginas, quedó lista en 1992. “Le llevé la novela a Gabriel. Y se le salió una gran sonrisa”.

La periodista mexicana Elena Poniatowska durante la ceremonia del premio Cervantes 2013 en la Universidad de Alcalá, en Madrid, el 23 de abril de 2014. / J. J. Guillén (AFP)
La periodista mexicana Elena Poniatowska durante la ceremonia del premio Cervantes 2013 en la Universidad de Alcalá, en Madrid, el 23 de abril de 2014. / J. J. Guillén (AFP)

El temblor

Nada, nadie, las voces del temblor es el recuento de Elena Poniatowska de aquellas voces, vivas y desaparecidas, conocidas y anónimas que padecieron el terremoto de 1985. “El mero 19 de septiembre mi primer impulso fue ir a ayudar. ¡Qué iba yo a estar pensando en reportear! Me fui directamente Ciudad Universitaria de la UNAM, donde se organizaron unas brigadas. Me acuerdo que te vacunaban contra el tétanos antes de salir, te daban un tapabocas. Escogí los turnos de la noche. Salíamos en autobús al oscurecer. Nos llevaban a los edificios derrumbados de las colonias Juárez y la Roma.

“Pero luego me habló Julio Scherer (director de la revista Proceso) y me dijo que qué diablos estaba haciendo, que en lugar de juntar cobijas y ropa usada debería estar reporteando. Entonces yo, muy obediente, ahí me fui y empecé a escribir. Llevé mis artículos a Novedades, donde había trabajado durante décadas pero en donde nunca conocí a los directivos, solamente a Lino, el elevadorista.

“A los pocos días, en Novedades me dijeron que ya no querían nada del temblor, que deprimía a la gente y que la consigna era volver a la normalidad. Entonces salí a la calle, crucé Balderas y entré por el portón de La Jornada.  Me dijeron que sí, y que les trajera más. Así empezó”.

Otra vez a buscar entre cadáveres, morgues gigantes improvisadas, como la del Parque Delta, el mayor campo de béisbol de la ciudad; hospitales, cementerios, escombros, sobrevivientes, rescatistas. Las costureras de los talleres que se desplomaron con las obreras atrapadas adentro. Los vecinos de edificios que se deshicieron como polvorones. Las enfermeras del Centro Médico, donde quedaron las pacientes de gineco-obstetricia y centenares de recién nacidos; ellas con sus uniformes blancos, almidonados –“y sus patitas rosas, como de palomas”, recuerdo ese detalle de la crónica de ese día– esperando noticias de sus compañeras atrapadas al pie de la ruina masiva. Jóvenes punk, anónimos, entregados, valerosos, salvando vidas de noche y desapareciendo de día.

Y todos los días, sin un solo descanso durante meses, entregar la nota en la redacción. Esa fue, para mí, la maestría de la crónica.

—¿Nunca te ocurrió que ante tanto dolor dijeras: ya no quiero oír más, ya no puedo?

—Sí. Aguanté hasta diciembre. Pero en el momento en el que paré me entró la temblorina. Es que en esas condiciones estableces un ritmo de trabajo que te ayuda a no detenerte. En la mañana reportear, escribir en la tarde, y en la noche iba al periódico a dejar el artículo. No descansé un solo día, ni un fin de semana, porque ya se había hecho la bolita y no me dejaban de hablar, que si quería ver a una señora para escucharla, que otro señor por allá. El último artículo lo entregué cerca de la Navidad.

—¿Cuándo te diste permiso para volver a la normalidad?

—El temblor fue un jueves. Yo daba un taller de literatura para señoras, lo que se dice niñas bien. A la semana siguiente yo les dije: ahorita no va a haber clase. Vamos a salir a reportear. Fue hasta enero que reanudamos el taller. Entonces Proust, Faulkner y El Quijote volvieron a nuestras vidas.

Levantamiento zapatista

Lógicamente, el levantamiento zapatista no iba a pasar de largo en la vida de Elena Poniatowska. Me imagino, a partir de ese primero de enero de 1994, ardiendo en ascuas, leyendo las noticias procedentes de Chiapas.

A mediados de ese año, cuando se alistaban los preparativos de la Convención Democrática en la comunidad tzeltal de La Realidad, en plena selva lacandona, Elena recibe una carta medio loca:

“Debo sobrellevar una horrible maldición que me condena, años ha, a de día ser una calabaza, eso sí, una hermosa calabaza, pero una calabaza al fin y al cabo. Dudo que vuesa excelencia considere prudente entrevistar a una calabaza, sobre todo si la calabaza lleva pasamontañas, así que le ruego esperar la improbable hora de improbable reloj del improbable palacio del improbable Buckingham”. En pocas palabras, era una invitación del subcomandante Marcos para que Elena periodista fuera a la zona bajo control zapatista a entrevistarlo.

Después de las esperas, el intercambio de mensajes cifrados y los obstáculos de rigor, la plática entre Poniatowska y Marcos transcurre en medio del fragor del trabajo de miles de milicianos construyendo un enorme anfiteatro para la convención a donde concurriría lo más vivo de la sociedad civil, un escenario surrealista y asombroso. Esta es una de las preguntas asombradas de Elena:

—¿Cuatro mil hombres en pie de guerra que lo primero que construyen sea una biblioteca? ¿Cuándo se había visto?

—Ya ve, los 40 millones que teníamos para material de guerra ya los gastamos. No dirán que no queremos la paz.

