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'Un periodismo valiente, lleno de datos, pero que no esté bien escrito, no me interesa'

Durante una hora de conversación en su reciente visita a El Salvador, uno de los cronistas más renombrados de Latinoamérica y que este año ganó el Premio Ortega y Gasset con su crónica La travesía de Wikdi, explica en qué consiste eso que escribe, eso que se llama crónica.

Lunes, 12 de agosto de 2013
Óscar Martínez

Alberto Salcedo Ramos. Foto cortesía de Guacamole project/FNPI
Alberto Salcedo Ramos. Foto cortesía de Guacamole project/FNPI

A riesgo de decir algo ya dicho: en Alberto Salcedo Ramos hay algo garciamarquiano. No es que se parezca a uno de sus personajes, o que tenga cabida en una de sus novelas –aunque esto último podría ser-, sino que hay algo en él, en su charla, que le hace a uno pensar: este señor amable y campechano es de por allá de por donde es García Márquez. Hablar con este hombre de 50 años debe ser parecido a hablar con ese otro hombre al que nunca he conocido. El colombiano Alberto Salcedo Ramos, un cronista respetado y premiado como pocos en Latinoamérica, un escritor de no ficción al que en estos tiempos de internet ya no es necesario presentar, que permite la cómoda solución de recomendar al lector que ponga su nombre en Google o que vea su perfil de Wikipedia, es paradójicamente uno de esos cronistas formados en el papel, en la historia popular, en la florida tradición oral, en el relato de abuelos, entre los teléfonos descompuestos del boca a boca de los pueblos. Si uno le pregunta algo a este cronista, sea acerca de las reglas de este oficio o de los vallenatos de Cartagena, es muy probable que él conteste con una anécdota que vio en lugares que suenan a lugar perdido, a Macondo, que conteste con una historia que le contó un campesino del Chocó o un boxeador en decadencia o un salsero portentoso, que conteste con un dicho tan chistoso como sabio que uno intenta memorizar para decirlo alguna vez en una reunión de amigos. Pero aunque eso pasara -aunque uno lo memorizara-, no sería lo mismo. Uno no viene de ahí. “Pertenezco a una generación que enamoraba con papelitos”, se reconoce él mismo.

Cuando Salcedo Ramos, allá en los 70 empezó a escribir crónicas, nunca vio sus textos publicados en revistas prestigiosas, internacionales, de papel lustroso donde a la par de un relato de poblados recónditos puede aparecer la publicidad de una modelo reluciente allá arriba de sus tacones. Es un cronista de los de antes –aunque muy actualizado en su Facebook-, que dice que él escribe la realidad como cuento porque así la ha contado siempre y así se la han contado a él. Unos dicen que la crónica periodística, ese escrito donde hay personajes más que fuentes, escenas más que pura suma de cosas –un cadáver, dos policías, un forense-, conversaciones y no solo entrevistas, es el género más poderoso de este oficio de periodismo. Otros creen que es solo una manera de enredar las cosas, de decir con lujo de detalles y de metáforas lo que se podía decir en unos cuantos párrafos. Los maestros del género, una mezcla de escritores y periodistas, dicen de la crónica cosas como que es el ornitorrinco de la prosa, ese animal raro pero fascinante, que es literatura bajo presión, que es un cuento con puros hechos reales, que es el oficio de entender y explicar qué diablos significa la noticia de portada que apareció hace unos días. Alberto Salcedo Ramos es ya uno de esos maestros, la mayoría reunidos en la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. El mes pasado estuvo en El Salvador invitado por la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES), y fue entonces cuando entre anécdotas salcedorramescas accedió a debatir sobre ese ornitorrinco.

