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“La naturaleza del salvadoreño es esconderse”

Este martes 28 de mayo falleció el humorista Guayo Molina. Colaborador de El Faro durante varios años y dueño de un agudo sentido del humor, su obra estuvo muy dedicada a explorar la salvadoreñidad. Esta es una entrevista para la sección Pláticas que este periódico le hizo en 2004.

Miércoles, 29 de mayo de 2013
Christian Guevara y Carlos Dada / Fotografías de Walter Sotomayor

Guayo Molina parece vivir contento. Posee un sentido del humor natural, que le permite siempre ver el otro lado de las cosas para redescubrirlas, para despojarlas de lo solemne y convertirlas, como él dice, en un “calambur”. Tiene un club de fans en San Francisco, fieles lectores de sus libros de Guanaquiando y las columnas de Guayunquiando que presenta en El Faro semana a semana. Pero Guayo Molina es un hombre polifacético. Publicista durante muchos años (inventó la frase que aún se recuerda de la publicidad de los cigarros Delta, aquella de Algo tenemos en común), es también cinéfilo y un ávido lector. En esta conversación hará además gala de sus capacidades histriónicas, actuando y contando chistes, imitando y recreando situaciones. Es un gran conversador y un difícil entrevistado. Cuando uno está a punto de hacer una pregunta, guayo ya cambió de tema y saca de la manga una historia más interesante que la anterior. No necesita muchas preguntas. En esta conversación, eso sí, nos reveló su gran secreto. No se llama Guayo Molina.

Guayo Molina
Guayo Molina

¿Con el humor se nace o se hace?
El humor es una respuesta a la sociedad. En mi caso fue una defensa, porque, por ejemplo, mi hermano René era más alto, más fuerte, más peleador y dos años y medio mayor. Ahorita que sea dos años mayor no significa nada, pero cuando uno tiene diez años y el otro doce años y medio es una diferencia abismal. Así que yo ocupé el humor para tener valoración dentro del mismo grupo de la colonia América, donde vivía. El humor fue una forma de buscar cipotas y de hacerme notar en los 22 que formábamos la m... pacotilla de la colonia.

Ya ibas a decir la mara de la colonia
Sí, estuve a un paso, pero vaya a ser que se enoje el Director de la Policía. ¡Un saludo al Director de la Policía para que no me vaya a zampar preso!

Ja, ja, ja...
Así que cuando me di cuenta que a través del humor podés conseguir cueros, que te inviten a los bailes y a los velorios. Ohhhhhh, hombre, los velorios, ¡por favor! Si los velorios eran las cosas más alegres de la tierra.

¿Los velorios?
Es que lo primero que se buscaba no era la caja. Bueno, sí, lo primero que se buscaba era la caja... ¡pero la caja de guaro! De esas que traen doce botellas de Espíritu de Caña o de Tic Tac. Esa era lo primero. “Se murió Chepe Luis... Traigan la caja”. Y alguien iba y traía la caja de guaro

Ja, ja, ja
Hasta después venía el carpintero y hacía la otra caja. Después tenías que avisar. No se sacaba en los diarios porque eso era de mal gusto. Tenías que salir: “Fijate que se murió Don Teófilo”... -“¿De veras? Tan bueno que era” Y ese “tan bueno que era” era una mierda estándar. Podía ser el hijueputa sátrapa más infame de la tierra, pero cuando se moría era bueno. Así que los mejores contadores de chistes son los viejos de los 50.

¿Los viejos que llegaban a los velorios?

Sí, los que habían nacido a principios de siglo (1900) o a finales del pasado. Esos viejos llegaban y tomaban posición, como para que dijeran: “Ya llegó Don Braulio”. Y Don Braulio llegaba y se sentaba agarrando posición como diciendo: “Me voy a echar unos chistes nuevos y otros cuentos viejos que les conté cuando la muerte de Don Arsenio”. Pero tenían un repertorio, porque era una cosa como de mucha responsabilidad.

