Opinión /

Yo, Presidente Funes, ya no le creo


Miércoles, 1 de enero de 2014
Héctor Silva Ávalos

Empiezo por decir que 18 años de carrera periodística, y los dos y medio que serví como funcionario público, me dieron suficientes elementos de juicio para entender que los manuales de uso del aparato estatal para favorecer al partido, a los amigos, o a los sectores económicos afines fueron, en El Salvador, escritos por la derecha política. Primero por el PCN y luego por Arena. Por eso me parece perfectamente posible que tras los 10 millones de Taiwán y el affaire Flores haya algo ilegal.

Dicho esto.

A usted, señor presidente Funes, no le creo.

No le creo, presidente, su cruzadas anti-corrupción y pro-transparencia. No le creo porque no encuentro en sus alocuciones sabatinas ni en su récord de acciones ejecutivas indicios de una política pública de peso encaminada a combatir la corrupción y, de verdad, traer el tema de la transparencia a la lista de prioridades en su administración, o a lo que queda de ella.

No le creo porque no veo un norte institucional en esta su reciente cruzada; no veo tras su retórica intención real por influir para que el sistema judicial salvadoreño parta de la investigación sobre el destino de los 10 millones de dólares de Taiwán, así como de la posibilidad de que el Presidente Flores haya cometido delitos penales relacionados con ese dinero, para iniciar, desde el Ejecutivo, una reforma institucional de peso; veo, solo, un afán electoral.

Hoy sabemos, por el artículo que El Faro publicó a principios de diciembre pasado, que la Fiscalía General lleva desde febrero de 2013 investigando posibles actos de corrupción de Flores y miembros de su gabinete. Muy bien por la Fiscalía. Le pregunto: ¿qué bien le hizo a esa investigación su exabrupto de blandir el documento de Estados Unidos ante las cámaras? Digo, eso correspondía a los periodistas; ya El Faro lo hizo. A usted, si su afán pro-transparencia es real, le corresponden otras cosas. Usted es el Presidente de la República, ya no es un entrevistador ni debería ser, solo, un activista político.

Hacer proselitismo es legal: cualquier ciudadano puede hacer activismo político como mejor le parezca; esa es una de las mejores consecuencias del Acuerdo de Paz que puso fin a la guerra civil. Pero usted es el Presidente. De su magistratura todos deberíamos esperar más. Al menos yo esperaba más. No me vale su argumento de que todos sus antecesores tiraban la piedra y escondían la mano. ¿Y qué? Se supone que, con usted, las cosas cambiaban.

Si su cruzada pro-transparencia-en-el-caso-$10-millones es algo más, si es al menos un guiño tardío que adelante una acción de su Ejecutivo contra la corrupción, entonces hay cosas que no entiendo. Explíqueme, por ejemplo:

¿Por qué no instruyó a la PNC cuando supo o sospechó que había un delito para que indagara en serio? ¿Por qué no usó su cintura política para sentarse con el Fiscal General –usted mismo y no, digamos, su Ministro de Justicia y Seguridad– a explorar cómo apoyarlo para enfrentar todas las presiones que conlleva emprender una investigación de gran calado contra un ex Presidente y su círculo político? No compro el argumento ese de que no es su potestad investigar o instruir a la PNC a hacerlo, porque eso es monopolio constitucional de la Fiscalía. Usted, señor, es el Presidente de la República; bien pudo haber sido creativo y usar su peso político. Qué tal, por ejemplo, pedirle a su sub-secretario de Transparencia una investigación previa que diera algún sustento institucional a su acusación; u ofrecerle al Fiscal sus buenos oficios para negociar con los Gobiernos de los Estados Unidos y Taiwán más y mejor acceso a posibles documentos incriminatorios; o instruir a su canciller comunicar a Washington y Taipei que su afán no es electoral, sino de Estado (eso, claro, seguro hubiese requerido dar certezas diplomáticas a esos Gobiernos de que la información serviría para fortalecer una investigación penal, no un circo político).