¿Has tenido momentos de crisis con el género? ¿Ha llegado el momento en el que te has preguntado qué carajos es esto tan largo que escribo, qué es esto de construir personajes y no simplemente citar fuentes? ¿No te han dado ganas de volver a ser watchdog, reportero clásico, escritor de párrafos?
Mira, con el género nunca he tenido tantas crisis, sino con el periodismo en general. Recuerdo cuando empecé a hacer mi trabajo como periodista, ganaba muy mal, muy mal. Era reportero de un periódico y me pagaban horrible. Descansaba los jueves. Trabajaba sábado y domingo y tenía una hija de año y medio. Entonces era el patito feo de mi familia. Mis tíos son personas muy sencillas, muy elementales, del campo, y los fines de semana toman trago. Yo siempre era el que no podía estar en las reuniones, el que no llegó al cumpleaños, el que tenía que hacer un turno de noche. Ahí había una crisis. Recuerdo que una vez un tío me dijo: “Pero si al menos ganaras bien, pero tampoco ganas bien, no entiendo”. Sentí un poco de crisis con el trabajo que tenía en ese momento, no con las ganas de escribir que yo tenía. Un día me mandaron a hacer una visita a Ecopetrol, la empresa que explota el petróleo en Colombia. Fui a un campamento petrolífero en Santander, el oriente colombiano, y llegué, me hicieron quedar en unas habitaciones. En esa época, la empleada del servicio de ese campamento petrolero, la que barría el sucio, ganaba cuatro veces lo que yo ganaba en El Universal de Cartagena. Me sentí mal. Como si ahora estuviera ganando 300 dólares. Pero yo tengo en mí una veta que hace que me quite de encima las presiones que no me sirven, y surgió en mí una voz que me dijo: “No te preocupes por esa mierda, de todos modos te gusta hacerlo, te gusta escribir, escribe y ya”. Me resigné a que nunca iba a ser un hombre millonario, me resigné incluso a que nunca iba a poder comprar una casa, con tristeza me lo dije. Con los años me di cuenta de que la cosa me funcionó. Con el género, con la crónica, no he tenido crisis, sino con sitios de trabajo.

A veces, cuando escribís una crónica, ves la retroalimentación de los lectores, y muchos comentarios van por la línea de: ¿por qué arman toda la novela? ¿Por qué lo cuentan como cuento? ¿Es esto un invento? Cuando vos leés eso, ¿no te ahuevás un poco?
No, no me ahuevo, porque yo no escribo para ese lector intemperante que no quiere leer. Además que siempre va a haber un lector inconforme que diga dos cosas que son altaneras o agresivas. Nunca me he ahuevado. He hablado con amigos míos lo importante que es no estar pendiente de los foros, y eso que a mí me tratan muy bien en los foros, pero no puedo dejar que eso me desbarate o me quite las ganas de escribir. Yo no tengo crisis con el género. La única crisis que tengo a estas alturas es que a veces me toca hacer cosas que no me gustan y que me ayudan a cuadrar la caja.

¿Por ejemplo?
De pronto una empresa grande de Colombia quiere hacer un libro de lujo para regalarles a sus clientes en diciembre, pues escribo los textos y me gano un buen dinero, aunque no figure en los créditos. Pero eso me ayuda a cuadrar la caja.

Recuerdo que cuando tuve mis primeros acercamientos a las grandes revistas latinoamericanas de la crónica, no me importaba tanto de qué iba a escribir, sino que iba a hacerlo en esa revista, así fuera sobre una silla o cualquier evento intrascendente. Vos que te topás en tantos encuentros de cronistas con mi generación de colegas, los que rondan los 30 años, ¿no percibís a veces una banalización de la herramienta, una obsesión por la herramienta de moda, un desinterés por el fondo y un apego enfermizo por la forma?
Tengo una suerte con eso, y es que yo cuando empecé a hacer crónica a mediados de los años 80, nadie hablaba de la crónica como una moda, para nada, no existía Etiqueta Negra ni Gatopardo. No había una presión, yo las hacía porque quería, porque me gustaba. Yo pensaba en libros, ya yo tenía un proyecto personal, y hay un libro mío de comienzo de los 90, que se llama Diez juglares en su patio. Lo escribí en compañía de un amigo hermoso que tuve, que se murió prematuramente, Jorge García Usta. La primera edición nos la editó una lotería, porque el gobernador era amigo de un amigo, entonces imprimieron 3,000 ejemplares y nos regalaron 1,500 a cada uno. Nosotros los vendíamos. Él vendía muy bien los de él, y yo los míos los regalaba, porque nunca he sido muy bueno para el comercio. Yo disfrutaba escribir. Ahora, a ti te tocó de pronto la onda en la cual se habla de la crónica como algo que da sex appeal, eso a mí no me tocó ni de cerca.

