El Ágora /

'Nicaragua es un escenario donde siempre se presenta esta obra: la ambición de la democracia destronada por el caudillismo'

Entre la ficción literaria y la gesta revolucionaria, Sergio Ramírez ha intentado dibujar a Nicaragua y Centroamérica según sus experiencias y percepciones. Retirado del púlpito de político y revolucionario, pone sus esperanzas en los jóvenes nicaragüenses para procurar que la rueda de la corrupción y la frustración de la ambición por la democracia que gira sobre ese país por fin se rompa.

Lunes, 8 de julio de 2013
María Luz Nóchez
El escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes 2018, fue vicepresidente de Nicaragua entre 1985 y 1990, y candidato a la presidencia en 1996. Foto Archivo/Mauro Arias
El escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes 2018, fue vicepresidente de Nicaragua entre 1985 y 1990, y candidato a la presidencia en 1996. Foto Archivo/Mauro Arias

Su actitud es serena, y aunque su rostro no parece alterarse no puede evitar el tono indignado de su voz al hablar de la situación en Nicaragua, país al que encaminó hace 30 años a una revolución que se quedó, según él, estancada en la ideología. Le indigna la postura, que define como descarada, de la izquierda que predica Daniel Ortega, de quien fuera su vicepresidente entre 1985 y 1990, y asegura que los déficits que ha provocado su gobierno son los que mantienen al pueblo sumido en un conformismo que los hace olvidarse de la democracia: 'En Nicaragua ahora hay beneficios tangenciales, pero es como pretender curar una pulmonía con una aspirina'.

Es abogado, periodista y uno de los protagonistas de la revolución nicaragüense que derrocó la dictadura de Somoza. Pero para Sergio Ramírez el rol principal que ha marcado su vida es el de escritor, y ve todo lo demás como esferas paralelas de su vida que no tendrían sentido si no se dedicara a escribir libros. Le apasiona la literatura y en su afán por promover a Centroamérica como una entidad cultural, se ha convertido en el mecenas y gran difusor de la narrativa y la poesía de la región, por medio de iniciativas como las revistas electrónicas Carátula y El hilo azul, y de la extinta revista experimental Ventana.

Muchos reconocen en la narrativa de Ramírez un intento por contar su visión de la historia de los fracasados y es precisamente eso, recogido en su nuevo libro de cuentos, lo que lo trajo a El Salvador. En 'Flores oscuras' el escritor dibuja a esos personajes que pasan inadvertidos en la vida, de los que a nadie le interesa hablar, circunstancia con la que confiesa sentirse fascinado. El Faro habló con él durante su gira por San Salvador, el pasado 27 de junio, y además de explorar en ese universo construido a través de sus libros, Ramírez dibuja una Nicaragua cercenada por una izquierda embebida por el poder y la corrupción, 'una pieza teatral en donde lo único que cambia es el vestuario de los actores'.

Como periodista su rol ha sido más bien complementario. Para librarse de escribir literatura que apoye tesis políticas, vuelca sus opiniones en El Boomerang semanalmente. Así como le preocupa la promoción y la calidad de las letras en la región, también está comprometido con el mejoramiento del periodismo. Es parte de la junta directiva y maestro de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, y a pesar de ser de la vieja escuela del periodismo está consciente de que es a través de las nuevas herramientas digitales y la investigaciónn que los medios van a salir a flote de esta crisis: 'La única manera en que los periódicos impresos van a poder sobrevivir es buscando ángulos distintos de la noticia que solo el periodismo analítico de fondo puede dar. Los periódicos van a tener que restituir los equipos de investigadores. Eso está cantado para mí'.  

En primera persona

Soy un escritor, un universo, un escritor que defiende su territorio, su oficio. Dentro de 100 años, me gustaría me reconocieran como un escritor que alguna vez pasó por la política, y no que digan que fui un político que también escribía. Estoy convencido de que el papel del escritor es trascendente y mi peor arranque de vanidad me llevaría a querer que un día algún político fuera mencionado como pie de página en algo que se dijera sobre mí como escritor, porque creo que los escritores trascienden más que los políticos, que tienden a ser más circunstanciales.