De nuevo, usted es el Jefe de Estado.

Su obligación constitucional, dice el texto, es hacer cumplir la ley. Si Francisco Flores violó la ley y usted tomó la decisión política de poner el peso de la presidencia sobre ese caso en particular –derecho que le asiste–, lo correcto era usar ese peso para empujar una investigación seria y procurar justicia, incluso una condena penal. Soy de los que cree que buena falta nos hace ver a un ex mandatario preso para empezar a creer en esta justicia; lo creo porque no dudo de que las élites políticas salvadoreñas de la posguerra han usado sus prerrogativas y la excusa de la gobernabilidad para perpetuar la impunidad y la amnistía penal, y no solo en lo que toca a crímenes de guerra, sino también a delitos de cuello blanco.

Es válida la sospecha de que Flores cometió un delito. No dudo, ni por un segundo, que Flores debe también responder ante la justicia y terminar preso si cometió ese delito, siempre y cuando la pantomima política deje de serlo y todo esto se transforme en un requerimiento legal que contemple el castigo si es el caso; no que termine en una pantomima usual en la justicia salvadoreña, esa en la que los acusados son advertidos para que vuelen a Estados Unidos (Silva Pereira). El guión de yo digo-tú respondes no es política pública anti-corrupción ni creo que refleje, en este caso, un interés auténtico por combatir el crimen y la corrupción.

Hace poco un funcionario estadounidense familiarizado con la comisión legislativa que investigó, en 1990, la masacre de la UCA planificada y ejecutada por el ejército en noviembre de 1989, me contó que Joe Moakley, el congresista que dirigió la investigación, harto de las evasivas y de los claros intentos de encubrimiento de los militares salvadoreños, dijo algo así: “En el lugar de donde yo vengo la justicia es sencilla: quien comete un delito va a la cárcel”. La justicia, Presidente, en casos de corrupción, también empieza a servirse cuando hay corruptos presos, cuando hay castigo; de poco sirven, en ese afán, sus diatribas sabatinas si no van acompañadas de acciones políticas concretas que procuren ese castigo.

Es cierto, me retuerce el café mañanero leer las absurdas pretensiones de la derecha salvadoreña y sus satélites de hacernos creer que un ex presidente arenero es, hoy, víctima de un sistema nefasto de encubrimiento institucional que Arena misma ayudó a perpetuar y usted nunca cambió. Igual me retuercen las diatribas y los silencios cómplices de varios de mis colegas periodistas, ya sea defendiendo al ex presidente o defendiéndolo a usted. La corrupción es como la mierda: apesta en una letrina y apesta en un escusado de mármol.

Pero a usted, Presidente, tampoco le creo.

Tampoco le creo porque, seamos honestos, durante su quinquenio usted perdió grandes oportunidades para comprometer al Gobierno de la República y usar su magistratura para empujar la búsqueda de justicia, de la verdad y de abanderar una política sistemática, desde el Estado, contra la corrupción.

Tres ejemplos de oportunidades perdidas vienen al caso:

El primero es la Policía Nacional Civil. En 2010 y 2011 usted dijo ante el pleno de Naciones Unidas que la PNC era una de las instituciones más corruptas y más infiltradas por el crimen organizado. Lo es, Presidente; usted lo sabe, su ministro de Seguridad lo sabe, el Fiscal General lo sabe. Los mismos comisionados policiales a los que su administración empezó a investigar por corrupción, por tratos con el narcotráfico y por otros delitos tienen de nuevo el poder en la Policía, como lo han tenido durante 20 años.

El Senador estadounidense Patrick Leahy, quien era el mejor amigo de su administración, le recordó esa corrupción a su Secretario Técnico, Alex Segovia, en términos amigables cuando le advirtió que no estaba conforme con lo que ocurría en la Policía, que seguía preocupado por el manoseo de unos y otros a la Sala de lo Constitucional, que no veía acciones importantes contra el crimen organizado y que esa inacción le hacía reconsiderar su apoyo para asignar a El Salvador cerca de $300 millones a través del llamado Fomilenio II.