Sin embargo, veo que esa onda de sex appeal la has sentido cerca. A veces, contás la anécdota del joven periodista que se te acercó a preguntarte cuánto pagaban por una crónica, a lo que vos respondiste preguntando que acerca de qué quería escribir él, a lo que él contestó que no sabía sobre qué escribir, que primero quería saber cuánto pagaban por una crónica y luego decidiría si la escribía o no.
Sí, claro, es que es terrible. Cómo averiguás cuánto vale una cosa cuando ni siquiera la has hecho. Eso está bien para alguien que quiera hacer embutidos, salchichas, que quiera vender salsa de camarones o un nuevo dentífrico o una salsa de tomate, que haga ese estudio esa persona está bien, pero no para alguien que quiere escribir, o que dice querer escribir, pero no escribe. Me contaba un amigo en Colombia, que él tenía un amigo a su vez que le decía estar triste porque no podía escribir, que ese era su sueño. Mi amigo le preguntó: ¿Por qué no escribes? El amigo contestó: Porque mi nevera está vacía casi siempre, quiero verla llena, saber que hay comida, para estar tranquilo y escribir. Si yo tuviera un trabajo fijo, un sueldo mensual, pudiera escribir. Mi amigo hizo lo posible por conseguirle un trabajo fijo, para que pudiera escribir. Cuando le consiguieron el trabajo, ya no escribía porque estaba trabajando. La conclusión es muy simple y obvia: el tipo no quería escribir. En el mundo, como dice García Márquez, hay dos clases de escritores, los que escriben y los que dicen que quieren escribir.

Muchas veces en esos foros, cuando en las noches nos reunimos a conversar siento lo que siento en este momento, que hablo con escritores, no con periodistas.
Es posible, porque nos hemos formado de una manera. Yo soy un gran lector, me ufano de los libros que he leído. Y te digo una cosa que va a sonar un poco fundamentalista, pero te la digo de todo corazón: a mí, un periodismo valiente, arriesgado, maravilloso, lleno de datos, pero que no esté bien escrito, no me interesa ni remotamente. En Colombia hay un escritor que no voy a mencionar que es best seller, pero para mi gusto no tiene buena prosa, por eso no lo leo. Yo necesito que tenga buena prosa, necesito que eso me embruje, me hipnotice. Si no está bien escrito, no existe.

Te pongo la regla sobre la mesa: corregime cuando querás. La prosa es una herramienta al servicio de tu reporteo. Si Kid Pambelé aceptó que fueras durante tantos meses parte de su paisaje, si Magaly Peña aceptó contarle a Roberto Valencia durante más de un año las repercusiones más íntimas de la violación tumultuaria que sufrió, vos como cronista no tenés opción, no tenés derecho a escupir el texto sobre la página.
Entonces yo lo que te puedo decir es el revés de lo otro. Si está bien escrito, pero no está bien investigado, no me interesa, pero ni remotamente. Si vas a hacerme cuatro metáforas para suplir los datos que yo demando como lector para quedar bien informado, no me interesa. Debe haber un balance entre la investigación y la escritura. No me basta con que esté solamente bien investigado ni solamente bien escrito. Tiene que haber un balance.

Si nos pusiéramos a improvisar un decálogo de reglas del cronista ahora mismo, dijeras que entraría en él cambiar cosas con sus textos.
¿En qué sentido?

