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La empresa de El Chapo también secuestra migrantes


Miércoles, 26 de febrero de 2014
Óscar Martínez*

Era febrero de 2007 y unas 300 personas habían desaparecido de un pueblo que se llama Altar. Todos eran migrantes -mexicanos y centroamericanos- que se concentraban en este pueblo de Sonora, frontera con Arizona, a la espera de encontrar un huequito por donde colarse a Estados Unidos.

El narco, el omnipotente narco, había secuestrado a todos los migrantes que iban desde Altar rumbo a los puntos de cruce. Altar queda a 100 kilómetros de la frontera, pero es el pueblo donde los migrantes se abastecen de lo necesario para enfrentar el inclemente desierto, que puede ser tan frío que quema o tan caliente que quema. Luego de aperarse de gorritos, chamarras, guantes, sombreros, los que intentarán ganarle al desierto recorren 100 kilómetros de terracería entre Altar y el ejido El Sásabe, para desplazarse por la línea fronteriza y escoger el punto por el que pasarán. Puntos con nombres anodinos como el poste verde, el carro quemado, el cerrito.

Fue en esa brecha de tierra, controlada por los halcones del narco, que fueron bajados los migrantes de las camionetas que los conducían hasta El Sásabe. Unas 15 camionetas habían sido detenidas y todos -conductores, coyotes y migrantes- habían sido bajados y trasladados a un rancho cercano. Ahí, en el rancho, muchos fueron torturados. A algunos de los migrantes les habían destrozado los tobillos en una muy cruel lección para el que pretende caminar un desierto.

Yo estaba en Altar cuando el secuestro ocurrió. Cuando pregunté a taxistas y conductores de van por qué tanta saña, por qué un secuestro por el que no se pide rescate, su respuesta fue sencilla y unánime: el narco pensaba despachar burreros y no querían migrantes merodeando porque calientan la zona.

Los burreros son hombres -adolescentes la mayoría- que trabajan como mulas del narcotráfico. Se suben 20 kilogramos de marihuana al lomo y se lanzan al desierto, con la guía de un coyote y un hombre de confianza del capo local. Caminan dos noches por el desierto de Arizona, hasta llegar a su base estadounidense, en la reserva de los indios Tohono, un territorio autónomo dentro de Estados Unidos. Desde ahí, la droga se mete en camionetas que irán por carreteras hasta las ciudades de distribución. Cuando el narco va a pasar un buen cargamento de marihuana, no quiere migrantes merodeando el desierto. Los migrantes llaman la atención de la Patrulla Fronteriza y eso genera pérdidas al narco. Y al narco no le gusta perder. Por eso quieren el desierto para ellos solos. Por eso, aquel febrero terrible secuestraron a unos 300 migrantes.

El narco, así llamado, ya se utiliza para designar a cualquiera: un vendedor de esquina de puchitos de cocaína, un camionero que traslada dos kilogramos de polvo en sus llantas, un joven de Sinaloa que en temporada corta tomates en su Estado y luego se va a trabajar de burrero a Altar. Pero aquí el narco tenía nombre y apellido. Esa empresa a la que muchas veces nos da por encubrir bajo esas cinco omnipresentes letras -N-A-R-C-O- en Altar se llama Cártel de Sinaloa, uno de sus altos ejecutivos se llama Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, le dicen El Chapo, y acaba de ser capturado en México. En febrero de 2007 su empresa secuestró a 300 migrantes. En febrero de 2007, su empresa secuestró a 300 migrantes y solo se supo que fueron liberados unos 180, gracias a que el cura del pueblo, Prisciliano Peraza, tuvo el coraje de ir y pedir su liberación. Le dieron a los más golpeados. En febrero de 2007, su empresa se quedó a unos 120 migrantes y nunca más supimos de ellos. En febrero de 2007, muy probablemente, su empresa masacró a 120 personas.

Entrevisté a uno de los conductores de camioneta que habían sido liberados del rancho para que volvieran con el mensaje de que ningún conductor podía llevar migrantes hasta nuevo aviso. Esto me dijo:

—Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me dan piso, no duro vivo ni este día. Y se enterarían. Aquí todo mundo está comprado.

Entrevisté a un migrante salvadoreño que, por falta de dinero para pagar el transporte, había enviado primero a su hermana. Ella cayó en el secuestro. Lo entrevisté en Altar, el día del secuestro, cuando la mandíbula aún le temblaba quizá del miedo, quizá de la rabia. Esto me dijo:

—Yo ya hablé con los polleros que han regresado, y con algunos dueños de las van que han ido a ver si quedó algo en los carros que les quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí. Yo no puedo ir a poner denuncia, no puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo solo quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje.

Hablé con una de las personas que más información manejaba en el pueblo, alguien a quien por seguridad llamé “El Señor A” cuando escribí la crónica sobre el hecho. Esto me dijo:

—Todos sabemos que eso pasa, los secuestran, violan a las mujeres que van migrando, y les dan unas grandes golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las van, ¿pero qué vamos a hacer? Aquí sólo tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a 50 hombres bien armados y a muchas autoridades compradas.

