El Ágora / Cultura y sociedad

Una de machos decadentes sin esperanzas de extinción

Una crítica a la obra La extinción de los dinosaurios, del dramaturgo mexicano Luis Ayhllón, que se exhibe en el Teatro Luis Poma como una producción propia. El autor atraviesa la puesta en escena recorriendo discurso, formas y técnicas que buscan darle algunas pistas al público para un debate sobre los temas que plantea este desafiante montaje, pero también plantea el reto de no quedarse con la simpleza de un (no) me gusta.


Viernes, 28 de marzo de 2014
Élmer L. Menjívar

Roberto Salomón, como Sigfrido/Hugo, y Antonio Lemusimún, como Lorenzo/Paco, en la obra
Roberto Salomón, como Sigfrido/Hugo, y Antonio Lemusimún, como Lorenzo/Paco, en la obra 'La extinción de los dinosaurios', escrita por Luis Ayhllón, durante la temporada 2014 del Teatro Luis Poma. / Foto Emely Navarro.

La temporada 2014 del Teatro Luis Poma empezó desafiando la adicción a la comedia de su público: le ofrece la puesta en escena de La extinción de los dinosaurios, una tragedia vestida de comedia, a saber, una tragicomedia. Se trata de una pieza teatral del joven dramaturgo mexicano Luis Ayhllón (38 años). Ayhllón se ha instalado entre los dramaturgos más premiados de la escena teatral azteca. La prensa nacional le ha colgado un “de origen salvadoreño”, ese origen se refiere a su madre, Vilma Argelia Flores, hermana de la actriz Mercy Flores. Sin embrago, poco le debe el dramaturgo a El Salvador en su formación y carrera, las cuales se han desarrollado en México, España, Londres y Nueva York. Es bien sabido que aquí vende bien el nacionalismo, siempre y cuando el nacional en cuestión traiga buenas referencias del extranjero.

Pero hay que decir que la pieza dramatúrgica es extraordinaria: muy inteligente en el uso del lenguaje para recrear diálogos precisos y ágiles que ensayan un fraseo que alterna la frase corta con la frase larga, el pícaro refrán y la pregunta capciosa, la respuesta imprudente y la reacción aforística. Es un texto que concentra sus exigencias en los actores que deben saltar de un trágico tango en pareja a un divertido can-can en trío.

Hugo, Paco y Luis. Sí, como los sobrinos huérfanos del pato Donald. Así se apodan los tres personajes que en realidad se llaman Sigfrido, Lorenzo y Paco, respectivamente, y que son interpretados por Roberto Salomón, Antonio Lemusimún y Óscar Guardado. Salomón y Lemusimún son dos de las grandes figuras del teatro nacional. El primero se ha posicionado como uno de los directores de teatro más influyentes de los últimos 40 años y poco hemos visto en los últimos años de su desempeño de actor; el segundo suma más de seis décadas de experiencia sobre las tablas y pese a haberse formado con Edmundo Barbero en la escuela clásica del Bellas Artes, es más reconocido popularmente por los montajes cómicos y sátiros de Teatro Hamlet.     

La obra inicia con un viejo policía, Sigfrido, que luego del anuncio de un cáncer terminal necesita dinero para pasar sus últimos días disfrutando de la vida. Para conseguirlo, se le ocurre venderle su casa al antiguo dueño, un antiguo amigo, Lorenzo. Lorenzo es un viejo cínico indigno de toda confianza que en plena decadencia acude con el pretexto de ver la casa, pero en realidad lo que quiere es aprovechar el momento que vive Sigfrido para convencerlo de ejecutar un asalto a una joyería: la única forma de sacarlos a los dos de la ruina para que cada uno pueda morir y vivir feliz, según sea el caso.

La pieza hace gala del dominio de las claves de un machismo decadente que se denuncia a sí mismo por su primitiva franqueza y naturalidad, sólo comparable con la vivencia colectiva de los que exhiben sin pudor lo más bajo de su condición cultural frente a un televisor que transmite un partido entre el Real Madrid y el Barcelona. Digamos que es una obra para feministas de mente abierta.

Una de las virtudes técnicas de la obra es el eficiente uso del tiempo escénico. Los personajes, sus antecedentes y la situación de partida quedan perfectamente establecidas en los primeros 10 minutos. En este tiempo la obra consigue fraguar en el público simpatías y antipatías que se intercambian según los mismos personajes van cambiando las perspectivas. ¿Quién se aprovecha de quien? ¿Quién es peor que el otro? ¿En quien confiar? Todas estas preguntas nacen entre violentas exposiciones de hechos, reclamos por traiciones pasadas y derroche de cinismo con la palabrota en el momento justo que –automáticamente– todavía hace reír –nerviosamente– al público salvadoreño. 'El universo conspira', suelta Lorenzo convirtiendo en chiste la presunción poética coheliana.  

