El Ágora /

Del conflicto armado a las pandillas: 'Desasosiego'

La fotógrafa estadounidense Donna De Cesare reúne en su nuevo libro un trabajo de tres décadas en El Salvador, Guatemala y Los Ángeles, sustentando con fotografías que la violencia actual es consecuencia directa de los conflictos armados.

Sábado, 11 de mayo de 2013
Julie López

En el curso de 164 páginas de su libro, “Desasosiego” (University of Texas Press, 2013), Donna DeCesare nos lleva de la mano hacia la vorágine violenta que viven miles de familias centroamericanas, desde El Salvador y Guatemala, hasta Los Ángeles, California, en EE.UU.

DeCesare, periodista, fotógrafa y catedrática estadounidense, nos muestra con imágenes y textos el efecto de la violencia en metástasis y su detonante: el terror de Estado durante los conflictos armados, el crimen organizado y la corrupción e incapacidad gubernamental que mantienen en vilo al triángulo norte de Centroamérica. La autora permite al lector caminar junto los más vulnerables, los niños. Entre imágenes y palabras, revive las historias de cómo algunos (ahora adultos) lograron salir del cráter de este volcán. También retrata las batallas diarias de otros que aún luchan por salir.

Un fragmento del texto de John Berger, “Formas de Ver”, en el prólogo, revela cómo “la vista llega antes que las palabras”, que “[nuestra] vista establece nuestro lugar en el mundo circundante”, y que “la relación entre lo que vemos y lo que sabemos nunca se establece”. El fragmento explica cómo los niños que crecieron en un ambiente violento establecieron una relación con su entorno con base en la observación, sin poder comprobar si su percepción coincidía con la realidad.

Luego, DeCesare mete al lector en una máquina del tiempo. Lo ubica como espectador de la violencia que obligó a miles de familias a emigrar hacia Estados Unidos, para salvar a sus niños del conflicto armado, sólo para encontrarse con un ambiente agreste en las calles de Los Ángeles, California. En Centroamérica, explora el desenlace de los migrantes deportados, devueltos a un ambiente tan violento como del cual fueron extirpados en California, o de los familiares que nunca emigraron a EE.UU., pero a quienes las pandillas también victimizaron o absorbieron. Así, en tres décadas, la autora pacientemente armó un rompecabezas con los retazos de las crónicas que recolectó durante conversaciones en salas y dormitorios de casa, palomares, callejones, hospitales, durante cumpleaños y funerales, y en un día cualquiera, con miembros de varias familias trasplantadas entre California y Centroamérica.

En los años 80, De Cesare llegó a Guatemala y El Salvador a cubrir las guerras contrainsurgentes, pero se encontró con mucho más: experiencias humanas sobre las que el paso de los últimos 30 años tuvieron un efecto caleidoscópico. Los matices de reflexión se han multiplicado. “Mis intentos por encontrar el sentido [en las experiencias vividas], son un ejercicio frágil y confuso”, admite la autora. “Nuestras narraciones posteriores se convierten en una forma de conectarse con la complejidad moral y la angustia que encontramos”. También son una muestra de solidaridad hacia los protagonistas, según explica, como lo refleja su portal bilingüe “Hijos del Destino”.

La impunidad

A DeCesare le queda claro que callar y olvidar no resuelve el luto inconcluso, ni las culpas a cuestas de los victimarios, y expone que “la supresión colectiva de la memoria (para evitar el dolor de recordar sufrimientos pasados) y la negación de la verdad histórica (para evadir la responsabilidad de haber causado semejante sufrimiento) son formas de violencia espiritual que extienden la herencia destructiva de la guerra, anestesiando emocionalmente a las víctimas y victimarios por igual”.

Una fotografía tomada en San Salvador en 1989 muestra a una niña descalza, que sostiene dos piedras en su mano izquierda, y con la derecha abraza un árbol, mientras se balancea en el vacío entre la grada de una casa y el tronco sin ramas. Mira hacia su izquierda, con desconfianza pero sin la intención de abandonar pronto aquel columpio improvisado, aunque a tres pasos de ella yace el cadáver de un hombre desplomado de bruces sobre la banqueta. Era un sujeto asesinado por violar el toque de queda. Pero la niña aparece ajena, semi-suspendida en el tiempo, entre la banqueta y el árbol, como en una fotografía aparte de la que retrata a aquel hombre sin vida.

La fotografía recuerda a otra que El Faro publicó en 2011, que retrata a dos niñas de edad escolar comprando minuta (granizada) a un vendedor ambulante en La Ceiba, en Atlántida, Honduras, a pocos metros de donde yace un cadáver rodeado de curiosos—un hombre que sujetos asesinaron a balazos por intentar robarle la motocicleta.