Mi literatura está comprendida de un menú de recuerdos, memoria, experiencias, historias presentes, lo que leo, lo que veo, percepciones, sensaciones. Ese es el universo que alimenta la escritura y esa es la palanca para transformar el plano objetivo y subjetivo de la realidad en imaginación. No hay que olvidar que sin literatura no hay lenguaje, entonces ser un creador de lenguaje es lo más difícil. En los últimos años he generado un lenguaje para niños. Me gusta mucho comunicarme con ellos y captar su atención es la gran prueba de un escritor, y he tenido éxito. La necesidad de escribir para niños viene de tener nietos, de traducir a la escritura lo que uno les cuenta e ir elaborando a partir de lo que les cuento a ellos.

Usted ha dicho que escribir supone una necesidad. ¿Cuál es la necesidad que usted no ha logrado satisfacer todavía?
Esta necesidad se alimenta sola. La literatura es un oído infinito, uno no puede decir que tiene una lista de temas para el resto de su vida, los temas van bifurcándose, van apareciendo nuevos... es inagotable. Nunca podría decir “no tengo más que decir, ya todo lo tengo dicho”, eso es imposible, no hay un momento de callarse.

¿La política es un tema sobre el que le queda mucho por decir?
Rubén Darío decía que en la literatura hay política, porque la política es universal, como es universal la muerte, la locura, el amor. Mi vertiente hacia la política pasa necesariamente por el poder como una fascinación. Por eso yo he decidido agarrar este toro de la política por los cuernos del poder. 

Cuando usted dice “uno siempre busca volver al refugio de la infancia”, ¿habla del papel que juegan para usted sus libros?
Uno tiene un depósito de recuerdos y estos recuerdos son mitificados por la imaginación, y cuando no hay recuerdos ciertos -no hay por lo general-, uno llena esas lagunas con la imaginación. Nadie pretende ser veraz con lo que recuerda, menos en el área de la literatura. La infancia y la adolescencia son territorios míticos que se prestan a los cambios a los que la imaginación los somete.

¿Cree que los escritores de la región tienen buena memoria?
El de las memorias es un género al que en Centroamérica no se le da mucha cancha. Hay unos grandes textos de la literatura centroamericana que consisten en narrar la propia vida desde la infancia, como las memorias de Fabián Turcios y la autobiografía de Rubén Darío, grandes textos literarios. Pero para mí el fundamental es la autobiografía de Carlos Luis Fallas, una autobiografía más o menos novelada.

Enfocándonos en su obra y en los personajes que desarrolla, ¿cómo busca que retraten a Nicaragua o a la región?
Una novela es más trascendente cuando se olvida la novela y queda el personaje. No hay otro camino para que la literatura trascienda sino a través del personaje. Si uno escribe o describe un país, pues el país queda, pero es su propio país, no es el país real. Las ciudades que yo he elaborado, como León, que está en Margarita está linda la mar o en Castigo divino, son ciudades literarias, son ciudades paralelas a las ciudades reales, que son construidas por la imaginación. Y en otras novelas las referencias que yo tengo de otras ciudades, como Managua, San Salvador, Tegucigalpa o Guatemala, pues son mis ciudades literarias también, tal como yo las he visto a través de la memoria y de lo que recuerdo de ellas y de lo que más me ha impresionado de cada una de las ciudades.

¿Cómo ha sido su lucha por separar al escritor de aquel hombre que fue 5 años vicepresidente?
Bueno, así como una ciudad es una construcción paralela, una novela también es una construcción paralela. La escribe un ser humano que está lleno de convicciones, así como está lleno de ternura, de amor... es imposible no poner eso, de trasegarlo en la novela cuando uno está escribiendo. Yo trato de establecer una distancia entre yo mismo y lo escrito. Y hay una intención de no involucrarse en la escritura, ni sentimental ni políticamente. Uno nunca sabe cuánto se deja de lograr y muchas veces un lector encuentra un trazo político o ideológico en la literatura, pero eso es ya una apropiación posterior del lector. Yo creo que una novela debe liberarse de parecer un campo para atraer clientela política. La literatura sufre mucho cuando se le trata de usar como un instrumento político.

Usted luego de vicepresidente fue cinco años diputado. ¿Durante los 10 años dentro del aparato de poder nunca usó la literatura como instrumento político?
Yo nunca pretendí hacer ese tipo de literatura. Más bien, esos 10 años los pasé sin escribir literatura, los dediqué a escribir discursos, manifiestos, todo lo que abonaba a la lucha política en la que yo estaba comprometido. Y esos escritos se recogieron en libros, que yo no los abono en mi lista principal de mi bibliografía. No los niego, pero para mí no son esenciales.