Mejorar la vida de alguien, cambiar cosas, retirar corruptos, ayudar a alguien.
Sí… Bueno, te voy a decir algo, yo nunca me he puesto sobre los hombros la presión de ayudar a alguien, pero sé que cuando uno escribe hace visible algunos problemas sociales, y en la medida en que los hagas visibles, se pueden dar situaciones en que se le mejore la vida a esas personas. Me ha pasado con mucha frecuencia, y es parte de lo que le agradezco a mi oficio. Te lo voy a contar con ejemplos. En el año 2009, yo fui a Cartagena, la idea era llegar a El Salado, un pueblo que queda a hora y media de Cartagena, un pueblo muy atrasado. En ese pueblo los paramilitares cometieron una masacre tenebrosa, murieron 66 personas en el año 2000, yo fui nueve años después. La gente ya había vuelto al pueblo, porque hubo un éxodo después de que mataran a las 66 personas. La gente abandonó sus tierras a merced de la maleza y los insectos. La gente se fue a las ciudades a pasar hambre, porque tenían miedo de que regresaran los verdugos a seguir matándolos. Cuando yo volví ya había vida en el pueblo, energía eléctrica, colegios. Los primeros que se fueron del pueblo en el 2000, tras la masacre, fueron los profesores, vieron que no había garantías para dictar clases. Los niños de El Salado no podían estudiar. Una mañana cualquiera, una niña de ese colegio, llamada María, tenía como 10 años, tuvo la idea de jugar a ser maestra con unos niños más pequeños que ella. Una madre vio eso y también le mandó al hijo suyo, y otra madre, hasta que la niña de 10 años tenía a su cargo 38 niños. Se convirtió en la seño Mayito. El caso llegó a televisión y conmovió al país. Una niña de 10 años, en vista de que no había profesores, estudiara para enseñar ella. La niña se volvió una especie del símbolo del horror, de que esta situación estuviera pasando, era horrible que ella tuviera que suplantar a unos profesores que sentían que no había garantías. A la niña le dieron el premio de mujer del año, la retrataron con el presidente de la República, le dieron un trofeo en el periódico más importante de Colombia, la convirtieron, muy a su pesar, en una especie de vedette, de ícono del momento, la rockstarearon, como dicen en México. Nueve años después, cuando llego a hacer mi crónica, iba con la idea de la niña. La encontré convertida en una muchacha de 20 años que estaba descalza, que no había podido almorzar a pesar de que eran las 4 de la tarde, que estaba triste, que tenía los ojos llorosos porque su gran sueño era ser maestra y no lo había podido cumplir porque no tenía dinero. En Colombia le pusimos atención cuando jugaba a ser maestra, pero no cuando verdaderamente quiso ser maestra. Creamos una parodia de solidaridad para aliviar nuestra conciencia. Lo que verdaderamente nos gusta en Colombia no es que nuestros niños estudien, sino que jueguen a que estudian. Yo hice eso, causó mucho impacto, surgieron mesías y la niña ahora está estudiando. Cada vez que eso pasa, y me pasa mucho cuando escribo porque me gusta abordar temas sociales, me pongo muy contento y siento que estoy contribuyendo, pero no es mi idea principal, no es ahí donde pongo el foco.

Te hago esta pregunta para provocar, sin intención de ofender a los aludidos. ¿Por qué un gran cronista o una gran cronista que tiene una pluma excelente, que investiga impecablemente, que sabe hablar con la gente, que la gente le escucha y él o ella entienden a la gente, por qué esa persona que vive en este mismo mundo que se despedaza y se va a la mierda, puede tomarse un año para escribir sobre una vaca o sobre la cortina de un teatro o sobre un entrenador de delfines? ¿Qué te da derecho a eso? Como periodista, como alguien que se supone le debe algo a la sociedad, ¿qué te da derecho a escoger esos temas?
Te voy a responder con una frase que parece grosera, como dicen en España: porque les sale de la punta de la polla o les da la gran puta gana de escribirlo. Y eso también es un derecho, allá los editores. A mí me gusta escoger los temas que sean relevantes socialmente, donde haya conflicto, donde pueda dejar memoria de mi país o de mi entorno cultural, pero que me impresionan. No me gusta soplar pompas de jabón y hacer jueguitos con luces de bengala, sino ocuparme de temas en los que haya un reto para mí y que al yo atenderlo contribuya a de pronto dejar una reflexión sobre mi época, sobre mi tiempo, sobre mi lugar.

Hago el intento de agregar un postulado a tu frase: si algo está bien investigado y mal escrito, no te interesa; si algo está bien escrito y mal investigado, no te interesa; si la selección de un tema de periodismo, resalto, de periodismo, te parece irrelevante, aunque esté bien investigado y bien escrito, ¿te interesa? ¿Leerías un excelente artículo sobre la tenaza izquierda del cangrejo de Castilla?
Sí, porque en ese caso lo que quiero ver es el espectáculo de una inteligencia que arroja una luz donde yo no había pensado que fuera posible arrojar esa luz. A mí no me gusta la tauromaquia, no me gustan los toros. Ojo, no tengo reparos de tipo moral, a mí el toro me gusta mucho cuando está servido en mi bandeja. Pero hay escritores taurinos que venero, amo, escriben sobre eso con una gracia maravillosa. A mí me gusta mucho el autor que me muestra ventanas donde yo pensaba antes que había muros. Autores que te hacen ver lo que no habías visto antes. Visiones inesperadas, una reflexión que tú no creías posible. Hace como una o dos semanas leí un tweet de Juan Villoro, que no creo recordar textual, decía algo así como: Picasso era un hombre tan adinerado que incluso tenía cuadros suyos en el estudio.