Me fui de Altar por recomendación de mis contactos, y regresé en abril, mes y medio después del secuestro. Entrevisté al párroco Peraza. Esto me dijo:

—Los tenían ahí sentados en un rancho cercano a El Sásabe, pero solo quisieron darme a 180, a los más golpeados, a los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que les pegan. Al resto de los 300 no sé qué les pasó, no sé si los soltaron.

Los que fueron liberados se esfumaron. Volvieron a su país, regresaron con el coyote al que habían contratado, para intentarlo por otra zona, se entregaron a migración. Cada quien hizo lo que sea, menos denunciar el secuestro. Vistas las frases anteriores, sería absurdo preguntarse por qué no denunciaron. Al resto, a esos 120 que se quedaron en el rancho del Cártel de Sinaloa, no es difícil imaginarlos como huesos terrosos que, en el mejor de los casos, un día aparecerán.

Durante los siguientes tres años nunca dejé de ir a Altar. Volví en cinco ocasiones, y me enteré de más detalles. El Cártel de Sinaloa, liderado en la zona por un hombre conocido como El Halcón o Gavilán, cobraba a los migrantes 700 pesos (unos 50 dólares) por dejarlos abordar la camioneta que los llevaba a El Sásabe. En Altar trabajaban unas 30 camionetas, y cada una hacía dos viajes diarios hasta el ejido fronterizo. En cada camioneta embutían a 20 migrantes. Eso quiere decir que por cada viaje, la empresa del Chapo Guzmán ingresaba unos 1,000 dólares. Eso quiere decir que cada camioneta, por sus dos viajes, le representaba unos 2,000 dólares diarios. Eso quiere decir que los migrantes que utilizaban Altar como ruta -que seguramente siguen utilizando Altar- representaban, en solo un día, unos 60,000 dólares para la empresa de El Chapo Guzmán. O, para los escépticos, y calculando solo un viaje diario por camioneta, la empresa del capo se llevaba al menos 30,000 dólares diarios solo en ese pueblo fronterizo de cerca de 8,000 habitantes.

La cuota la cobraban los mascaritas, hombres con pasamontañas que se acercaban a plena luz del día a dar el aval a cada camioneta que se alistaba para salir. Frente a la iglesia, en la plaza central del pueblo, los mascaritas contaban que solo fueran 20 migrantes, recibían el pago y entregaban al conductor de la camioneta un papelito con una palabra clave, por si era detenido en la brecha de tierra por uno de los vigilantes de la mafia.

Si, gracias a todo el sistema de corrupción gubernamental que el Cártel de Sinaloa logró pagar, puede traficar drogas con relativa tranquilidad en sus zonas fronterizas de control, cuando se trata de migrantes el delito se comete en público, sin ningún tapujo, sin estrategia ni pudor.

Cualquiera podría decir que esos miles de dólares cobrados en Altar son una miseria para una empresa encabezada por un hombre que se estima tiene una fortuna superior a los 1,000 millones de dólares. Sin embargo, ese goteo de dólares de migrantes no solo ocurría en Altar, no era una particularidad de los mafiosos del lugar. Era -es- un rubro criminal del Cártel de Sinaloa. Ocurría lo mismo en Mexicali, en Algodones, en Nogales, en Sonoíta, en Naco, en Agua Prieta... No digo que solo en esos lugares El Cártel de Sinaloa cobra cuota, digo que en esos me consta que la cobra, porque los visité.

Cuando uno habla sobre migrantes centroamericanos a través de México, cuando uno habla de secuestros, de asesinatos, de fosas clandestinas, de la masacre de 72 en Tamaulipas, de trata de mujeres para explotación sexual en apestosos burdeles de Reynosa, el nombre de la mafia que suena es el de Los Zetas. Esa mafia cavernícola que descuartiza y secuestra masivamente bajo el sol del mediodía y en pleno centro de los pueblos opaca a las otras mafias en el rubro de joderle la vida a los indocumentados que cruzan México.

Sin embargo, y si de algo sirve decirlo en medio de tanta noticia y revelación, en medio de tanto tuit y post, en medio de tantas dudas y fotografías, el mafioso al que recientemente atraparon en México lideraba una mafia que día a día le jode la vida a miles de indocumentados. Una mafia que en febrero de 2007 desapareció a unos 120 migrantes mexicanos y centroamericanos, una mafia que le cobra 50 dólares por viaje al que se ha ido buscando dinero. Una mafia que, para poder hacerle eso a esos viajeros, necesita que un montón de autoridades municipales y estatales se hagan del ojo pacho. Ese hombre al que han capturado algo tendría que decir al respecto, aunque por el momento no parece que nadie se lo vaya a preguntar.

Los migrantes, como suele ocurrir, son los últimos en importar.

*El autor fue coordinador del proyecto En el camino, de cobertura migratoria en México, y autor del libro

Los migrantes que no importan.

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