¿Puede decirse que luego usted huyó de la política?
Bueno, yo no le llamaría una huida, yo le llamaría una vuelta a mi lugar. Yo era un escritor cuando entré en la revolución. Terminó la revolución y yo recuperé mi espacio como escritor. Yo escribo seis u ocho horas diarias, como le diría alguien que se dedica a otra profesión. Para mí la literatura no es una afición, no es algo que dejaría por ningún motivo, o porque me ofrezcan algo más rentable, o porque ya perdí las habilidades, como sucede con un boxeador que, de repente, dice: 'Ya estoy viejo para boxear'. En la literatura nunca se está viejo para boxear, uno escribe toda la vida, hasta el último día.

Hay quienes dicen que sus libros son su visión de la historia de los fracasados.
En algunos aspectos sí. “Flores oscuras” tiene mucho de eso, de los perdedores, pero no solo de la revolución, sino de los perdedores en la vida, que es algo que a mí me fascina en la vida de los seres humanos: cómo se asume la vida como perdedor, desde la marginalidad. Los pequeños seres anónimos que andan por el mundo y nadie repara en ellos, salvo cuando les ocurre algo desgraciado y entonces salen en el periódico, ese es su breve momento de resplandor, indeseado a veces.

¿Es Nicaragua un país de fracasos?
Pues yo diría que históricamente sí. Yo veo a Nicaragua como una rueda que siempre está girando y vuelve a pasar por el mismo lugar. Tengo la idea de un gran escenario donde siempre se está presentando la misma pieza teatral, solo que los actores suben al escenario disfrazados con los trajes de la época, eso es todo. Uno está viendo siempre representar lo mismo: la ambición de la democracia destronada por el caudillismo, la perpetuación en el poder... No sé cuándo esa rueda se va a quebrar. Ya se hizo un intento, con la revolución de los años 70 y con la revolución de los años 80. Pero no, otra vez los mismo actores, incluso de los ochenta, están subidos en la misma rueda.

¿Cómo era ese país que usted, protagonista de la revolución, se imaginaba?
Un país donde no hubiera dependencia externa, que fuera dueño de sus propios recursos. Uno de los momentos más emocionantes para mí fue cuando nacionalizamos las minas y en los archivos de las minas encontramos las fichas de mineros indígenas despedidos por causa de muerte. Es decir, con un sello de hule que decía 'despedido por causa de muerte'; porque cuando un minero moría, para no pagarle prestaciones, lo despedían. Entonces, queríamos romper con la ignominia romántica que veíamos, la ignominia de la dominación extranjera, entregarle la tierra a los campesinos, acabar con los latifundios, modernizar el país, la educación, la alfabetización, la salud... esos eran los grandes sueños de la revolución.

Esa suena como una rueda alterna y paralela a la que ahora gira sobre Nicaragua. ¿Qué pasó?
Bueno, claro, esa rueda se trabó en la ideología. Yo creo que terminaron pesando más los prejuicios y las convicciones ideológicas que la realidad. La ideología siempre se ponía por delante. Cuando la promesa de la entrega de la tierra a los campesinos en propiedad se trastocó por la propiedad colectiva en manos del Estado, que los campesinos vivieran felices en las tierras del Estado era un prejuicio ideológico. Esto venía de los manuales, no de la realidad. Eso detonó la guerra de los Contra, porque los campesinos se sintieron engañados, pues no iban a ser dueños de la tierra, sino empleados del Estado. Entonces, estaba esa cuña ideológica que terminó destrozando la rueda. Una de tantas.

A estas alturas, ¿es posible recoger los pedazos y reconstruir esa rueda?
Para mí siempre ha dependido de los más jóvenes. Yo creo que mi generación, que sigue todavía viva en la política, que sigue moviendo esa vieja rueda, ya no tiene nada que hacer ahí. Ya no puede ser que el poder en Nicaragua se convierta cada día más en una gerontocracia, ya tendrían que estar los jóvenes a cargo del poder. Hay una represa que está impidiendo ese acceso de los más jóvenes al poder.