Así que desde chiquito ya ibas a los velorios.

Pues claro que sí. Cuando se murió mi tío Héctor Jiménez yo tenía cuatro años. La caja estaba en alto, bueno, para mí la caja estaba altísima. Así que le dije a mi mamá que no alcanzaba a ver, ella me agarró de la cintura y me levantó. ¡Y no pude volver a comer crema de vaca en la vida! Porque a mi Tío Héctor le habían metido tapones de algodón en la nariz, y yo creía que le habían echado crema. Puta, pasé veinte años sin poder hartarme crema hasta que se me pasó. Así que hoy cada vez que estoy untándole crema a un pan digo: “Este mi tío Héctor que se cagó en mi vida”...

Ja, ja, ja... Vaya asociación de ideas…

Cada vez que como crema, le cae una puteada. Así que ese humor de los cincuenta, aún con lo grueso que era y que no era del todo creativo, porque estaba basado en repeticiones de chistes. Todo quedaba en contarlo muy bien.

El humor casi como requisito social

Los cipotes de la majada que no teníamos carro, mi papá tenía pero no me lo prestaba, pues ocupábamos ese gracejo para conseguir muchachas. Incluso les ganábamos a esos cipotes de pisto que tenían motoristas y que se llevaban a las muchachas piernudas que salían de cachiporristas. Eran unas piernas divinas que ya no existen. ¡Yo no sé qué putas se hicieron esas piernas!

¿Eran piernas gruesas?

Las pantorrillas eran gordas. Las de las mujeres de ahora son como de paralíticas, como que no han comido, todas huesudas. ¿Cómo pueden hallarle gracia?

¿A qué edad fue tu primera novia?

Mi primera novia firme fue a los doce, pero la primera amontonada que me dieron fue a los diez. Me recuerdo también que la primera vez que me “pelié” fue a los once, cuando estaba en el Colegio Bautista, y fue con el que después sería campeón nacional de físico constructivismo...

Ja, ja, ja...

Después se casó con una noble de España y fue candidato al Premio Nóbel de Química.

¿Salvador Moncada?

Sí, Salvador Moncada.

Se casó con una princesa belga.

Sí, era belga. Bueno, cómo éramos de “una misma edad”, como dice la gente, nos retamos enfrente del Colegio Bautista.

¿Eran duelos y todo, no era simplemente agarrarse a trompadas?

No, no, uno no se podía pelear dentro del Colegio Bautista. Era el primer colegio protestante y la directora era una señora que se vestía como evangélica en aquella época y no se permitía ninguna irregularidad. ¡Ni jugábamos fútbol, sino que softball!
¿Saben? Nos estuvimos acordando de eso con Salvador en Londres hace algunos años y nos cagábamos de la risa. Bueno, nos retamos en una lomita que queda arriba de la Colonia América, ahí en San Jacinto, porque esa lomita era el sitio de los duelos como en las películas de vaqueros...

Que siempre se baten en la misma calle

Cabal. Así que uno entraba de la lomita por un lado, con tres o cuatro cabrones que le hacían barra a uno, y el otro entraba por otro. Así que me dije: “Acá me van a dar la primera vergueada que me han zampado en mi vida”. Pensé entonces que tenía que hacer una actuación. Así que puse el dedo medio de mi mano arqueado, de la manera más amenazadora que pude, y le enseñaba los puños a Salvador y le decía: “Vení pues, vení”. Él se debió imaginar que de un golpe le podía meter ese dedo en la cuenca de los ojos y empujar el globo ocular; me abrazó y me dijo: “Hombre, no seas bruto, vení para acá que somos amigos, para qué nos vamos a pelear”.

Ja, ja, ja...

Creo que ese fue mi primer uso de la comunicación publicitaria.

¿Y esa primera novia te marcó?

