Opinión /

Aquella mañana


Martes, 10 de septiembre de 2013
Mónica González

Recuerdo como si fuera hoy el despertar de ese martes 11 de septiembre de 1973. Aunque ya han transcurrido 40 años… Aquella mañana no pude saborear ni un sorbo de café porque una llamada al amanecer me advirtió lo que se venía y luego fue otra y otra… Había que salir de inmediato.

Mónica González es periodista chilena. Fundó y dirigió la revista Siete+7 y el Diario Siete. Corresponsal de Clarín en Chile y actualmente dirige el Centro de investigaciones Periodísticas CIPER. Maestra de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y autora de varios libros. El más reciente, La Conjura, sobre el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. González ha sido galardonada con el Premio Maria Moors Cabot, el Louis M. Lyons y el Premio Unesco para la Libertad de Prensa, entre otros.

Mi lugar estaba en el diario donde trabajaba como una joven reportera del sector económico, no sin antes dejar a buen recaudo a mis dos hijas, Andrea y Lorena, de 4 años y medio y 3 años.

Cuando salí a la calle y escuché los ruidos, entendí que algo inédito y muy grave había cubierto el cielo y el suelo de mi país. Un ruido sordo se iba metiendo por cada rendija hasta apoderarse de mis huesos.

Me ha costado reconstruir las horas de lo que siguió ese martes 11 de septiembre. Algo potente fue bloqueando voces y sobre todo rostros. Un muro con el que se estrelló durante muchos años una necesidad casi compulsiva por entender y saber todo del día que nos partió la vida en dos a miles de chilenos. Porque de ahí en adelante ya nada fue igual…

Fue esa misma compulsión la que me hizo durante años, muchos –la verdad-, preguntar obsesivamente a mis entrevistados qué habían hecho ese martes 11 de septiembre. No entendí hasta mucho más tarde que aquello era un intento por atrapar mi historia, por recuperar nuestra historia y, en especial, la de una generación que compartió sueños, ideales y mucho trabajo en el campo y en la ciudad al sentirnos por primera vez protagonistas de una epopeya: cambiar el rostro de miseria de los míos sin necesidad de morir y sin necesidad de matar. Esa fue la mágica ecuación que logró sintetizar Salvador Allende al llegar por la vía del voto popular al poder, en septiembre de 1970, cuando en toda América Latina la vía de revolución armada cautivaba los espacios políticos de la izquierda.

En Chile no empuñábamos un arma para intentar cambiar la vida de aquellos niños que deambulaban por las calles con sus pies desnudos, cuerpos entumecidos y ojos de hambre. Un hambre de pan y amor que yo no quería volver a sentir y que tampoco quería palpar en los que me rodeaban. Nuestra democracia era imperfecta pero se avanzaba y aseguraba lo básico: el derecho a la vida, la convivencia.

Mirar hacia atrás…No hay cómo resistir porque la avalancha de imágenes y testimonios que hoy invaden la televisión de mi país te arrastran y te obligan a recordar el día en que nuestra vida se partió en dos y yo tenía 23 años. ¡Y era esposa, madre, periodista, dueña de casa, amiga, militante! ¡Qué locura! Y así era la vida de todos nuestros amigos, aquellos que compartieron cientos de veces nuestra mesa, centro de reunión después de esas jornadas de trabajo intenso, convencidos de dibujar y apurar un mundo distinto y mejor. Dormíamos poco, cantábamos, leíamos en cada minuto que se pudiera y nos hacíamos cariño al calor de un plato de comida simple y casera. Estábamos hambrientos de saber y escudriñar hacia el infinito, más y más lejos, para saber que era cierto que el cielo se podía tocar... ¡Cuánto desborde de pasión e ingenuidad!