Es cierto, según me lo confirmaron un puñado de sus funcionarios en San Salvador y de oficiales en de la administración Obama en Washington, que la advertencia de Leahy lo llevó a usted a intentar acciones políticas tardías, como empujar la ley de lavado trabada en la Asamblea o anunciar la creación de una unidad de investigación financiera en la PNC –por cierto, ¿por qué no encomendó a esa unidad la investigación de los 10 millones de Taiwán?-. Todo, sin embargo, era cosmético: ni usted tiene en las postrimerías de su mandato el músculo político para empujar leyes en la Asamblea y la unidad policial, pues, no es garantía de nada en una Policía plagada de impunidad. Y también le advirtieron a sus funcionarios que tenían serias dudas sobre la probidad del general David Munguía Payés.

Varios, usted incluido, acusaron al Senador de intervencionista. Él les contestó así en una alocución que hizo ante el pleno de la Cámara Alta en el Capitolio el 14 de septiembre pasado: “(La corrupción en El Salvador) no es consistente con el propósito de la Cuenta del Milenio –Fomilenio II– si el crimen organizado está operando con impunidad, si la corrupción prevalece, incluso en la Policía, y si hay gente en oficinas públicas que abusan de su autoridad en contra de las instituciones democráticas”.

Leahy es el senador que preside el sub-comité de Hacienda para operaciones internacionales; es decir, quien decide cómo asignar los fondos de los contribuyentes estadounidenses destinados a otros países. Según la ley de Estados Unidos, eso le da derecho a objetar receptores. Si usted pensaba que los reclamos del senador estaban fuera de lugar, pues parece que la mejor solución no fue, de nuevo, la que usted escogió: enfrentarlo a través de declaraciones públicas. Ese tema requería, también, acción política del Jefe de Estado, no declaraciones. El resultado es que esos fondos siguen trabados en Capitol Hill.

Otro ejemplo que me hace dudar de su compromiso real con la transparencia y la justicia es su falta de acción cuando el juez español Eloy Velasco hizo llegar a El Salvador, vía Interpol, 14 órdenes de arresto contra militares retirados acusados en Madrid de asesinar a los sacerdotes jesuitas. En lugar de ordenar a su Policía hacer efectivo el arresto para entregar a los coroneles y generales a la Corte Suprema de Justicia, y en el camino propiciar un poderoso símbolo de que la justicia es posible incluso en ese nivel en El Salvador, pactó con su Ministro de Defensa y se enfrascó en la retórica para explicar esa falta de compromiso político.

Y ya que hablamos el pasado, tampoco hizo demasiado su administración para obligar a las Fuerzas Armadas a desbloquear archivos que permitirían a centenares de jóvenes secuestrados durante la guerra y dados en adopción a familias extranjeras conocer sus orígenes. En este caso solo manda usted, que es el Comandante en Jefe.

Me dirá, Presidente, que nada tiene que ver el caso Jesuitas con la corrupción actual. Tiene todo que ver: la impunidad es una de las madres de la corrupción y esa, la falta de castigo institucional, se perpetuó en El Salvador después, cuando la última masacre de la guerra, la de los seis sacerdotes y sus dos empleadas, se convirtió en el primer gran acto institucional de encubrimiento de la posguerra. Se suponía que eso iba a cambiar. No cambió en parte porque no hubo, desde la administración Cristiani hasta la suya, un esfuerzo serio por atacarla -a la impunidad- y por fortalecer a las instituciones legalmente establecidas para hacerlo. Es cierto que su función como Presidente no es investigar crímenes, pero como Jefe de Estado sí está llamado a facilitar la reforma política necesaria para garantizar investigaciones serias, no electorales. Eso, al menos, nos dijo el 1º. de junio de 2009 que iba a hacer.

Yo, Presidente, ya no le creo.

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