No, porque después me pasó una experiencia que me marcó la vida. A mi hermano le decían Patachucho porque sólo andaba en la calle jodiendo, se iba para el Acelhuate, siempre aparecía con un morete; y a mí me decían Gato Casero porque sólo pasaba en la casa leyendo. Bueno, cuando yo tenía doce años y medio, llegó al barrio una muchacha mayor, de unos diecinueve o veinte, que ya había tenido novios y alguna experiencia sexual. Ella, al principio por fregar, comenzó a cucarme porque leía libros y andaba enterado de lo que pasaba en el mundo. Y una vez que estaba con gente de 16 o 17 años, dijo una frase que todavía la recuerdo perfectamente: “Aquí con el único que vale la pena platicar es con Guayo”. Los demás me comenzaron a molestar, pero poco a poco se fueron yendo.

Pero tener trece años y la pareja veinte es una diferencia abismal.

Sí, claro. Pero podíamos hablar de los mismos tópicos, porque lo que ella leía, yo ya lo había leído. Así que como podíamos conversar, amarramos.

¡Bárbaro, Guayo!

Así que se hizo un desmadre en la colonia y le dio un gran giro a mi vida

¿Y tu mamá?

Mi mamá me llegó a traer con el cincho y ahí terminó casi todo. Y la verdad es que hubo acercamientos, pero no lo puedo llamar relaciones sexuales. Aunque hubo de todo: tocamientos, enseñamientos, mirame como la tengo, hacete para acá, ponete ahí...

Así que ya habías dado tu primer beso.

No, eso fue antes. Cuando tenía 11 años había una muchacha que se llamaba Gladis. Una vez que estábamos sentados en la puerta de la casa de ella, el hermano apagó la luz, yo creo que instruido por Gladis. Así que yo pensé que ya no podía y que le tenía que dar un beso. Así que literalmente le agarré el cráneo, la volteé y la besé. Me acuerdo que lo que sentí fue una sensación lechosa en la boca...

¡Y te acordaste de tu tío Héctor!

Ja, ja, ja. Es que mirá, para las muchachas de los cincuenta y sesenta el Boom Latinoamericano llegó a ser importante. Es que el hecho de que estuvieras enterado de la pintura, literatura, del cine, nunca había llegado ser valor de cambio, antes eras visto como raro. Así que no necesitabas ser guapo...

¿Podías conseguir las mejores muchachas con sólo saber de literatura?
Por supuesto. Yo llegaba a un baile y mencionaba a Carlos Fuentes. A veces te preguntaban: “¿Quién es Carlos Fuentes?” Y contabas sólo un poco de sus gracias y ya te preguntaban si tenías un libro de él. “Claro que lo tengo”, respondía.

Y le decías que llegaran a tu casa a traer tu libro...

Ja, ja, ja... así lo podemos leer desnudos.

Ja, ja, ja

“Es que Carlos Fuentes se lee mejor desnudo”. -¿Y si hace frío?- “No se preocupe que yo la froto”. Bueno, pero pasó que a los veinte años me enamoré de una mujer mayor, de unos 35 años.

Pero ya a los veinte años tenías tu personalidad formada. ¿Era el humor una manera de responder ante un suceso trágico en tu vida?

Yo trato de recordar algún suceso trágico en mi vida que me haya signado de manera negativa, y no lo hay. El humor era asimilar la vida de una manera que me dejaba satisfecho a mí y dejaba satisfecho a los otros por que los hacía reír. Nosotros éramos un grupo de muchachos que yo había logrado formar en la colonia, y era un grupo bonito porque no nos dedicábamos sólo a andar jodiendo y trompeando, platicábamos con los adultos, por ejemplo, algo que no se hacía en aquella época. Hablábamos con abogados, ingenieros, y hablábamos con solvencia. Me imagino que ellos eran los que se sentían mal cuando hablaban con nosotros, que éramos unos cipotes que intercambiamos libros.

¿Todavía conservás esas amistades?

