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Leer bien

Una nutrida reflexión sobre el 'buen leer', los tipos de lectores y lecturas, el autor de este artículo recorre autores salvadoreños y del mundo, de todas las épocas para invitar a releer sus ideas vertidas en 'El dudoso reinado de Roque Dalton', un artículo en el que cuestiona los cliché sobre el poeta salvadoreño del que una gran mayoría se declara hijo.

Miércoles, 18 de septiembre de 2013
Álvaro Rivera Larios

Alguien dijo una vez que una de las principales obligaciones de un escritor revolucionario era la de escribir bien. Y todos los retóricos de la antigüedad habrían estado de acuerdo con tal consejo. La crítica bien dicha, bien escrita, con las palabras adecuadas, llega con más fuerza al alma de quienes se pretende convencer. Los textos de Roque Dalton no habrían llegado tan lejos, si hubiera sido un pésimo escritor.

Y dado que cuando alguien lee, despierta la palabra dormida, podemos agregar otro principio a este decálogo: Una de las principales obligaciones de un lector revolucionario es la de leer mucho y, sobre todo, leer bien. Todos los retóricos de la antigüedad habrían aceptado sin problema este consejo.

Como algunos pistoleros de la izquierda desenfundan sus argumentos con la velocidad del rayo, les advierto que yo también estoy de acuerdo con que el sistema no tiene interés en que sepamos leer y argumentar bien, salvo dentro de los márgenes estrechos de una especialización.

Mientras no cambiemos las cosas y la lógica dominante sea esa, no habrá más remedio que buscar por nuestra propia cuenta, o en grupo, esa destreza que tanto nos hace falta como ciudadanos: la de leer y leer bien.

¿Qué significa leer bien? Vayamos por partes, una persona lee bien cuando es capaz de comprender la información y los argumentos que un texto transmite, pero no solo eso. Al buen lector se le exige que sepa evaluar la calidad (buena o mala) de tal información y tales argumentos. La buena lectura es activa y supone un diálogo crítico del lector con el texto.

Lo malo o lo bueno de este asunto, según se mire, es que el mundo de los escritos es variado: hay manuales de cocina, periódicos de derecha y de izquierda, novelas de vaqueros, instrucciones para montar una estantería, contratos bancarios que parecen laberintos y bellísimos poemarios que casi nadie lee, etcétera, etcétera.

En las instrucciones predomina la información administrada en frases claras y breves, en los periódicos abundan los datos y los argumentos explícitos y subliminales. Quienes explican dónde debe colocarse el primer tornillo, quien narra cómo el ciudadano Martínez fue objeto de un robo y el articulista que valora la política de seguridad del gobierno; todos ellos, como redactores, arman las frases con cierto estilo y a veces dicho estilo condiciona la lectura de la información. Un buen lector ha de saber cuándo en “la manera” de contar los hechos le quieren vender gato por liebre.

El estilo, por lo tanto, es una parte orgánica y decisiva de la comunicación y un buen lector tendría que saber evaluarlo junto a los datos y los argumentos.

Me preguntarán ustedes: ¿Y la poesía? La poesía puede transmitir información de variado tipo, pero no debería leerse como las instrucciones para montar una estantería. Un buen lector de poesía saborea y valora las palabras y juzga la arquitectura de su música y las múltiples visiones implícitas o explícitas que un poema puede contener.

Los pistoleros que desenfundan más rápido me van a decir que la poesía también es un arma y les doy la razón, pero, incluso cuando es un arma, la poesía no es un conjunto de frases cuya misión principal consista en detallar cómo se utiliza una lavadora.

Un lector completo sabrá valorar en los diferentes géneros de texto el respectivo predominio de los datos, la razón o el estilo. Generalmente, no suelen ir separados, pero generalmente es un error no saber cómo se articulan en cada tipo de escrito. Sería una equivocación, por ejemplo, exigirle precisión científica en el tratamiento de los datos históricos y antropológicos a un texto de Salarrué. Quien busque eso que acuda a otro género de libros.

Un creador literario puede trabajar con los “datos” históricos disponibles, pero, aunque lo haga con exactitud o falta de rigor, su principal cometido no es investigarlos con precisión metodológica sino que interpretarlos con las particulares armas del estilo y la imaginación literaria. Evidentemente al creador que pretende contarnos la verdad, podemos reprocharle que no se haya informado mejor o que nos ofrezca una interpretación dudosa de los hechos, pero si lo que hace es literatura, de muy poco valdrá que sea respetuoso con la verdad si al mismo tiempo descuida aquello que distingue a las bellas letras. Un historiador puede carecer de “elocuencia” y no pasa nada o casi nada; en cambio, un literato sin elocuencia es un fracaso.