Ese martes 11 quedaron sepultados mis sueños y mis risas. No imaginaba siquiera que lo que años más tarde iríamos descubriendo sobrepasaría todos los parámetros de la perversión. Como pensar que el profesor Fernando Ortiz, el hombre sereno y brillante que me entregó el dinero para que meses más tarde pudiera salir del país con mis hijas, sería asesinado a golpes y patadas en una cárcel secreta. Y que lo negarían una y mil veces a pesar de que las manchas de sangre por los golpes que le propinaron los agentes de seguridad que lo detuvieron quedaron por mucho tiempo en un poste de la avenida Egaña en Santiago.

Sí, es cierto, no todos mis amigos pensaban igual. Porque tu camino, Lumi Videla, se distanció del mío al unísono de tu opción por la revolución cubana como paradigma. A esa hermosa mujer de negra trenza y ojos más negros aún me seguía uniendo cada mañana la mirada cómplice, los sueños a medias, el rostro sin maquillaje y esa prisa incesante al dejar a nuestros hijos que ahora compartían juegos y caricias en el jardín infantil que se había transformado en su segundo hogar. Pero tú Lumi ya no estás. Te torturaron brutalmente para luego lanzarte a la embajada de Italia en Santiago cuando tu cuerpo frío y destrozado ya no podía responder. Lo mismo hicieron con Sergio, tu compañero… Pero para eso tendrían que transcurrir muchos largos días de horror.

Ese martes 11 de septiembre de 1973 el cielo estaba brumoso. Recuerdo nítidamente que en un minuto sentí frío, mucho frío. Y te lo comenté a ti amigo querido, ¿recuerdas? ¿Por qué no me respondes...? ¿Dónde están tus huesos? ¿Dónde los tiraron después de haberte torturado hasta la muerte?

Las caritas de sueño y ternura de mis dos hijas no me las pude desprender de mi retina esa mañana inolvidable. En la calle muy pronto los movimientos se asimilaban a los de un hormiguero en llamas. Nada quedaba de aquel 4 de septiembre de 1970, cuando en la noche se supo que Allende era el triunfador. Desde todos los rincones convergían los gritos, los carteles, los cánticos y sobre todo los rostros. Mujeres y hombres desdentados, con las manos partidas y edad incierta, entregándose a la embriagadora pasión de juntar sueños con realidad, lo impensado, y al ritmo del embrujo colectivo iban sacando risas escondidas que los volvían casi bellos a la luz de la noche. No hubo un solo acto de violencia aquella noche.

En solo mil días todo aquello desaparecía ante el paso de las tropas, los tanques que se apostaban frente al palacio presidencial y los bandos militares que a través de las ondas radiales nombraban a los más buscados y nos señalaban que el honor militar de aquellos que juraron defender la Patria había sido pisoteado. Había que hacer algo para impedir que lo que con tanto esfuerzo se construyó fuera sepultado. Por eso miles y miles partimos a nuestro sitio de trabajo.

Eso fue exactamente lo que hizo el gran Víctor Jara, quien no dudó un segundo y partió esa mañana del martes 11 de septiembre a ocupar su lugar en la Universidad Técnica del Estado.

No había estridencia ni en su canto ni en sus palabras. Transmitía una serenidad que envolvía y convicción de que era posible construir un mundo distinto. Con sus canciones, Víctor Jara nos invitaba a sumarnos a un río bullente de vida y no a una trinchera repleta de mártires de millones de sueños aplastados.

Siempre me impresionaron las palabras con las que describía la pobreza. No desde la caricatura amarga y estereotipada y menos de la postal de huasos y chinas coloridas. Había verdad. Una que yo bien conocía como hija de un obrero ferroviario y líder sindical. No es bueno tener hambre. Pero se aprende a controlar. Uno no se somete a ella sino que brega para saciarla y disfrutar de ese momento después del trabajo.