Pero ahora hay ancianos manifestándose por sus pensiones. Es irónico que sean ellos quienes estén peleando por el futuro.
En una sociedad postrada, estos señores se mostraron como un pivote de una fuerza movilizadora, a pesar de todos los grandes esfuerzos de manipulación que el régimen ha hecho para descabezar a los ancianos. Pero esta conexión eléctrica que se ve de pronto entre gente muy joven y gente muy vieja es un gran ejemplo, donde también el papel de las redes sociales ha sido importantísimo, y es que son instrumentos que me parece que son el gran factor político novedoso en el mundo. Ni la peor de las dictaduras va a poder dominar el hecho de que la gente comunique sus ideas a través del Twitter, que se convoque... me parece que es un factor que en el futuro de América Latina va a ser muy importante, como lo está demostrando en Brasil y en otras partes del mundo.

¿Cree que esta correlación de los jóvenes con los ancianos en Nicaragua es un primer intento para despertar del conformismo?
He oído a mucha gente que dice que estos son muchachos de los colegios y de las universidades privadas, y que la gente y los jóvenes de los barrios están con Daniel Ortega, no están aquí, que es una expresión de clases... Pero quienes dicen esto olvidan que el gran detonante de la lucha contra Somoza, en Nicaragua, fueron los de los colegios privados y que el aporte que dieron los jóvenes de la clase media a nivel de la dirigencia contra la dictadura con las armas en la mano fue de trascendental importancia.

Luego de dos décadas, en promedio, de reconciliación, ¿todavía es válido hablar de izquierdas y derechas en la región?
Pues, yo creo que sí, pero en otro plano. Yo creo que las viejas convicciones de izquierda y derecha están ahí, soterradas. Eso no puede desaparecer, tendría que haber una operación de cambio de cerebro, quirúrgica, y nadie aspira a eso. Lo importante es que las fuerzas antagonistas se conviertan en opositoras entre sí y que el antagonismo dé paso a la convivencia en polos opuestos, que es lo que hace a una sociedad democrática. Y que las opiniones ajenas contradictorias sean respetadas, que se busquen consensos o que los desacuerdos se sepan manejar pacíficamente, eso es lo que hace a una sociedad democrática. El peso de los conflictos debe descansar en las instituciones que resuelven los conflictos, no en las personas. Si se avanza por ese camino se pueden administrar las diferencias entre izquierda y derecha.

Ese es el ideal, pero en Nicaragua, por ejemplo, Daniel Ortega ha pactado con empresarios y corruptos, como el expresidente Arnoldo Alemán...

Eso porque no están funcionando los equilibrios. Hay un acaparamiento abusivo del poder por una de las fuerzas en la sociedad que se desdibuja como izquierda y se queda como izquierda nada más en el discurso retórico, y entonces comienza a usar los mismos procedimientos que usaría cualquiera (la izquierda o la derecha) en situaciones de abuso: desbaratar las instituciones, establecer el poder político único... Ahí ya no podemos hablar de democracia, ya no podemos hablar de equilibrio, simplemente un fracaso nuevo del sistema. Entonces otra vez el símil de la rueda que está girando, que está dando vuelta sobre el mismo eje. Pero yo creo que en otros países de Centroamérica eso no sería posible. Yo en El Salvador y en Costa Rica no lo veo, es decir que ese equilibrio se rompa de semejante manera. Y no estoy diciendo que sean sistemas perfectos, simplemente estoy hablando de lo que hay que conservar como mínimo para una convivencia social y política.

Me llama la atención eso de una izquierda que se desdibuja. ¿Cómo podría definirse,  entonces, la actual izquierda centroamericana?

Para mí la izquierda es un espacio fundamentalmente ético y uno tiene que hacer lo que predica, no distanciar el discurso político de los hechos. Si yo digo que estoy en contra de la corrupción, debo ser consecuente y no tolerar la corrupción, ni el que diga que esté en contra de la corrupción y aparezca que se ha vuelto millonario. A mí eso me parece el gran fraude de quienes se llaman de izquierda. Hay que empezar por ahí, por la transparencia y por la preservación de ese espacio ético. Y hay referentes. El presidente Mujica de Uruguay, para mí es referente muy claro de que es consecuente con lo que dice. No se está echando dinero al bolsillo, él volverá a su casa cuando deje de ser presidente... Y, claro, yo digo que este es un valor de la izquierda porque yo me identifico como alguien de izquierda, pero obviamente el que se proclama de derecha tiene que ser ético. No es que yo le esté adjudicando la corrupción a la derecha.