Pero los personajes se transforman, se ponen otros nombres, y aparece un tercero que altera la atmósfera. Paco, un desocupado que se gana la vida teniendo sexo con otros hombres frente a las cámaras: es un actor de cine porno gay –los butacahabientes se sonrojan–... Pero calma, él no es gay, dice, “a mí no me la meten”, insiste, para reafirmar su penetrante heterosexualidad –qué alivio para los machos y las hembras presentes–. Paco es el único elemento deliberadamente cómico y presuntamente “pendejo”, una caracterización que juega a favor de la sorpresa.

Los minutos de los tres en escena aligeran la atmósfera –el can-can–, abundan las líneas cómicas y el público ejerce plenamente su derecho a distraerse con la risa fácil. Luego vuelve el tango, aunque suene una ranchera reinterpretada. Y la historia discurre así, entre lo denso y lo leve, entre lo grave y lo agudo, entre lo ácido y lo agridulce.

La escenografía en esta puesta en escena no es más que un decorado, si quieren metafórico, que ofrece una serie de planos interesantes pero que apenas son utilizados en función de lo teatral. La luz se limita a iluminar casi todo el tiempo y muy poco más ofrece. El vestuario es apenas correcto, aunque en el caso de Sigfrido/Hugo llega a estorbar a la caracterización del personaje que viste piezas carentes de temporalidad y que exageran lo obvio. Esta vez faltó un director conteniendo la imaginación –a veces artificiosa– de Rossemberg Rivas, de hecho el director falta hasta en el programa, y por momentos parece que en realidad falta en todo.

Lo mejor de la función, sin duda, es la actuación de Antonio Lemusimún, quien nos ofrece un personaje muy bien matizado y dotado de una energía interpretativa muy bien controlada, a la medida de las circunstancias. Este personaje se ubica en el justo medio en el que Lemusimún sabe moverse, entre el teatro de revista (vulgar, le dicen algunos) y el drama teatral (serio, le dicen los mismos). “Toño”, como le decimos los abusivos que no somos sus amigos, derrocha control y soltura, el dominio corporal le ayuda a comunicar a su antojo e impone su presencia desde que aparece sobre el escenario. Sus mayores virtudes de siempre se mantienen vigentes: su voz (modulación, proyección e intencionalidad), su dicción y la creatividad de su impecable memoria.

Esta vez mis quejas son causadas por Roberto Salomón, el actor (pues el director no llegó). Con un arranque flojo y dubitativo, Salomón pone en duda de sopetón todas las expectativas. Tropezar en la primera frase es imperdonable (estoy escribiendo desde la función del sábado 22 de marzo), y hacer obvios los nervios no ayudan a posicionar al personaje más grave de esta obra. Sigfrido tarda en aparecer y no logra mantenerse constante en escena, va y viene. Hay poca creación en el personaje, Sigfrido no encuentra una voz propia, tampoco los tonos necesarios, la amargura no lo alcanza, ni tampoco la avaricia, la rabia sí, y son rabiosos los únicos momento creíbles de Salomón. Quizá un director hubiera podido ser su salvación.

El aporte de Óscar Guardado se mantiene entre lo correcto y la caricatura. Cumple con cierta solvencia con su personaje y la función que Paco/Luis tiene en la escena, aunque resbala en los cliché justo cuando se agradecería que los sorteara. El mejor momento se propicia en su ausencia en escena, y no estoy siendo sarcástico, cuando es el protagonista absoluto de la sorpresa. Aquí el mérito consiste precisamente en que no es necesario tenerlo enfrente para verlo.

A esta altura de este texto lo más seguro es que usted se esté preguntando: '¿Pero a este le gustó o no le gustó?'. Permítame caerle mal con mi respuesta: una manera de disfrutar una obra de teatro es aprender a disfrutar tanto de las piezas sueltas como del conjunto, al final, en la mente de cada quien, la obra como tal se salva o se hunde por el conjunto o por la pieza, depende de su experiencia y memoria estética. Como ya lo he sugerido, lo mejor de la obra es el discurso. Un enfrentamiento –desde el machismo– brutalmente cínico con la muerte y sus horizontes, con la extinción desnuda sin esperanzas. El abordaje que Ayhllón hace del tema es producto de una sensibilidad en extremo realista dotada de humor e incorrección política (humor negro, le dicen aquellos).

El teatro cumple con su época cuando enfrenta al público con sus propios miedos, fobias y malos pensamientos. Celebro que ya haya tierra fértil para estas propuestas. Mientras haya dramaturgia como esta, mi fe en el teatro no se extinguirá.

 


La obra 'La extinción de los dinosaurios', está en cartelera en el Teatro Luis Poma los días 17, 28 y 29 de marzo. Ver los detalles aquí.

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