Opinión /

El elefante y las cucarachas


Martes, 9 de octubre de 2012
Héctor Silva Ávalos*

Una cifra vale para iniciar este argumento: por El Salvador pasaron, en 2011, hasta 11 toneladas de cocaína según los datos públicos más recientes de diversas agencias estadounidenses. Once toneladas. De esas, según los datos que manejan, entre otras oficinas, el Comando Sur del Ejército de Estados Unidos, al menos una se queda en territorio salvadoreño. El reporte público más reciente de la PNC habla de decomisos que no llegan a la tonelada. Matemática y lógica simples: ¿qué pasa con las otras 9-10 toneladas que no son decomisadas o se quedan para el mercado local? La respuesta, simple también: esa droga es la que usa la porción salvadoreña del corredor centroamericano del narcotráfico, que en 2011 movió al menos 554 toneladas desde Suramérica hacia Estados Unidos, México y Europa. Esa droga es la que administran los narcotraficantes salvadoreños a través de diversas organizaciones, como la de Los Perrones o el Cartel de Texis. Esa droga, y el dinero asociado a ella, es el que ya infiltró al Estado salvadoreño, a su Policía, a su Ejército, a su Asamblea Legislativa, a su sistema judicial.

Así 2011. Algo ha cambiado en 2012 y, con seguridad, marcará tendencias en 2013: la Operación Martillo que el Comando Sur y la DEA llevan a cabo en Guatemala y Honduras. Martillo sigue, en esencia, el mismo guión escrito por Estados Unidos desde los días del Plan Colombia, que consiste en vigilancia aérea estadounidense e intercambio de inteligencia en el terreno entre la DEA y las fuerzas locales antinarcóticos con el fin último de detener el flujo masivo de droga hacia el norte. Clave, aquí, es la palabra masivo: a Estados Unidos le importa bloquear los flujos grandes, no lo que queda esparcido en la ruta.

Las críticas más importantes a este modelo -cada vez más explícitas en la opinión pública continental, incluso en EUA- es que los decomisos siguen sin impactar el flujo global en forma significativa, que el control del consumo en el mercado estadounidense es deficiente, que el modelo privilegia la interdicción y nunca ha atendido los efectos de infiltración en estados nacionales débiles como los centroamericanos y que, a la postre, la vigilancia segmentada de cualesquiera sean las rutas privilegiadas de tráfico en un momento determinado nunca es suficiente para evitar el llamado efecto globo, o lo que el profesor Bruce Bagley, de la Universidad de Miami, llama efecto cucaracha: “La fragmentación y dispersión de grupos de crimen organizado a lo largo de países y subregiones”; es decir, cada vez que se limpia una ruta, las cucarachas salen en busca de un nuevo hábitat, uno que reúna suficientes condiciones de suciedad, corrupción, debilidad estatal y paso libre, uno que les permita funcionar sin problemas.

No es arriesgado prever que, en el caso de El Salvador, ante la presión que Martillo ya empieza a ejercer en el Pacífico guatemalteco y el Atlántico hondureño, las cucarachas se moverán hacia nuevas zonas de confort, en este caso, hacia la esquina noroccidental que controla el Cartel de Texis y hacia el litoral oriente, desde el Golfo de Fonseca hasta el estero de Jaltepeque, que siguen controlando miembros de la recompuesta banda Los Perrones.

Todas las condiciones para que Texis, Perrones y otros grupos subsidiarios de traficantes que proveen armas, logística, medios para lavar dinero y vigilancia crezcan están ya ahí. Texis opera, por ejemplo, gracias a la escasa vigilancia policial y militar en su zona de operación, según lo reveló El Faro en dos entregas, y gracias a la connivencia de mandos policiales. Así, con protección policial y de algunos miembros de la Fuerza Armada, que les proporcionaron inteligencia y contravigilancia, crecieron Los Perrones hace una década. Hasta ahora, a pesar de varias denuncias públicas, pistas proporcionadas por la misma inteligencia policial y estatal, e intentos infructuosos de investigación administrativa, ningún oficial de la PNC o de la Fuerza Naval está preso por esa complicidad. Cuando, en agosto pasado, el Inspector General de la PNC cerró todos los expedientes abiertos contra oficiales de la Policía sospechosos de colaborar con el narcotráfico, con argumentos vagos e incluso contradictorios, abrió un poco más la puerta a la impunidad y dejó claro, una vez más, que en El Salvador ellos, los narcos, pueden hacer.

La respuesta del Estado salvadoreño siempre ha sido débil. Desde que a finales de 2008, bajo la orden circular número 0009-12-2008, la Dirección de la PNC pidió un análisis estratégico sobre las amenazas del narcotráfico en El Salvador, ha habido persecuciones selectivas, motivadas más por intentos de extorsión desde el poder político a los narcotraficantes que por un afán real de cerrar las rutas. En estos últimos cuatro años las organizaciones de narcos más bien han crecido. Además de la recomposición de Los Perrones tras las capturas de Reynerio Flores y Juan María Medrano, y del surgimiento de Texis como una organización sofisticada que terminó de abrir la ruta del noroccidente y creó una poderosa microeconomía hotelera, agrícola e incluso futbolística en el occidente, en 2009 se consolidó la colaboración entre esas dos organizaciones y otros grupos a través de intermediarios asentados en San Salvador (un pequeño pero poderoso cartel al que la inteligencia policial llama Maoo desde 2009).

El elefante del narcotráfico está aquí, sin duda, aunque el cálculo electoral o la llana connivencia sigue haciendo que el Estado y los liderazgos políticos traten de ignorarlo, de hacerlo invisible. Ya, incluso, hay importantes dudas sobre el papel de estos grupos de crimen organizado en el financiamiento de campañas políticas debido a casos como los de la alcaldía de Pasaquina o los de los cuatro diputados presos o investigados por sus vínculos con el narcotráfico. Pero no hay investigaciones abiertas, ni leyes para transparentar gastos de campañas electorales, ni depuraciones institucionales; nada para evitar el crecimiento del elefante y el desfile de cucarachas. Las que sí pasaron por El Salvador en 2011, según los datos de Estados Unidos, fueron entre 9 y 10 toneladas de cocaína.

*El autor es Investigador Asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de la American University. Washington, DC.

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