El Ágora /

La mancha, la imagen y la nación: la Colección Nacional de Pintura y Escultura

Ideas y antecedentes para dialogar y meditar sobre lo útil o sobre lo inútil de la compra de arte por parte del Estado. Este recorrido por la plástica nacional puede parecer innecesario, o hasta aburrido. Pero fíjese que no. Es útil.

Lunes, 11 de febrero de 2013
Elena Salamanca *

1.

A veces uno se pregunta para qué sirven los artistas y, peor aún, para qué sirve lo que hacen. Y uno puede pensar que sirven para varias cosas: para admirarlos o burlarse de ellos: decirles “qué bonito lo que hacés”, “qué mierda lo que hacés”; para pintar los bodegones de flores y frutas, y las santas cenas –la versión más popular en relojes de pared y póster plastificados la pintó Leonardo Da Vinci– para nuestras salas y comedores; o para creer que son los 'bohemios', por no decir vagos –aunque los legítimos bohemios son los habitantes de la ciudad de Bohemia–. Pero los artistas sirven –en el sentido de la utilidad– para muchas otras cosas, como, por ejemplo, ayudarnos a entender y “explicarnos con dibujitos” de dónde venimos o qué somos, o por qué somos como somos.

La cobertura de la prensa y muchos de los argumentos en la discusión sobre la reciente compra de arte en la Asamblea Legislativa perpetúan la idea de que “el arte es un gasto”, y es, además “un gasto innecesario”, “y peor si es gasto con dinero público”, porque “la cultura no la entienden todos, ni es de todos, ni para todos”. Para una mayoría “la cultura no es nada”, cuando es, básicamente, todo.

Las notas de prensa sobre el caso plantean al arte como gasto, exceso e inutilidad. En lo publicado tampoco se le concede un valor económico de mercado a la obra de arte. Una legítima obra de arte es un proceso que desemboca en algo físico, tangible, varias veces vendible; un proceso intelectual y espiritual de años a la sombra, por eso no sabemos valorarla. Y tampoco sabremos valorarla si no conocemos a los autores y la mayoría de veces no reconocemos sus nombres porque no conocemos la historia del arte de este país. En una semana de cobertura periodística jamás leí los nombres de los artistas de las obras compradas por la Asamblea, luego la misma Asamblea dice que esos nombres son información confidencial.

2.

Muchos de los atributos que definen las identidades de las personas o las naciones tienen asidero en elementos tangibles: la estatura, el color y la forma de los ojos, la textura y color del pelo, los sitios donde acontecieron los sucesos destacados de la vida; para la nación sus héroes y heroínas, los villanos y villanas, el cuerpo de la madre, el paisaje y el sitio de la batalla, las geografías y topografías.

Muchos de estos asideros son visuales: son imágenes: a veces son una pintura.

Las naciones almacenan y protegen durante años sus patrimonios, y muchas han elegido al arte como el transmisor de su identidad: las pinturas demostrarían cómo y quiénes eran sus fundadores –mitos, héroes y villanos–, las poesías dirían cómo piensan y las músicas sublimarían sus intereses y deseos.

3.

El Estado salvadoreño ha comprado obra plástica a artistas nacionales durante más de 80 años. La ha comprado en desorden y con poca afinidad estética, con carencias presupuestarias y de difusión, pero esa compra ha logrado almacenar pinturas y esculturas que ahora son los hitos de la plástica nacional. Esta obra reunida no solo nos dice qué fue de nosotros, sino también lo que pensaban y deseaban sus compradores, que son los que, al fin y al cabo, han manejado el carro de nuestro historia –aunque muchas veces lo han estrellado.

Así, El Salvador tiene una Colección Nacional de arte. También algunas de sus dependencias como Casa Presidencial y la Biblioteca Nacional almacenan pintura que ha sido usada para ilustrar nuestra historia. La obra no ha sido comprada con criterios de unidad; de hecho, no está formada en un mismo acervo y se encuentra lejos del contacto con la ciudadanía.

4.

A partir de la década de 1930, el Estado salvadoreño comienza a comprar y a reunir obras de arte, sobre todo pintura. Esta obra, que seguirá acumulándose entre las décadas de 1950 y 1970 llegará a llamarse después Colección Nacional de Pintura y Escultura. La colección fue declarada un bien cultural de El Salvador por Acuerdo Ejecutivo N.16-0031, publicado en el Diario Oficial el 7 de mayo de 2003.