Aprieto firme mi mano/ Y hundo el arado en la tierra/ Hace años que llevo en ella/ Como no estar agotado/ Vuelan mariposas, cantan grillos/ La piel se me pone negra/ Y el sol brilla, brilla y brilla / El sudor me hace surcos/ Yo hago surcos a la tierra sin parar/ (El arado)

Voy a hacer un cigarrito sería para los jóvenes de mi época un himno de alegría que invitaba al amor. Un himno al que se agregarían más tarde Te recuerdo Amanda y muchos otros que alimentaron páginas memorables de sueños colectivos.

Me sumerjo en los recuerdos y hurgo en casilleros recónditos para descubrir los rostros de aquellos que fueron esculpiendo a la mujer y a la periodista que he sido y que soy.

Recorro rostros…, en cosa de horas fue la estampida. Una cacería brutal, imparable y silenciada por los medios de comunicación se desató ese mismo 11 de septiembre. Un hoyo negro que se tragó en decenas de campos de concentración y en la salida intempestiva hacia el exilio a miles de los que hasta hacía pocas horas formábamos casi una familia. Y están los que fueron torturados, asesinados y aún no los hemos encontrado…

¿Recuerdas amigo cuántas veces fuimos a trabajos voluntarios muy cerca de Lonquén? No sospechamos jamás que aquel paraje se convertiría en un símbolo del horror. Y eso ocurrió cuando en 1979 tuvimos que asumir que los primeros cuerpos hallados de nuestros desaparecidos habían sido arrojados vivos a una mina de cal en Lonquén. Los mismos cuerpos de campesinos que, una vez rescatados de la mina por la búsqueda incesante de sus familias y de tantos otros, agentes de seguridad los volvieron a arrebatar de los brazos de sus seres queridos para arrojarlos a una fosa común.

En esa iglesia, cuando ninguno de nosotros podía creer que existía tanta perversión en Chile, se escuchó tímidamente primero y potente después Plegaría a un labrador, en la voz de Víctor Jara.

Casi siete años más tarde de ese 11 de septiembre de 1973, cuando esperábamos estremecidos en esa iglesia de Santiago los cuerpos de los nuestros asesinados en Lonquén, hubo una persona que sí supo que Plegaria a un Labrador era el mejor canto de homenaje: monseñor Fernando Alvear. Cuando supimos que los cuerpos y los féretros no llegarían, que se los habían robado una vez más, el canto de Víctor sirvió para mitigar la ira e impedir que esa tarde otros hombres y mujeres engrosaran la lista de los muertos.

Con la voz de Víctor me zambullo de golpe en la efervescencia que se vivía en 1969 con el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena, donde se escuchó por primera vez Plegaria a un labrador. El diario El Mercurio la calificó de explosiva. Su dueño y director, Agustín Edwards, sabía de qué hablaba. Un año más tarde, el 15 de septiembre de 1970, Edwards se reuniría con el director de la CIA Richard Helms y llegaría hasta la Casa Blanca para gatillar la orden del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, y de Henry Kissinger para derrocar a Salvador Allende al costo que fuera.

Pero nada de eso supimos entonces. No sabíamos que el asesinato del comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, poco antes de que el Congreso de Chile proclamara presidente a Salvador Allende, fue un plan digitado por Estados Unidos y que muchos chilenos, incluido el dueño de El Mercurio, recibieron millones de dólares para impedir que Allende llegara a La Moneda y luego para derrocarlo.

Víctor Jara se interponía en sus planes. Por eso lo golpearon hasta cansarse cuando lo descubrieron entre los cientos de profesores y estudiantes de la Universidad Técnica que los militares llevaron como prisioneros al Estadio Chile, luego de tomar por asalto ese recinto universitario.

Recordar a Víctor Jara nos obliga a mirar de frente la dimensión de la pesadilla que se multiplicaba en esas mismas horas en miles de hogares. Revivir como si fuera una película y no la historia que viviste minuto a minuto del día en que te quedaste sin piso, sin techo y sin muros ni calor: a la intemperie.