De nuevo, esto es lo que se espera, que sin importar si es de derecha o izquierda sean éticos y sean coherentes con su discurso. Pero volvemos a Nicaragua, en donde aún cuando la constitución lo prohíbe se logró la reelección de Ortega y ahora solo necesita del 35% de los votos para ser elegido como presidente

¿Pero eso es izquierda? Esa es la gran pregunta. Cuando digo que se desdibuja es que una izquierda va perdiendo su carácter sustantivo de izquierda. ¿Ser de izquierda significa atropellar la constitución y estar en el Alba, y levantar el puño todos juntos y decir que somos el frente antiimperialista de América Latina? Eso no me parece congruente. El discurso antiimperialista mientras se abusa del poder político, o el discurso antiburgués de los oligarcas traidores, vendepatria, cuando se está aliado con los grandes empresarios... Ortega está aliado con los buenos empresarios, es una alianza muy firme, pero debería de decir claramente que es lo que el país necesita. Pero no demonizarlos y aliarse con ellos. Eso es lo que yo no entiendo. Eso para mí es el doble discurso, la falta de congruencia. Hay una clientela abajo que siempre ha sido domada, domesticada con ese discurso antiimperialista, antiburgués, antioligárquico y por el otro lado yo estoy diciéndole a los empresarios y a la embajadora de Estados Unidos 'no se preocupe, esto es para la clientela política de nosotros'. El discurso es distinto, las políticas son distintas. Ese tipo de pragmatismo es inmoral. A mí me parece inmoral que esté violentando absolutamente esa congruencia.

Tratemos de dibujar a Ortega como personaje... ¿Al lado de qué personaje de la literatura clásica lo pondría?

Yo creo que estos son ya caudillos del siglo XXI, que han entrado en las redes sociales y tienen un gran motor de propaganda moderno. Son difíciles las comparaciones, pero creo que la existencia de los caudillos en Centroamérica tiene un sustrato rural. Nosotros hablamos mucho de las sociedades urbanas, pero en una capital centroamericana, fuera de las grandes vías que comunican los barrios y las autopistas, uno entra, camina 150 metros y se encuentra con la gente pobre, hacinada, que se trajo la cultura del campo y dentro de esa cultura está la creencia de un caudillo, del benefactor supremo, que todo lo resuelve, y mientras se mantenga esa creencia no va a haber cambios, vamos a tener caudillos.

¿Y con alguien de la historia contemporánea?

A mí Ortega se me parece mucho al General (José Santos) Zelaya, que apareció encabezando la Revolución Liberal de 1893 con un tinte transformador, de reivindicación de la soberanía. Lo primero que hizo al llegar al poder fue que se votara una constitución ultrademocrática, que se llamó La Libérrima, pero cuando la constituyente aprobó la constitución, él la mandó a suspender y nunca entró en práctica, y empezó a reelegirse sucesivamente y terminó derrocado en 1910. Este apócrata, progresista con tintes modernos, pero sin dejar de ser autócrata, ni de reprimir a la oposición, demonizándola siempre, eso es la demostración más palmaria de cuando no se cree en la democracia. Porque para alguien que gobierna, cualquiera que sea su ideología, su deber es considerar a la oposición como un factor necesario en una sociedad democrática. Pero cuando la oposición sale a la calle y se le pega el garrotazo para que no intente volver a salir, lo que se está intentando es crear una fuerza política única.

Precisamente por eso, si las acciones políticas son distintas al discurso con el que he sido domesticado, ¿qué beneficios ha ganado el pueblo nicaragüense con reelegir a este tipo de gobierno?

La inmensa mayoría de la gente se convenció de que con Ortega tenía una esperanza, porque promete y ven que cumple, y esperan que también le cumpla a ellos. Hay beneficios tangenciales, provisionales, que no resuelven la situación de pobreza de la gente, pero es como un calmante. Es decir, yo tengo una pulmonía y me recetan un aspirina. Me puede quitar un poquito de fiebre, pero al día siguiente voy a seguir teniéndola. Programas asistenciales que no transforman la estructura social. Estos programas benéficos aplacan las necesidades de la gente, pero no resuelven a largo plazo su situación de bienestar. La pobreza sigue siendo la misma, el 20 % de la población vive con menos de un dólar y el 50 % vive con menos de dos dólares. Esa es una situación realmente desastrosa, y Daniel tiene 10 años de estar en el poder y no ha podido mover los índices de pobreza. No está ocurriendo nada, estamos marcando el paso.