En 2003 la colección tenía 174 obras de arte, entre pinturas, grabados y esculturas. Ahí estaba la obra de Pedro Ángel Espinoza, Miguel Ortiz Villacorta, Carlos Alberto Imery, Ana Julia Álvarez, Salarrué, José Mejía Vides, Raúl Elas Reyes, Noé Canjura, Mauricio Aguilar, Rosa Mena Valenzuela, Julia Díaz, Carlos Cañas, Camilo Minero y otros conocidos como clásicos.

La colección nacional no se reunió con la intención de ser precisamente una colección nacional, la pintura llegó al Estado irregularmente. Hay ciertos hitos que la formaron: la compra de pintura de Maximiliano Hernández Martínez para la exposición de arte de Costa Rica, de 1936; las donaciones de pinturas de Salarrué –entre ellas, la Monja Blanca, según Carlos Cañas Dinarte–; las obras ganadoras –y las que sus dueños nunca recogieron– del Certamen Nacional de Cultura, que era centroamericano, que se realizó entre 1957 y 1968, y en varias ocasiones estuvo destinado a la pintura o la escultura; cierta compra simbólica de obra contemporánea en las décadas de 1970 y 1980, y donaciones de artistas –hay en la colección incluso un dibujo a máquina de escribir.

Nunca ha habido, que se sepa, un presupuesto destinado a la Colección Nacional: ni para formarla ni para conservarla.

5.

A pesar del desorden de la colección hay en ella obras significativas como la Pancha, de José Mejía Vides, o la “Monja Blanca”, de Salarrué; “Después de la quema”, de Julia Díaz; “Figuras en palco”, de Carlos Cañas; “Valle de Jiboa”, de Miguel Ortiz Villacorta; “Primera reforma agraria”, de Pedro Ángel Espinoza; el nacimiento bastante idílico del Lago de Ilopango, de Luis Laínez, y varias pinturas de Bernabé Crespín, Roberto Galicia, entre otros.

Arriba, imagen del cuadro
Arriba, imagen del cuadro 'Firma de independencia de Centroamérica en 1821', de Vicente Ahumada. Abajo izquierda, imagen de 'La Pancha', de Mejía Vides. Abajo derecha, cuadro de Vicente Ahumada sobre la muerte del prócer Manuel José Arce. / Collage de elaboración propia.

¿Qué haríamos sin ese patrimonio? No tendríamos ni un referente iconográfico de lo que puede ser la identidad nacional. El mejor ejemplo es José Mejía Vides, que a partir de la década de 1930 pintó su versión de la mujer indígena, las panchas, las habitantes de Panchimalco, y con eso dejó ya sentado el canon del que, para bien o para mal, se alimentan los ministerios de turismo, las tarjetas postales, las niñas que se visten de indígena el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, las niñas que bailan como cortadoras o comaleras la música de Pancho Lara en los actos del colegio, las modelos de la terrible campaña del Baktún del Ministerio de Turismo, recién pasado el 21 de diciembre y que ahora parece tan lejos.

Esto es: para bien o para mal.

Una investigación de Rafael Lara Martínez sobre la Exposición Centroamericana de 1936 en Costa Rica define la línea de imagen de nación que el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez estaba dando al país. Sí, en medio de la paradoja del etnocidio de 1932 (entre 10 mil y 30 mil asesinados según investigaciones), el proyecto cultural del país era indigenista. O neoindigenista, más bien, como en el resto de América Latina.

La obra “Mujer de Panchimalco”, conocida ahora como “Pancha”, obra por antonomasia de José Mejía Vides, gana la exposición en Costa Rica y la prensa la alaba como un rescate de la nación indígena.

Así tal cual, la pancha de José Mejía Vides es también ficticia, pues es una indígena sublimada, colorida –nunca sabremos si fue descalza, la imagen es de medio cuerpo–. Y así pasó a la historia y ahora está en todas las campañas relacionadas con lo indígena cuando recordamos finalmente que hubo y hay indígenas en este país.

El canon sentado en esta época –es decir, el modelo de lo que la pintura salvadoreña debía ser: lo que debía pintarse y cómo– comenzó siendo un arquetipo que con el pasar de los años y la repetición de los artistas venideros se convirtió en un estereotipo.