Doce años antes de la publicación de El Faro, DeCesare estaba bajo la impresión de que en los homicidios de víctimas tatuadas la muerte se consideraba justificada, pues automáticamente las autoridades asumían que la víctima estaba involucrada en actividad pandillera. No parecía haber una urgencia—“ni recursos, ni voluntad política”—por resolver el caso. Semejante estigma, apunta la autora, persuadía a los padres de los muchachos asesinados a no buscar justicia para sus hijos. Los casos permanecían sumergidos en la impunidad.

Según DeCesare, la impunidad actual es una herencia de los conflictos armados. En “Desasosiego”, escribe que “la amnistía para los crímenes de guerra fue aceptada como una condición necesaria para la paz, y desafortunadamente contribuyó a un clima de impunidad”. Y las cifras quizá lo demuestran. En Honduras, el nivel de impunidad de casos procesados por el sistema de justicia sobrepasa el 90 porciento. En Guatemala, alcanza el 72 porciento. En El Salvador, ronda el 78 porciento, según algunas publicaciones de prensa. El efecto también se percibe en Honduras aunque no hubo conflicto armado, pero sí hubo opresión militar sobre la población civil.

Efectos de la violencia

“Desasosiego” también invita a reflexionar acerca de los factores que convierten al sufrimiento en crueldad, o en superación personal. Además, pregunta: ¿Qué debe ocurrir para que una víctima no se convierta en victimario, o que logre vivir para cumplir la mayoría de edad? Algunos casos muestran que debe ocurrir un milagro. No son pocos los muchachos que DeCesare fotografió que fueron asesinados de forma macabra.

Según la autora, “una incrementada exposición a eventos traumáticos no hace a una persona más fuerte, sino aumenta su vulnerabilidad a desórdenes de stress traumático”. DeCesare explica que los niños “tienen pocas opciones para sanar” sin el apoyo de una familia amorosa, en países en posguerra donde hay inequidad social e impunidad. O incluso en las zonas de EE.UU. donde se asentó el éxodo centroamericano.

Su libro relata su encuentro con un pandillero de 16 años en Los Ángeles, California, que quiso ser fotografiado. El adolescente le preguntó a DeCesare cuándo sería publicado el libro, y ella le respondió que quizá en tres años. Sin miramientos, él le replicó que para entonces él ya no estaría vivo. La mayoría de sus homeboys, sus amigos y primos, no había cumplido los 20 años de edad antes de morir.

Pero el trabajo de la autora también celebra a los jóvenes que salieron de la vorágine y rehicieron sus vidas. Uno, por ejemplo, consiguió ser un artista de plástica en Europa. Él y los más afortunados sobrevivieron a punta de tenacidad pura, apoyados por sus familias y su comunidad. Fue una prueba de fuego que duró años: un parto—para la mayoría, complicado y doloroso—hacia una vida nueva. DeCesare subraya que son jóvenes que no escogieron el hogar donde nacieron, pero cuyo sentido de supervivencia les hizo tener el valor para trascender la identidad de la vida pandillera, y luchar contra la discriminación y la indiferencia de las autoridades.

DeCesare rescata las lecciones de Ignacio Martín-Baró (uno de seis jesuitas asesinados por el Batallón Atlacátl el 16 de noviembre de 1989, en la UCA, junto a dos mujeres), quien escribió acerca de la necesidad de tratar las “relaciones sociales traumatogénicas” (la estructura sociopolítica que victimiza permanentemente a las familias pobres). Estas relaciones, decía Martín-Baró, formaban un “sistema de opresión” que “deshumanizaba y deformaba a los débiles y los poderosos”, que es otra forma de explicar—según DeCesare—cómo la impunidad anestesia a víctimas y victimarios.

De una vorágine a otra

Las historias que DeCesare relata se perciben como los tatuajes en la piel de los niños y adolescentes pandilleros que ha fotografiado durante años: imborrables.

Una imagen tomada en Soyapango, El Salvador, en 1989, capta el llanto congelado de un niño, el terror en carne viva, quizá petrificado en su subconsciente y alterando su mundo para siempre—una reacción a observar helicópteros militares y haber vivido tres días de bombardeos. Junto a él, la madre llora también, aferrada a la reja de un edificio. Ambos intentaban huir de un barrio tomado por la insurgencia.

Otra fotografía de 1990 presenta a Franklin, cuando era un adolescente hospitalizado. Años antes su familia en El Salvador lo había enviado a Los Ángeles, California, EE.UU., para evitar que el Ejército lo reclutara forzosamente, o que se uniera a la guerrilla. En cambio, una vez en Los Ángeles, Franklin se convirtió en miembro de la Pandilla Barrio 18. Tenía 13 años. Comenzó por distribuir drogas para miembros mayores de la pandilla y cobrar el pago de extorsiones. Se volvió adicto a la heroína, y—como robaba para financiar su adicción—acabó preso.