¿Qué lecciones debe aprender de la situación en Nicaragua la región centroamericana, donde probablemente hay pequeñas Nicaraguas en potencia?

Creo que los partidos políticos deberían de aprender a dejar atrás la arrogancia y abrirse al entendimiento de que un país no se construye a través de una sola fuerza política, tiene que buscar ese consenso. Uno de los grandes déficits de Centroamérica es la falta de proyectos a largo plazo, no tenemos un proyecto de nación, si nos fijamos bien. Vivimos, como decimos en Nicaragua, “coyol quebrado, coyol comido”, es decir, al día. Pero quizás con la excepción de Costa Rica, que ha logrado desarrollar un proyecto a largo plazo y quien llega al poder respeta el tramo que se construyó en el gobierno anterior, no trata de destruirlo. Esa continuidad ha dado sus resultados, es un país con un crecimiento económico muy alto, un PIB muy alto, un sistema de educación y de salud de altísima calidad. Eso es un ejemplo, pero en todo caso, para mí lo que falta es ponerse de acuerdo en qué va a pasar en nuestros países dentro de los próximos 50 años, ir por ese camino, corregirlo si hay que corregirlo, pero tener un proyecto a largo plazo.

Todo esto a nivel de política, pero ¿y desde la ciudadanía?

Es que lo involucra todo, porque un proyecto a largo plazo toma en cuenta todos los matices de desarrollo social, de marginalidad, de cómo se va a vivir en el futuro. Hay un síndrome que ha ido cambiando en el mundo, yo le llamo el síndrome de los 90, que es cuando las grandes ilusiones y los sueños colectivos se truncaron en la introspección individual. Yo lo viví en Nicaragua, cuando la gente dijo 'bueno, yo ya me sacrifiqué, ahora voy a ver por mí mismo'. Los 90 tuvieron ese terrible peso. Y no solo fue en Nicaragua, fue en el mundo, la vuelta al individualismo, al egoísmo. Eso ha venido cambiando y ¿cuál ha sido el detonante? Las crisis. Y han sido fundamentalmente los jóvenes los que han salido a las calles en Grecia, Portugal, España, Chile...enlazados por tuiter, por las redes sociales. Yo creo que ahí hay una gran esperanza. Como en el caso de Nicaragua, los derechos de los ancianos, una cosa que uno creería que no es capaz de ser un detonante, pero ¿qué demuestra esto? Que en la juventud siempre hay una sensibilidad, más allá de las ideologías o de las convicciones que un joven llegue a tener o de los prejuicios políticos, está el asunto de la sensibilidad que es muy propio de la juventud y de la compasión, el día que un joven no tenga sensibilidad ni compasión se volvió viejo. Y ese es un patrimonio que para mí es muy valioso.

¿Ha identificado características en los gobiernos actuales del resto de Centroamérica que le indiquen se están encaminando a seguir el ejemplo de Nicaragua?

Son situaciones muy diferentes. Empezando por El Salvador. Aquí para mí todo tiene un gran equilibrio, se honran los Acuerdos de Paz y siguen muy vigentes. Es decir, ese equilibrio depende de que nadie vaya a atreverse a hacer lo contrario a lo que está comprendido dentro de las reglas de ese equilibrio, yo no lo veo en riesgos. Claro, habrá muchos déficits en El Salvador, pero pensar que alguien en las próximas elecciones va a decir 'yo no acepto los resultados' o 'yo no acepto a este' o volvió la derecha y yo no estoy de acuerdo o siguió la derecha y yo me opongo, eso no lo veo en el panorama. Guatemala es otra situación, una democracia con muletas. Es el único país de Centroamérica que tiene un sistema judicial asistido por las Naciones Unidas, con grandes déficits todavía de convivencia democrática y todo, pero ese es otro problema muy distinto. Tampoco yo veo que en Guatemala se vaya a establecer un régimen autocrático de largo plazo, los gobiernos van a seguir siendo frágiles. Este gobierno de Pérez Molina no es el gobierno que muchos pensaron, el gobierno centralizado, autoritario, porque hay reglas del juego que respetar. En Honduras también hay casos muy distintos. Pero todos estos países también están cruzados por la plaga del narcotráfico que es un elemento político a tomar en cuenta, en cómo mina las instituciones.

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