Rafael Lara Martínez advierte a través de estas pinturas un proyecto cultural en ciernes; y a la colección comienzan a agregarse pinturas sobre paisaje, campesinos trabajadores e indígenas. Esta vertiente de raza-nación que reconoce Lara Martínez instaura un nuevo modelo de indígena, muy influenciado por el muralismo mexicano. Antes de la introducción de pinturas de indígenas morenas con trajes tradicionales, el indígena no aparecía en pinturas ni fotografías, desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX el indígena fue una narración y se buscó homogenizar la raza, de manera de crear un indio blanco, tal y como ocurrió con los proyectos de eugenización en el resto de América Latina.

En este sentido, la herencia iconográfica “sirve de algo”, aunque sea para perpetuar un mito, pero todas las naciones se basan en sus mitos fundacionales: y el mito es precisamente mentira, mitomanía; yo la llamaría ilusión.

Pero no podríamos saber, no entenderíamos este suceso, si no identificáramos a la pintura más allá del póster enmarcado en la sala de la casa; si no identificamos a la obra de arte como un documento, un documento histórico.

6.

La Colección Nacional no es el único acervo iconográfico del Estado. Hay otras pinturas emblemáticas –y por encargo– de la historia nacional que no son parte de la colección.

La serie con intenciones épicas de Luis Vergara Ahumada, que rescata y recrea icónicamente a los próceres de la Independencia es parte del acervo de Casa Presidencial, y las pinturas están repartidas entre la ex Casa Presidencial de San Jacinto y la actual.

Vergara Ahumada era chileno, vino a El Salvador en la década de 1950 y dejó las pinturas “El primer grito de independencia de 1811”, “La firma del acta de independencia de 1821” y “La muerte de un sol”, que es la muerte de Manuel José Arce, entre otros.

Arriba, un detalle del cuadro del
Arriba, un detalle del cuadro del 'Pimer Grito de Independencia de 1811', de Vicente Ahumada. Abajo, imagén de un billete de cinco colones alvadoreños que portaba esa imagen. / Collage de elaboración propia.

Esta serie de pinturas es la que nos hizo ponerle cara a la historia independiente de El Salvador, los próceres de Vergara Ahumada y sus momentos épicos se convirtieron en las imágenes que comprábamos en cromos, años después, y pegábamos en los cuadernos de nuestras tareas escolares; las escenas –tardía y pobremente épicas– que nuestros maestros y libros de lectura emplearían para hacernos sentir orgullo de ser “un país”, “una nación”, “una república”, “un Estado”, “independiente”, “soberano”.

Y sería también la pintura del 5 de noviembre la que decoraría los billetes “de a cinco” cuando en El Salvador la moneda era aún el colón.

La tardía representación de la patria ha sido también una tardía representación de la identidad. Mucha pintura épica independentista latinoamericana fue pintada en el siglo XIX, cuando las guerras de independencia tenían poco tiempo de haber terminado y cuando aún vivían quiénes recordaran –narraran, literarizaran, imaginaran, ficcionaran– el rostro y la ropa de los protagonistas, el paisaje.

En El Salvador esto sucedió 100, 140 años después del acontecimiento histórico, y es por eso, quizá, que sobre el escritorio de Manuel José Arce, en una pintura de Valero Lecha, haya una “fotografía” –que no es daguerrotipo por su estuche–, de su esposa Felipa de Aranzamendi y Aguilar.

Este retrato que introduce el amor romántico en la vida de un caudillo es uno de la serie de retratos de personajes históricos que pintó Valero Lecha. Pero esta pintura no pertenece ni a la Colección Nacional ni a la de Casa Presidencial, sino a la de la pinacoteca de la Biblioteca Nacional.

En la biblioteca están también los retratos que Valero Lecha, maestro español que educó a una generación de artistas de este país, hizo de Manuel José Arce, Gerardo Barrios, y de los intelectuales Alberto Masferrer y Francisco Gavidia. Están ahí idealizados, abstraídos, como los hombres que hicieron este país, los rostros que debemos recordar.

Otras pinturas de la década de 1950 realizadas por Valero Lecha y Luis Vergara Ahumada son de uso decorativo en Casa Presidencial y a ella no hay acceso para poder verla, apreciarla.

Toda esta obra debería estar junta, reunida en un acervo único, para ser sometida a estudio: antropología, historia, artes plásticas, muchas carreras podrían estudiar estas fuentes.

Pero no ha habido una sistematización de la conservación y el estudio de esta obra durante años, el Estado, parece, no ha estado muy seguro de qué hacer con el arte.

7.

Este recorrido por la plástica nacional puede parecer innecesario, o hasta aburrido. Pero fíjese que no. Es útil.