Dejame seguir intentando explicarme. A veces me parece que los cronistas somos parte de un gremio de periodistas entre los que muchas veces las grandes reglas nobles del periodismo se esfuman. Y entonces surgen argumentos como: es que era importante para mí, es que yo me estaba buscando a mí mismo, es que era un intento por entenderme, por explorarme. Cuando escuchás esos argumentos de tus colegas, ¿no te dan ganas de ponerte bravo?
Yo los respeto, pero sí puedo decirte que no comparto para nada una cierta visión de superioridad del género en relación con el resto del periodismo. No sé si conoces una diatriba que escribió Martín Caparrós contra los cronistas, hace como cuatro o cinco años. Yo la comparto, la podría suscribir. Si Martín me la regalara y me dijera fírmala, yo la firmaría. Ya hay cronistas que posan como si estuvieran frente al escultor que está esculpiendo su imagen con mármol de Carrara. Creo que hay mucho ego. Cuando fuimos a México, Mónica González (fundadora del periódico de investigación chileno Ciper), que no es precisamente una cronista, sino una investigadora muy seria, muy buena, ella dijo eso, y lo dijo sin el ánimo de pelear. Hay mucho divismo, hay mucha pose, mucha pose, mucha pose, mucha pose.

Sin embargo, vos, orgulloso cronista, en lugar de escribir: Niño del Chocó camina cinco horas para ir a estudiar, escribiste La travesía de Wikdi, una larga crónica. Aunque suene a pregunta tonta, la hago: ¿por qué?
Cuando un periodista convencional se encuentra con el caso del asesinato múltiple de la familia Clutter de Estados Unidos, lo que sale de ahí es “Asesinan a acaudalado granjero y tres de sus parientes”, pero cuando se lo encuentra Truman Capote, es A sangre fría. El reto del que llega después, el reto de uno como cronista es meterse por los intersticios de Wikipedia y de Google Noticias, es ir más allá, buscar otra cosa. Creo, como dice Cristian Alarcón, que la crónica es la versión inesperada de los hechos que uno ve en la prensa. Lo que me importa es tu manera de mirar, cuál es el cuento que me vas a contar, dónde te vas a parar para ver algo distinto a lo demás. Y eso no genera ningún conflicto de ficción, se hace desde la no ficción. Pongo un ejemplo: todos los hombres que le dicen a su novia: tú eres la mujer más bella del mundo, tienen razón, todos están diciendo una verdad incontrovertible, no hay manera de desmentir eso. Si ahora mismo un tipo en Alemania le está diciendo a su novia en alemán que es la mujer más hermosa del mundo y otro en mi ciudad, Barranquilla, se lo está diciendo a su novia, eso es verdad, eso es indiscutible. Pero un hombre que le diga a su mujer: eres la mujer de mi vida, te amo, me voy a casa contigo, y es mentira, ni la ama ni se va a casa con ella, ese no está hablando en términos metafóricos, ese no está diciendo verdades, ese está alterando los hechos, ese está siendo mentiroso, porque está alterando la información.

¿Un cronista se puede inventar personajes?
No.

¿Un cronista se puede inventar hechos que no sucedieron y adjudicárselos a sus personajes?
No. Te voy a contar algo. Yo tengo una crónica sobre un personaje que se llama Diomedes Díaz, es un cantante colombiano, no pude hablar con él porque él no quiso. Y al final yo me invento un monólogo de él pensando por qué no me va a dar la entrevista. Me tomo la licencia, pero le advierto al lector: ese monólogo no es de Diomedes, sino de un cronista que se está tratando de explicar por qué el personaje no habló. La imaginación no es el pecado, el pecado es la falta de transparencia en el pacto con el lector.

La honestidad como el principio intocable.
Sí. Yo te digo algo, hay unos pactos sagrados. Pues con el lector hay un pacto tácito. Él asume que va a comprar algo porque le van a contar algo de la vida real, algo que pasó. El lector no lo llama a uno para preguntarle si es verdad, pero muchos de ellos temen que no lo sea, es algo que está en el ambiente. Hay un pacto que nosotros tenemos establecido como usuarios del servicio de aviación con las aerolíneas. Cuando nos subimos a un avión no entramos a la cabina del piloto para preguntarle si de verdad sabe manejar el avión. Yo nunca he entrado: “Señor, ¿es verdad que usted maneja? ¿Me permite su licencia de conducir?” Parto de que sabe manejar el avión. Bueno, es un pacto parecido al que tenemos con el lector. Por lo tanto, adulterar la información es hacerle trampa.