Sí. Me acuerdo del escultor Francisco Elena, que era vecino mío, y que nos llevaba veinticinco o treinta años. Pero él tenía una de las mejores bibliotecas, tenía un cachimbo de libros, incluyendo las cien mejores novelas de la literatura universal. Entonces “Cuánto sacaste”, me preguntaba. Le respondía que ocho y así me dejaba leer las novelas. Así que leí esa colección de las cien mejores novelas antes de cumplir los dieciséis años. Entonces la lectura se convertía en un pasaporte para llegar a las muchachas pero a través de los papás. Porque las muchachas no habían leído a Bretón, no sabían ni culo, pero los papás sí.

Ja, ja, ja.

Llegaba donde ellas y les decía: “Mucho gusto. Me llamo Guayo, quiénes son tus papás”. Así que yo les hablaba de los autores españoles, porque ya sabías que iban a leer esos libros, que iban a leer los clásicos como Espronceda o lo de poetas de la época de oro.

Era la cultura en función de la…

Consiga, sí hombre. Pero no te estoy hablando sólo de mí, sino de toda la generación. Así que todos leíamos que era la gran puta. Leíamos y leíamos para que los papás dijeran: “Mirá, ese muchacho te conviene”.

¿Y cuál es tu secreto mejor guardado?

Que yo no me llamo Guayo Molina

¿Qué quéeeeeee?

Yo me llamo Guillermo Eduardo Hernández Molina. Pero cuando llegaba y decía: “Hola, soy Guillermo Hernández”, todos creían que era Albertico, que era un narrador deportivo y cómico que hizo la radionovela el Derecho de Nacer. Así que me llamé Eduardo Hernández, pero ya había un futbolista que se llamaba así y que le decían el Volkswagen Hernández y era famosísimo.

Ja, ja, ja

Así que decidí llamarme Eduardo Molina. Y había un Eduardo Molina Olivares que vivía en Santa Tecla. Así que mejor me llamé Guayo Molina. Bueno, con este Eduardo Molina Olivares sucedió algo chistosísimo. Estaba filmando comerciales en Nueva York y en Miami y conocí en un avión a una mulata enorme que era maestra de kinder en una de estas islas donde se pueden tener cuentas raras.

¿Bahamas? ¿Islas Caymán?

Sí, era de las Islas Caymán. Bueno, como el avión iba solo, la invité a un trago, porque esos gringos hijueputas no dan nada regalado. Ella lo aceptó y me pasé a la par de ella. Así que agarré a esa negrota inmensa todo el día, en la noche me quedé en un hotel y me vine para San Salvador al siguiente día. Y como al mes y medio, la mulata se va para el consulado de Miami, busca a Eduardo Molina y manda una carta de los más lasciva que te podás imaginar. ¿Y ya te imaginás a quién le llegó esa carta?

Ja, ja, ja, me imagino que al de Santa Tecla.

Sí, y él era un hombre de lo más recto y totalmente puritano. Bueno, así que me llama y me dice: “Tocayo, acabo de recibir una carta en inglés para Eduardo Molina, pero al nomás leer las dos primeras líneas esto es para usted”. Y es que arrancaba con una literatura prohibida para menores de 30 años. Bueno, cuando llegué a la universidad me enamoré de una señora a la que perseguí durante siete años y medio. Y esa señora se acostaba hasta con el chucho, pero sólo a mí no me decía que sí. Y yo la andaba en carro, le hacía regalos y nada. Y cada vez que la iba dejar a su casa le hacía insinuaciones, pero ella me decía que sólo éramos amigos y que así estábamos bien.

¿Y nada?

Hasta una vez que cuando no le dije nada, me preguntó si ya no le iba insinuar que fuéramos a un motel. “No, ya me di por vencido”. Entonces me dijo: “!Que tonto!”. Se volvió a meter y cerré la puerta. Siete años y medio, nunca me había tardado tanto.