Hay lectores prácticos a quienes les sobra el estilo y que solo se sienten satisfechos si el libro les proporciona una información clara y manejable. Ese tipo de lectores le exige a la literatura eficacia comunicativa, olvidando que dicha eficacia también depende de las estrategias del estilo.

Cada tipo de texto exige, por lo tanto, una táctica de lectura especifica. El buen leer no existe en abstracto.

Los antiguos griegos buscaron un equilibrio al tratar aquellos discursos en donde entraban en juego la razón y el estilo, y curiosamente destacaron la importancia del estilo desde un punto de vista práctico. Fuera de los recintos académicos: en las calles, en los juzgados, en las plazas, en las asambleas, la verdad no triunfa si al mismo tiempo no convence. De ahí la importancia de que la buena razón vaya acompañada de la buena elocuencia.

En nuestro medio abundan los lectores que se manejan con torpeza en los dos terrenos: no leen bien los argumentos ni comprenden el valor del estilo. Entre las respuestas que ha recibido mi último artículo, El dudoso reinado de Roque Dalton, hay un par que me desconcierta por su carácter superficial. Un lector me acusa de querer restarle importancia al poeta y afirma que después de él la poesía salvadoreña es otra. Y es al contrario: porque valoro mucho a Roque Dalton, lamento que su magisterio más lúcido apenas se note en la poesía salvadoreña de los últimos treinta años (al menos esa es mi opinión, mi hipótesis). Una sociedad como la nuestra, con su burdo y tosco juego de máscaras, continúa necesitando poetas satíricos, mordaces, teatrales y lo que ahora prevalece es una poesía mono tonal y elegante a la que le hace falta una buena carga de ironía. Y aquí no se trata de escribir como Roque Dalton ni de promover daltoncillos mediocres, se trata de asimilar lo mejor de su espíritu creativo y de su actitud ante el mundo, pero no para repetirlo. A los autores inimitables los acaban desprestigiando sus malos imitadores.

Hay otra persona por ahí que afirma sin ningún rubor que Masferrer es mejor literato que Salarrué. Masferrer fue un ciudadano activo con ambiciones filosóficas que reclaman, por cierto, una nueva valoración. Dicho esto, y sin restarle valor, él destacó más como un divulgador de ideas. Como autor de ficción no me atrevo a valorarlo, solo puedo decir que Salarrué consta en las historias de la literatura latinoamericana y don Alberto consta modestamente en la historia de las ideas y eso implica que sus posibles méritos literarios aun no tienen la resonancia continental que poseen los de Salarrué.

Esa persona de la que hablo puede preferir los ensayistas a los narradores y tiene toda la libertad del mundo para hacerlo. Es cierto que ambos, Salarrué y Masferrer, eran hombres de letras, pero también es cierto que ambos frecuentaban diferentes géneros de la escritura. Masferrer, aunque tuvo escarceos narrativos, se decantaba por el pensamiento literaturizado y, en algunos casos, por las ideas a secas; el territorio de Salarrué era el de la imaginación que gira en torno a la tierra y los misteriosos viajes del alma. Salarrué fue un músico de la palabra mestiza; Masferrer un ciudadano que amaba más el pensamiento. No podríamos desvalorizar a Salarrué porque fuera un ensayista mediocre, no era ese su género; ni desvalorizar a don Alberto, el político pensador, porque careciera de una ficción brillante.

Todo juicio, toda opinión, deberían ser el resultado de una labor ponderativa, de un examen cuidadoso de las semejanzas y las diferencias, de los pros y los contras. Las afirmaciones contundentes y provocadoras vienen bien para impresionar al foro, pero, si carecen de matices, le van mal al pensamiento, es decir, a la razón pública.

Todo el mundo quiere buenos poetas, buenos novelistas, buenos autores de artículos periodísticos, pero nadie se preocupa de exigir buenos lectores. Si no somos capaces de leer con atención un argumento relativamente sencillo y si no somos capaces de cuestionarlo con rigor y honestidad intelectual ¿Cuáles son nuestros mecanismos de defensa ante los grandes discursos que nos pretenden manipular? Por eso digo que un lector, como ciudadano, tiene la obligación de leer bien y de leer bien diversos géneros de escritos.

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