Durante años, los teóricos y los historiadores han estudiado el nacionalismo. Ese sentimiento-estado que –voy a hacer esta comparación extrema–, como el hijillo, sabemos que existe, pero no conocemos, ni hemos visto, ni olido, ni sabemos cómo es, pero hay gente que no se atreve a ir al cementerio si está enfermo. El hijillo representa ese momento traumático, esa aura, esa estela que deja la muerte. Y mucha gente cree en él, que existe, y es un símbolo cultural que persiste hasta nuestros días.

Pues a la nación la hemos visto en mapa, la cantamos en un himno, la traducimos en un concepto en el diccionario, pero probablemente nunca la conozcamos.

Como plantea Horst Pietschmann, una nación en formación necesita la creación de héroes, narrativas y símbolos. La colección de Casa Presidencial y de la Biblioteca Nacional está compuesta de este panteón heroico: todas sus obras son alegorías de las narrativas creadas en 1911 para celebrar el primer centenario del grito de independencia, un hito que no había sido celebrado antes en la historia salvadoreña, hasta la invención de los próceres y las gestas por parte de un grupo de intelectuales capitalinos durante el gobierno de Manuel Enrique Araujo.

En sus investigaciones, el historiador Carlos Gregorio López Bernal identifica en El Salvador la religión cívica fundada a partir de la segunda mitad del siglo XIX, que se valdrá de la educación para formar una devoción a la patria, a través símbolos como himnos, banderas. Mucha de la obra de la colección de la Biblioteca Nacional fue encargada con esa visión. Tanto la colección de la Biblioteca Nacional como la de Casa Presidencial fueron formadas en la década de 1950 por los gobiernos militares.

Y estas concepciones visuales de nación, estas imágenes, permean hasta ahora en el imaginario colectivo: vea usted los comerciales del mes de la independencia, las publicidades del Baktún, los gritos en el estadio cuando juega la Selección Nacional. Ya sabemos que el imaginario está basado en la imagen, pero también, y sobre todo, en la imaginación.

Epílogo.

En septiembre del año pasado, el artista mexicano Miguel Rodríguez Sepúlveda vino a El Salvador para montar su performance Emergía, el cual ha realizado antes en Argentina, Ecuador, Colombia y México. Emergía especula sobre la condición de los paradigmas que construyen y delimitan el imaginario colectivo de cada región de Latinoamérica, según su racional, y consiste en elegir cinco elementos icónicos identitarios de los países, que pueden ser bastante extremos como Pedro Infante en México, el extinto sucre en Ecuador –dolarizado desde enero de 2000–, hasta el Ford Falcon en Argentina, ese modelo de coche que la dictadura de los 70 usaba para desaparecer ciudadanos.

En El Salvador, Rodríguez Sepúlveda entrevistó a artistas, historiadores, taxistas, meseros, empleados de hotel, gente que encontraba en un restaurante o amigos que los amigos le presentaban. Al final la lista de iconos de la nacionalidad eran un torogoz, el Disco Solar o del jaguar, el Mágico González, la flor de izote, monseñor Romero, el indio Atlacatl (una tradición inventada que 'se funda' físicamente en el monumento obra de Valentín Estrada a inicios del siglo XX, donde parece más un indio apache norteamericano), el loroco, Cuscatlán (bastante difuso icónicamente, pues aunque haya quienes vinculan la piedra del Jaguar con Cuscatlán porque durante décadas fue el logotipo del desaparecido Banco Cuscatlán), el monumento del Salvador del Mundo, y las pupusas.

Después de hacer varias entrevistas, Miguel depuró la lista y finalmente eligió: Un monseñor Romero, un Mágico González, un torogoz, una flor de izote y una pupusa.

El performance consistió en pintar estos íconos de la salvadoreñidad en la espalda de cinco personas; las personas debieron correr en el mismo espacio hasta que la imagen comenzó a borrarse. Y así, después de 20 minutos, los iconos de la identidad salvadoreña se convirtieron en otras cosas, hasta ser en la mayoría de los casos una mancha.

Una mancha.

Y puede que, en realidad, la identidad salvadoreña sea simplemente una mancha: algo difuso, algo que no cuaja, pero que tampoco se borra. Lo difuso.


* Elena Salamanca es investigadora histórica, escritora y periodista. Dicta el curso 'Imagen y nación' en el Centro Cultural de España. En 2010 realizó la investigación histórica sobre la Colección Nacional para un proyecto de la Secretaría de Cultura y la AECID dirigido por la artista Mayra Barraza.

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