En la cárcel, Franklin contrajo SIDA, según él, por usar una aguja infectada para hacerse un tatuaje. Cuando cumplió su sentencia, lo deportaron a El Salvador, pero estaba demasiado enfermo para ser cuidado en casa por sus abuelos (la madre estaba en Los Ángeles), y acabó en un hospicio público para enfermos terminales de SIDA. Ahí lo conoció DeCesare. En ese entonces, deportaciones como la de Franklin eran infrecuentes, pero aumentarían en las décadas siguientes, especialmente después que los conflictos armados llegaron a su fin en El Salvador en 1992, y en Guatemala, en 1996.

Conocer a Franklin fue un parteaguas para DeCesare. Decidió marcharse hacia Los Ángeles, para buscar a la familia de Franklin, que entonces ya había fallecido, para entregarle a la madre una de las últimas fotografías de su hijo. Nunca la localizó, pero encontró el camino hacia las vidas de docenas de muchachos cuyas historias parecían copias al carbón de la vida de Franklin—más en unos aspectos que en otros. Así conoció a emigrantes centroamericanos, especialmente a niños y adolescentes, que viajaron a EE.UU. con un equipaje de traumas de la guerra. Los hijos de las familias inmigrantes, en EE.UU. o Centroamérica, a merced de las pandillas. Familias fraccionadas.

Para muchas familias, las décadas recientes trajeron fue una transición entre las balas del conflicto armado a las balas de la violencia pandillera, o del crimen organizado. La violencia sólo cambió de domicilio, época y victimarios. El drama humano es igual de sobrecogedor. Una imagen que DeCesare tomó muestra a un adolescente de unos 17 años abrazando la fotografía de su madre con la misma ternura reservada para un abrazo a la madre de carne y hueso. Pero la fotografía es lo único que le queda. Es la imagen de la madre que temió perder por la violencia del conflicto armado, pero que murió a manos de pandilleros extorsionistas en El Salvador.

Dé-jà vu en Los Ángeles

Para DeCesare fue inevitable que la violencia actual le recordara la pasada, mientras convivía con y fotografiaba a familias inmigrantes a mediados de los años 90 en Los Ángeles. “Cerraba los ojos y era transportada—no sólo por [los relatos que escuchaba], sino por los sonidos de Watts” (un suburbio de Los Ángeles), escribe la autora. “El rítmico batido de las aspas de los helicópteros policiales volando sobre nosotros evocaba mis propios recuerdos de los helicópteros militares sobre Santa Ana y otras partes de El Salvador—las vibraciones, el olor a sangre y miedo y humo. El rat-tat-tat de los balazos timbrando en el anochecer de Los Ángeles lúgubremente sonaban como la guerra que recordábamos”.

La autora volvió a El Salvador en 1994, donde conoció a Víctor, un pandillero preso en la cárcel de Mariona, en San Salvador. Una fotografía lo muestra extendiendo los brazos y mostrando sus tatuajes. En uno se lee, “en memoria de mi padre, Víctor”, honrando a su padre, que el Ejército en El Salvador asesinó mientras él y sus hermanos observaban todo atrás de una ventana; en el otro brazo, se lee “en memoria de mi hermano, Ulíses”, asesinado por una pandilla rival en Los Ángeles. Ahí, en la piel de una sola persona, estaba tatuada la tragedia de dos guerras y dos generaciones.

Otra faceta del dé-jà vu. DeCesare cita a José Miguel Cruz, autor del libro “Maras y pandillas en Centroamérica”, afirmando que “la juventud centroamericana—se trate de pandilleros o no—es vista por algunos como el nuevo rostro de la insurgencia”. En Guatemala, el Presidente Otto Pérez Molina anunció desde 2012 que las pandillas son la principal amenaza para la seguridad del país. Y no está solo en esa opinión. Los pandilleros eran blanco de limpieza social desde antes de 2007 en Guatemala. En El Salvador y Honduras, se ha aplicado la “mano dura” contra ellos, una reacción nacida de la incapacidad de las autoridades para desarrollar estrategias de prevención y un sistema de justicia efectivo. Además, en El Salvador, en el gobierno de Mauricio Funes, los resultados de la tregua entre pandillas, y la presunta reducción de homicidios, han sido cuestionables.

Para 2011, DeCesare advirtió que el clima había empeorado para los jóvenes que sobrevivieron a las pandillas, y que intentaban de reconstruir sus vidas. Muchos habían sido ajusticiados. Dos años más tarde, su libro “Desasosiego” rescata lo que la autora llama “una narrativa fotográfica” de esas historias. Pero lo hace trascendiendo el intercambio entre un fotógrafo y el sujeto fotografiado. DeCesare coloca al lector, cara a cara, con los hijos del destino. Y ella aparece como una interlocutora con la dedicación apasionada que la mantiene en este viaje desde los años 80 hasta la fecha.

Sus fotografías son excepcionales, pero sus textos consiguen explicarlas. Según De Cesare, “saber cuándo dejar la cámara a un lado fue tan importante (para documentar las historias) como saber cuándo tomar una fotografía”.

Donna de Cesare. Foto El Faro
Donna de Cesare. Foto El Faro

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