Relata Joan Turner, la viuda de Víctor Jara: “Fue allí donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacían en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habían sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó; ‘¡Éste es Víctor Jara!’ Era un rostro conocido y querido por ellos. Mientras se preguntaban qué podían hacer, apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro y vio cómo un grupo de hombres de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allí el cuerpo de Víctor debió ser trasladado al depósito municipal como cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí”.

Y luego el momento en que Joan finalmente pudo encontrar el cuerpo de su amado en el Servicio Médico Legal: “En mitad de la larga fila de cadáveres descubrí a Víctor. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moretones en la mejilla. Tenía el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen; las manos parecían colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas; pero era Víctor, mi marido, mi amor. En ese momento también murió una parte de mí”.

Y habrá que recordar la historia increíble de la búsqueda de Joan para atesorar su último verso escrito en medio del infierno: ¡Qué espanto causa el rostro del fascismo! / ¡Canto qué mal me sales/ Cuando tengo que cantar espanto!/ Espanto como el que vivo/ Como el que muero, espanto.

El informe de su autopsia dice que Víctor Jara “murió a consecuencia de heridas múltiples de bala, las que suman 44 orificios de entrada de proyectil con 32 de salida”.

Víctor Jara fue sólo uno de los que marcaron con su vida y muerte a la Universidad Técnica del Estado. ¿Qué hacías tú mi querida Patricia en esas horas? No, ya no me puedes responder, pero ambas sabemos que era precisamente esa Universidad Técnica el lugar que había escogido Salvador Allende para entregar ese martes 11 de septiembre su mensaje al país llamando a un plebiscito con el que pretendía parar el Golpe de Estado. Su último intento por detener la máquina de muerte.

Esa es la imagen que me viene a la cabeza cuando me veo en un patio trasero del sindicato del diario donde trabajaba, observando petrificada los aviones que bombardean La Moneda con Salvador Allende en su interior. Junto a mí están varios periodistas. De ellos sólo quedan dos vivos. Cómo olvidar la alegría que experimentamos todos cuando Allende nacionalizó las minas de cobre explotadas por empresas estadounidenses. Y sin indemnización. Con el cálculo de las ganancias que se han llevado en estos largos años, dense por pagados, concluyó el presidente. Una osadía que el gobierno de Richard Nixon le haría pagar a sangre y fuego.

Cuando ese martes salí a la calle nuevamente y traté de llegar a mi hogar, me encontré con gente celebrando con champagne en la calle. Otros ya iniciaban la cacería que duraría 17 largos años.

El Poder Judicial, esos jueces que se supone deben proteger y garantizar el derecho a la vida como mínimo, se volvieron sordos, ciegos y mudos. Más de siete mil recursos de amparo fueron rechazados. Cuántos muertos menos tendríamos si los jueces hubiesen tenido un poquito de dignidad. Por eso me alegré aquel día en que uno de ellos me dijo al entrevistarlo: “Basta ya, señora, no me pregunte más por qué rechacé ese y ese otro recurso de amparo. No vi los expedientes. Eran ellos o nosotros. Y si…, me equivoqué, les creí cuando me decían que había un ejército en las sombras listos para matarnos a nosotros y a nuestras familias”.

No, no había ejército en las sombras. Sólo hombres y mujeres que luchaban por recuperar la libertad y los derechos conculcados.

Miro los archivos que he ido acumulando en estos largos años. Ahí están las historias de los desaparecidos y de sus torturadores y asesinos. Las de aquellos hechos prisioneros en una guerra que nunca existió y cuyos autos fueron entregados a los alemanes nazi de Colonia Dignidad. El laboratorio de armas químicas que fabricó la policía secreta de Pinochet y las toxinas con que se eliminó al ex presidente Eduardo Frei, el líder de la oposición en 1981. Y con las que también se asesinó a todo aquel que pusiera en peligro la máquina de muerte y relatara cómo torturaban en cárceles secretas para luego tirar sus cuerpos al mar.