Sigo con mis preguntas, aunque no dejan de sonarme demasiado en bruto. ¿Cuál es el código ético de un cronista? ¿El de un periodista? ¿El de un escritor? ¿El encuentro de ambos?
A un escritor yo le pido que sea verosímil. A un periodista le exijo que sea veraz, que los datos sean verificables, verdaderos, sólidos, precisos. Verosímil es que además deben parecer verdaderos. Te pongo un ejemplo: a Álvaro Uribe, el expresidente colombiano, el presidente más obsesionado con el tema de la seguridad, el que convirtió la seguridad de los colombianos en una cruzada de tipo político y casi religioso, algo medio fanático, le robaron la billetera, en medio de un consejo comunal en Bucaramanga, le robaron la billetera. Yo necesito los detalles para entenderlo, que hablen con la persona, le pregunten cómo fue, entender. Gabo decía que cualquiera pone a volar a Remedios La Bella, como él la hizo volar en Cien años de soledad, pero que no a cualquiera se le puede creer que voló, y que Remedios La Bella simplemente ascendió al cielo porque estaba envuelta en unas sábanas blancas. Con unos vuela, con otros no. Al periodista, además, se le exige veracidad. Si me dices que tal pueblo tiene 3,000 habitantes, pero resulta que tiene 700, estás atentando contra un dato.

¿Vos creés que si has reporteado una nota, si has andado paseando un día por ahí, podés escribir una crónica?
Yo te digo algo: yo doy el salto a la escritura cuando siento que estoy cubierto por la información que he acumulado. Si no tengo una buena investigación, aunque escriba bien o mal o regular, no me voy a sentir seguro para empezar a escribir. Yo hago una analogía entre el mal reportero y el mal boxeador que no va a entrenarse. Es un boxeador que está escupiendo sobre su oficio, y que cuando va al ring, el ring le cobra. Lo mismo pasa con el reportero que no investiga bien, cuando publica las historias, el periódico le cobra.

Sería rarísimo sentarse a describir a una persona durante varias páginas, como si la conocieras, si solo hubieras conversado con ella durante 20 minutos, por ejemplo.
Eso sería un despropósito. Aunque en Colombia hay un caso de un periodista que fue al aeropuerto de Madrid y escribió un libro que se llama España íntima. El tipo iba para Francia, el avión hizo escala en Madrid, y en las dos horas que esperaba el vuelo escribió España íntima. Es una exageración, pero las hipérboles también sirven.

Y es que todo se encadena. Es diferente, creo yo, la responsabilidad de escribir si tu personaje te dedicó 20 minutos que si te dedicó días, meses de su tiempo, de su intimidad.
Es diferente, totalmente diferente, lo que no da una excusa para escribir mal lo otro. Yo hago la crónica porque es afín a mi naturaleza, me parece más fluido para mí engranar en ese género donde tengo que hacer lo que hago desde que era niño, contar historias.

Dejame recordar un punto de tus Consejos para un joven que quiere ser cronista, que es en el que les exigís que no aburran a su lector, y queda sonando como un eco en la cabeza, no aburrás al lector, no aburrás al lector.
Sobre eso, Woody Allen tiene una frase que me encanta: todos los estilos son buenos, menos el aburrido.

Aunque no deja de estar por ahí el fantasma de la comodidad, ese que no he sabido explicar en esta plática. No aburrir como bandera, así el tema sea de una intrascendencia soberana, un relax antes de dormir.
La idea no es que te relaje, puede ser que te abofetee. Si yo te pego una bofeteda, créeme que no te vas a aburrir tampoco. Que te sacuda, que te estremezca, que te haga interesarte el texto, que no te deje igual a como estabas antes. No hay nada más terrible que un autor que no te interese, que no te sacude, no te produce frío ni calor, no te dan ganas de leerlo ni de putiarlo. Porque hay algunos autores que no te gusta lo que dicen ni cómo lo dicen, pero que no los puedes ignorar, los lees aunque sea para pelear, porque saben provocar.

Tomás una posición. Alguien dijo bien que entender es un acto político irreversible.
Yo creo que una de las funciones de la crónica es ayudar a entender, sin duda.

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