Ja, ja, ja,

Por supuesto que fue un fracaso, que no me lo pongan en mi curriculum. Estuve de lo más nervioso. La traté de morder eróticamente y la mordí de verdad. Pegó el gran grito, pero no de placer sino de dolor. Como diciendo “a la gran puta, dejame”.

Guayo, has sido un gran lector, publicista, has trabajado en el gobierno, sos humorista. ¿Qué de todo te sienta mejor?

Básicamente, yo me considero un interesado en conocer la naturaleza de la salvadoreñidad.

¿Y qué es la salvadoreñidad?.

Creo que es lo que mejor se esconde. Es bien fácil decir cómo son los bolivianos, los peruanos, argentinos, o los mexicanos. Incluso los preceptos que la gente tiene coincide con la realidad. Los machos mexicanos son machos mexicanos y si no, hay que leer algunas de españoles que se fueron a vivir por la guerra civil y narran lo que son los mexicanos que avientan a media cantina la pistola cargada al aire y nadie se quita porque quitarse es achicarse. La salvadoreñidad, el rasgo que mejor la define, es precisamente no darse a conocer, ese es el encanto siento yo. Lo que nunca te va a permitir un salvadoreño es que le conozcas su verdadero yo, jamás. La naturaleza del salvadoreño consiste en esa capa, en esa nebulosa alrededor de si mismo que es su principal mecanismo de defensa, nunca, nunca, nunca podrás conocer realmente a un salvadoreño.

Pues intentémoslo con vos. Sos una excepción en un país lleno de solemnidad, en un país donde falta el buen humor. Aquí no se ve el humor en todos lados, no tenemos cómicos, grandes humoristas.

Álvaro Menéndez Leal me decía que el rasgo nuestro es un pleito continuo contra la tristeza, pero yo le decía lo contrario, que tenemos necesidad del humor y que el humor era la manera de salirse, de aguantar una situación que de otra manera era inaguantable, que cada uno desarrolla una forma de humor, que para unos puede ser cáustico, pero esa es otra cosa. Pero, para mí, yo sí siento que hay un humor en los salvadoreños que se traduce en una sola palabra “jodarria”, que ya tiene que ver con hacerle daño a alguien.

Una cultura de hacer todo…por joder

Por supuesto, por joder. Ahora, si tú escarbas dentro de eso vas a encontrar que dentro de ese joder está un me divierto si tú sales perdiendo. En las relaciones de negocios somos peores que los de “high business” de New York. Aquí por 50 pesos te pueden hacer mierda y no por los 50 pesos, sino porque te quitaron un poco de honor, es que te jodieron. Cuando alguien jode a una muchacha dice: “me la compuse”, cuando ella es la que cuenta el cuento dice “me jodieron”.

(Guayo ha pedido ya su segunda limonada)

En México hay una mayor tradición del humor en todos los sentidos

Claro, incluso de los albures.

Hasta lo analizan. Hacen foros de Tin Tan, de Cantinflas, de los albures…

En Tin Tan sí había sincretismo, porque él se va durante cuatro años a Los Ángeles; y recuerdas cómo se viste, cuando pasa se da cuenta de la cultura de allá y la trae.
Yo tengo una especie de temor, yo me puedo distanciar de guanaqueando y hablar por qué lo escribía en 1987, 88 y 89. Y era porque había descubierto un filón de las vivencias salvadoreñas que todavía no estaban descritas. Allí caí en la cuenta que no era una cosa de Aniceto Porsisoca, no era la chucada, la broma mediatista con la carta sexual, era tratar de hacer una inmersión en lo que nos define como cultura a partir del humor.

¿Te parecen inferiores los humoristas como Aniceto Porsisoca?

¡Inferior jamás! Aniceto Porsisoca me parece que es un juego sobre si mismo. Aniceto era un campesino que ya para ese momento no existía, era una forma de decir voy a hacer un cómico de lo que la gente cree que yo soy.

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