Plantón

Campaña electoral de 2006. Nunca antes un líder opositor había llevado tanta ventaja sobre el partido en el poder, que en ese momento era el PAN de Vicente Fox. Andrés López Obrador rebasaba el 40 por ciento de la preferencia del electorado, entre 10 y 15 por ciento por encima de su contendiente Felipe Calderón. Faltan tres meses para los comicios y el PAN decide jugar sucio. Empieza la campaña del miedo, plagada de mentiras e insultos.

López Obrador recurre a sus reservas para responder. Elena Poniatowska sale a la palestra, en spots que desmienten los evidentes engaños y defienden la honestidad de AMLO. La escritora paga un precio muy alto por su compromiso político.

Sus amistades de la clase alta le dan la espalda. Una amiga de niñez le dice que no volverá a hablarle hasta que deje de apoyar a “ese hombre”. A medianoche suena su teléfono. A ella, que vive sola, la amenazan voces anónimas.

“Esa pobre señora…”, la pobretea el presidente del PAN en esa época, Manuel Espino. ¿Qué diría ahora este caballero de la ultraderecha?

Nada. Elena es firme en su decisión. Cuando se consuma el fraude y se produce la reacción popular, el enorme plantón que cerró la Avenida Reforma hasta el corazón de la ciudad, el Zócalo, Elena empacó una bolsa de dormir. Su hija Paula empacó la carreola de la nieta Luna y ¡al Zócalo! Su yerno Lorenzo Hagerman empacó cámara y tripié. Años después Lorenzo lograría terminar el documental 0.56 %, que es exactamente el porcentaje en votos que el equipo calderonista logró acumular, anulando miles de votos por López Obrador, para sentarse en la silla presidencial haiga sido como haiga sido. Y Elena publica las crónicas del plantón en Amanecer en el Zócalo.

Veo que Elena apunta todo en su libreta, sobre todo lo que dicen los miles de cartelones hechos a mano que lleva la gente, con una caligrafía de primaria. Uno jala su atención: 'Los López, los Gómez, los Sánchez, los Pérez, todos estamos con López'.

Una tarde la manda llamar AMLO, que está en su carpa, en pleno Zócalo. Y Elena me jala. Hay un catre, una mesa de trabajo con sillas, una lámpara de pilas. Me toca ser testigo de una larga charla que fluye brillante entre los dos, cada uno con la clara consciencia de estar viviendo uno de esos momentos que son bisagra en la historia de un país. Entre ellos no hay un trato confianzudo sino algo más profundo; un trato de mucho respeto. 

Elena Poniatowska junto a Andrés Manuel López, del Partido de la Revolución Democratica (PRD), apoyando su protesta por el presunto fraude electoral de julio de 2006 que favoreció al oficialista Felipe Calderón, del PAN. / AFP PHOTO/ ALFREDO ESTRELLA.
Elena Poniatowska junto a Andrés Manuel López, del Partido de la Revolución Democratica (PRD), apoyando su protesta por el presunto fraude electoral de julio de 2006 que favoreció al oficialista Felipe Calderón, del PAN. / AFP PHOTO/ ALFREDO ESTRELLA.

Y lo que sigue

Toda su vida de escritora Elena ha traspasado la frontera de la ficción a la no ficción y viceversa sin permiso ni pasaporte. Y su fórmula ha sido exitosa, aunque ella misma la desconoce.

—¿Cómo le haces? Federico Campbell decía que el periodismo, la no ficción te inocula contra la escritura de ficción.

—Con la ayuda de dios o del diablo, o de toda la corte celestial.  Al principio es muy difícil, es como hacer una tarea de la escuela, te deprimes, sientes que no te sale nada. Luego empieza a fluir todo. Cuando la novela está casi terminada hasta dan ganas de cantar. No lo hago, porque canto horrible, pero sí me siento muy tra-la-la-lá.

Cuando hace periodismo aparecen las reglas. Sobre todo en lo suyo, que es la crónica: “Ahí sí hay que ser riguroso. Ahí no hay nada de que en el aire las compongo. Empecé con ese género para una antología que publicó Carlos Monsiváis. Me fui a Acapulco para escribir sobre los niños que andan por la playa, desnutridos y con los pelos hirsutos, y les decían a los turistas: “les muevo la panza”.  Me seguí con la colonia de Rubén Jaramillo en Temixco. Luego con una marcha nocturna de trabajadoras sexuales que me impresionó mucho, porque ellas iban caminando vestidas de negro y parecían Lloronas.”

No. Ella no piensa que los cronistas jóvenes acaban de inventar el género, aunque los lee y le entusiasman. “En México, en medios como los nuestros, la crónica es la que nos informa. Viene de décadas atrás, no es de ahora, no es una moda”.

En su escritorio y la mesa de trabajo de su estudio hay pilas y pilas de papeles. Después de su otra gran obra, Leonora, el gran fresco de la pintora irlandesa-mexicana Leonora Carrington, armó con gran amor un libro que tenía pendiente: El universo o nada: biografía del estrellero Guillermo Haro. Para hacer esa investigación no tuvo que hacer grandes viajes. Bastó con abrir los cajones de su casa. Haro, el astrónomo, fue su marido.

Ahora la ha emprendido con Lupe Marín, una de las esposas de Diego Rivera, otra mujer compleja.

Y entre eso, los homenajes, el té con las amigas, el cine, que le encanta, los nietos y la escritura, se la pasa haciendo y deshaciendo maletas.  Martina  la regaña: “Ay señora, para qué se mete en tanta cosa”.

Ella suspira resignada: “Hay que ser pata de perro para ser periodista”.


* Blanche Petrich, periodistas mexicana de La Jornada, con más de 30 años en el oficio. Cubrió la guerra civil salvadoreñ durante los 80, y es especialista en temas latinoamericanos.

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