Cómo olvidar al agente Andrés Valenzuela que un día de agosto de 1984 me buscó para confesar lo que en ese minuto lo tenía despertando y durmiéndose con olor a muerte, sin poder hacer el amor y menos tocar a sus hijos. Su relato, estremecedor, era la prueba de los crímenes contado por un protagonista al que hicimos salir del país. Pero los tribunales se negaron una vez más a escuchar y su silencio alentó nuevos crímenes. Porque poco después, en marzo de 1985, serían degollados mis amigos José Miguel Parada y Manuel Guerrero por haber tenido la osadía de ayudarme a reconstruir la historia y los miembros del Comando Conjunto, el escuadrón de la muerte de Pinochet al que perteneció Andrés Valenzuela.

Cuando años después de recuperada la democracia la justicia abrió ese proceso en el que se comprobaría que Andrés Valenzuela nunca mintió. Yo tampoco.

El enriquecimiento de una nueva casta surgida de las privatizaciones y de los robos fue otra de las páginas que en esos años se relataron. Partiendo por la fortuna secreta de Pinochet y que años después -cuando en 2004 se descubrieron sus cuentas en el Banco Riggs de Estados Unidos- se comprobaría que era mucho mayor que lo que habíamos revelado.

Decenas de periodistas batallaron duro para que la verdad emergiera y quebrara el pacto de silencio de los civiles y militares que detentaban el poder dictatorial. Como castigo hubo una persecución implacable, cárcel e incluso asesinatos. Y la mentira siempre presente. Se suicidaron, los mataron sus propios compañeros, fue un crimen pasional…

Años de intensa oscuridad y de solidaridad inolvidable. De gestos heroicos de miles de hombres y mujeres anónimas que aportaban un dato, una descripción, un nombre, formando una cadena que desembocaba en nosotros, los periodistas. Una gota en un río que fue aumentando de caudal hasta que ya no pudo ser contenido.

Imposible olvidar al verdadero ejército de la vida que fue el contingente de hombres y mujeres que trabajaron en la Vicaría de la Solidaridad y que enfrentaron todos los peligros y las amenazas para intentar día a día rescatar a más personas de la muerte. Al final, y sin quererlo, así se fue haciendo la historia de la represión, en dictadura. Por eso fue posible, una vez que la justicia decidió hacer su tarea, abrir los procesos y reconstruir cada historia. Nuestra historia está escrita en los tribunales.

Sí, ese martes 11 de septiembre de 1973 mi vida se partió en dos. Pude haber sido no sé qué clase de persona. Incluso una muerta en vida, como los muchos que bajo tortura hablaron y jamás se han logrado despojar de la culpa. ¡Cómo asesinaron tanto talento y vitalidad! Yo sobreviví. Soy parte de un río cuyo caudal nunca dejó de crecer… Si miro hoy hacia atrás no puedo sino sentir orgullo de esa identidad. Y comprendo que lo que he buscado obsesivamente no es sólo rescatar nuestra historia. El objetivo es entender cómo se arma y se engorda la máquina de muerte para estar alertas, para estar atentos a sus signos y detenerla a tiempo. ¡Para que nunca más! Porque en Chile no se volvieron locos súbitamente un puñado de militares y civiles ese martes 11 de septiembre.

Hoy, cuando otros escuadrones de la muerte desatan su furia en nuestro continente, entiendo que las experiencias nuestras pueden servir para cumplir mejor que ayer la tarea que como periodistas se nos impone.

Al conmemorarse estos 40 años del Golpe de Estado que partió la vida de mi país en dos, sé que nuestra historia no quedó sepultada. Menos muerta. Y entiendo que lo más increíble es que ha sido escrita por los ausentes y los presentes en una huella duramente forjada y que nos ha empujado a ser mejores de lo que realmente éramos y somos. Ahora serán otros los que con sus ritmos, voces y sueños particulares recogerán la posta. Pero esta historia continúa.

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